24 de octubre de 2014

Pasquines ilustrados


Los acontecimientos han estallado en los parajes de 
La Matanza. Miles de millones de almas se encuentran 
ofuscadas y expectantes. Mientras tanto, ángeles 
y demonios menores estallan como petardos navideños
en el aire venenoso. Las tribunas literarias
de los Autores de La Masacre desbordan. Multitudes,
como de 80 personas, esperan el desenlace.


Qué compungido estoy: Una comunidad sobresaliente de escritores afamados y prestigiosos, locutores radiales entendidos y eruditos, pero también talabarteros, chanchistas, cuernistas, profesores y peones de studs, finalmente me han bajado el pulgar. 

No me cabe más que el autoexilio, paria infiel de una hermandad semántica, eso y quemar mis libros en una pira autógena y radioactiva, Gehenna de la depuración literaria, renovación kármica y dármica de mi alma. Ta vez probar en otra vida mejor suerte. La impugnación irreparable cruza los océanos geográficos de la tinta, millones de habitantes esperan tras la galaxia de San Justo y alrededores: Autores que han agotado ediciones de, quizá, 50 a 60 ejemplares, animadores de programas mundialmente afamados y escuchados por una audiencia de quizá 200, canillitas miembros de la fundación Novel repartidores de pasquines y payasos de fiestas infantiles, ahora me son indiferentes. El éxito está allanado. No hay más que hacer sino escapar, huir, ocultarme. 

Como un paciente terminal debo iniciar el tránsito al Calvario del silencio, sumido en meditaciones ácidas y profundas. Ellos, los escritores y poetas, me niegan. No sé qué diablos puedo hacer, no pertenezco al reino de las bibliotecas ni al marquesado de los escritos. Mi nombre será borrado tanto del cielo como de la tierra y la historia. 

Estoy acorralado. Mi pluma no tiene ya sentido, perdí la brújula, me quedé sin temas, sin recursos y, lo que es peor, sin estilo. He perdido el Cervantes y con él, la oportunidad de trascender, de cruzar los límites de la muerte e ingresar en la Eternidad. Así, además, no agotaré jamás las ediciones de mis títulos. Todo se me ha sido negado: los micrófonos, los pupitres para el firmado de ejemplares, las aguas de la palabra. ¡Señores, mi nombre está en los medios universales asociado a la infamia, oh! ¡Miles de millones de seres gatillando su repulsión en mis sienes, oh! ¡Mis escritos mancillados por lar hordas justicieras de quizá 30 personas, oh!... ¡Como si fuera yo un Frankenstein de la escritura, no, no, no!... Dios, ¿por qué tal infortunio? Juguete tétrico del destino, no sé qué haré a partir de hoy, ¿acaso someterme dócil a mis verdugos y ejecutores de la crítica erudita, buscando así promover la piedad? ¿Serán de tal nobleza que con sus plumas tan aclamadas, firmarán mi perdón? ¿o acaso repetirán mi nombre infame y canalla por siempre para mi eterna condena?

Pero, quizá, de exponerme ante el juzgado de notables públicos y populares e implorar piedad, le necesaria clemencia, la compasión de los sobresalientes, pueda yo ser perdonado en mis vilezas y fechorías, y así, mi abyecta alma concluirá penando en castigo, como una especie de vagabundo bajo los puentes civiles, como perro callejero, un mendigo en las orillas del reino multicolor de la poesía que me ha sido negada. Y la ruindad de mis escritos innombrables, y que yo mismo he de quemar en reparo y abdicación total junto con mi renuncia galiléica a continuar el acto infame de pensar ¡puaj!, y de creer, ¡puaj! y de escribir ¡puaj, nunca más!, encontrarán así el descanso eterno del Infierno ¡comiendo yogurt descremado para siempre!, ¡milanesas de soja hasta reventar de asco! ¡Nunca seré listado como escritor en la tierra culturosa que me vio nacer! ¡Jamás seré invitado a programas de radio! ¡Nunca seré consultado! ¡Mi títulos serán quemados en público, expiación necesaria para que las letras locales se recuperen del atropello criminal por mis infamias injustificadas! ¡No habrá canillita de libros que me recuerde, no, no, no! ¡A mi tampoco me gusta leer a Rigel... monstruo! 

Los salmones jamas probados, las espinas para mondarme los dientes, los chicles pegados bajo el pupitre, las sardinas enlatadas como cadáveres planos junto a la cebolla picada fina y el salero que espera el momento cruel, el pan con aceite de oliva y los ají putaparió, la copa de malbec sudando de terror, todo, todo. Y nada.... Nada. Apenas escapar y escabullirme entre los matorrales ciudadanos, ocultar mi leprosa deformidad cerebral porque en un paraje famoso de este mundo, un autor finalmente ha sido reprimido en sus perniciosas maldades. Los sobresalientes aclamados por las multitudes ardientes de seguidores ilustrados, tanto como sus ídolos letrados sentados en los sillones de los fueros magnos, están en paz. De aquí al Nobel para todos ellos hay sólo un paso.

CR