21 de septiembre de 2019

Dos montañas llamadas Risa y Melancolía


Dice un adagio popular que “Las montañas no se cruzan, los hombres sí”, ingenua verdad pero tan humana como geológica y tan inminente que anoche, a mi regreso por calles céntricas, luego de compartir un café en Morón con el dramaturgo Aldo González, me cruzo en una esquina semaforizada con el poeta y dramaturgo Víctor Cuello. Lo veo en bicicleta con gorrita de visera, una campera de jean blanca, pantalón de jean y sus mitológicos lentes, maniobrando, pedaleando desobediente de la luz roja, que yo tampoco me detengo a esperar. 

Viene en la misma dirección, pero él en bici y yo a pie de camino a una parada de micros. “¡Rigel, qué hacés, pero cómo te va!” y desmonta la bici. Desborda en sorpresa y alegría. El abrazo es largo y fuerte en medio del cruce de Almirante Brown y 9 de Julio, pero con la bici a un costado, que si cambia a la luz verde nos levantan en el aire.

Luego subimos a la vereda y a paso de elefante transitamos media cuadra hasta donde voy y los pedazos de la menguada eternidad que van desde el amigo común Carlos Boragno, cruzan por Aldo González —a quien termino de despedir hace minutos—, acontecimientos recientes risueños de la feria local que prueban que sigue ausente la literatura en la Feria del Libro de San Justo aunque, claro, hay muchos libros para comprar, y por esos caminos del eclecticismo inevitable, avanzan por el cercano fallecimiento del poeta Omar Cao, él y los huecos existenciales que deja, y así llegamos a los restos perdidos del dramaturgo y escritor desaparecido hace años, Marco Denevi porque viene justo para teñir el olvido. 

Mierda que es cruel el final, porque de Marco no se supo nada más, ni de su obra, ni de sus memorias, ni de su amor por las cosas que hizo. Todo salió en bolsas de basura rumbo al cordón de la vereda. Supe que era gay, pero no del desprecio que eso implicó para su familia. Desocuparon el departamento sin piedad. Las cartas de Mia Farrow y de otras celebridades, los originales de sus manuscritos, sus libros, sus amores, sus flaquezas y hasta la biblioteca personal, todo se fue en bolsas plásticas de consorcio –esas que odio tanto– de camino al basural; libros reducidos en pedazos para ser vendidos por centavos como papel viejo. Carajo, todo. 

Me aturde pensar que el indigno destinatario de nuestras luces e ilusiones sea el reservorio del CEAMSE donde, con cierta esperanza, será humus dentro de 50 años, tierra que quizá nutra una plantación de soja, ni siquiera de girasoles como para estrellar de sol el solitarismo. Pero el micro dobla y viene. Se detiene en la parada. La gente asciende. Tiro un cigarrillo fumado a medias y nos abrazamos en la despedida, subo último y me siento, me escapo a otra galaxia. Pero no puedo evitar la melancolía que me llena la botella, el sentimiento de una pérdida que todavía no sufro pero que vendrá inexorable, el anticipo del dolor por la nada.

¿Para quién hacemos lo que hacemos? Para nadie. El amor por las cosas que hago, un día o cercano o lejano, también saldrá en bolsas de basura. Es la la ley de la impermanencia, el océano humano que no se detiene por nadie y me dice que nada quedará de mí en apenas cien años. Nada. Quizá un libro sobreviva veinte años más que yo en la biblioteca de alguien, pero un día, cuando el papel se vuelva desagradable y se quiebre, también saldrá en bolsas. 

“Por todo reino conquistado recibirás un sorbo de exigua felicidad”, escribí hace poco en un ensayo de literatura y alcoholismo. Eso que hay en la copa, a mi lado, es toda mi recompensa. Y este encuentro sucesivo con dos amigos es todo lo que hay y sólo podré recordarlo yo mientras tenga la conciencia sana. Me siento como el réplica Roy Batty en la película Blade Runner, segundos antes de que el tiempo de su existencia se agote. “Es tiempo de morir”. 

La vida nos desenchufa y a otra cosa. Pagamos por la vida, pero no hay vuelto. Nos desvanecemos, como en la película Matrix. Eso es todo. Alguien quita el enchufe y la luz se apaga. Toda la eternidad es este momento. No soy Sófocles, no hice tanto como para perdurar, y no soy presumido pero, en Morón, dos montañas imposibles se encontraron: la risa y la melancolía.

Rigel

17 de septiembre de 2019

Apocalypse 40 Now





A 40 años del rodaje más salvaje de la historia.

Nota de Angie Marengo

¿Cómo puede un rodaje planificado para 16 semanas acabar durando 15 meses? En el caso de Apocalypse Now la hazaña es que consiguiesen terminar (casi) todos vivos. Su director, Francis Ford Coppola, acabó acompañando a su protagonista, el capitán Willard, en su descenso a la locura: si la misión del soldado era cazar al coronel Kurtz, la de Coppola era terminar una película que había empezado a rodar sin guión y sin final. Él mismo reconocería haber contemplado el suicidio en tres ocasiones distintas a lo largo de los cuatro años de producción, en los que todo lo que podía salir mal salió mal. Y todo lo que nadie se había siquiera planteado que pudiera ocurrir salió aún peor.

Ningún estudio de Hollywood quería ni oír hablar de una película sobre Vietnam meses después de la derrota estadounidense en la guerra más controvertida de su historia. Coppola encontró el apoyo de la distribuidora United Artists, fundada por Charles Chaplin en 1930 para que los artistas no tuvieran que depender de los estudios comerciales, pero se vio obligado a negociar personalmente con los inversores y avalar cada préstamo con todas sus propiedades y los beneficios que seguían generando El padrino y su secuela. En los setenta, los estudios de Hollywood todavía no habían sido absorbidos por multinacionales así que había que negociar cada dólar y los rodajes, gracias a que los ejecutivos eran cinéfilos y no economistas, podían alargarse si la película lo merecía.

Apocalypse Now (que se estrenó el verano de 1979, hace justo 40 años) era, según el director de fotografía Vittorio Storaro, “un fresco de la imposición de una cultura sobre otra y de la ilusión que tienen los americanos por convertirlo todo en un espectáculo”: si los soldados reales ponían rock & roll para bombardear poblados vietnamitas, los de la película escuchaban La cabalgata de las valquirias de Wagner. Si el ejército arrasó Vietnam con explosiones de napalm, Coppola rodaría la mayor explosión jamás producida fuera de una guerra. Con 11 millones de dólares de presupuesto (el mismo que La guerra de las galaxias), Apocalypse Now sería el primer blockbuster de arte y ensayo.

Steve McQueen rechazó el papel protagonista, al igual que Al Pacino, Robert Redford y Jack Nicholson. La frustración llevó a Coppola a arrojar sus cinco Oscars por la ventana y, tras volver a colocarlos en su estantería, fichó a Harvey Keitel. Pero a las tres semanas de rodaje se dio cuenta de que su estilo de interpretación no encajaba en un personaje que debía funcionar como espectador pasivo de un viaje al fin del mundo y al alma humana. El sustituto fue Martin Sheen, quien aterrizó en Filipinas en medio de su propia batalla con sus demonios: bebía sin parar, fumaba tres paquetes de tabaco al día y, en una de sus primeras escenas, se derrumbó gritando entre lágrimas. Cuando se miró al espejo y le dio un puñetazo a su reflejo, su brazo se llenó de sangre, pero Coppola indicó que siguieran rodando mientras el actor se desplomaba. Apocalypse Now acababa de empezar. El horror todavía no había llegado.

“Me encanta el olor a napalm por la mañana”.
Teniente coronel Kilgore


En vez de trabajar sobre un guion, Coppola llevaba a todas partes un ejemplar de El corazón de las tinieblas (la novela de Joseph Conrad inadaptable en la que se basa la película) subrayado por él y escribía cada escena durante la noche anterior. La producción tuvo lugar en Filipinas porque su presidente, el dictador Ferdinand Marcos, puso todas las facilidades: a cambio de miles de dólares diarios, podrían utilizar los helicópteros y los pilotos del ejército filipino y bombardear con napalm tantas hectáreas de selva como necesitasen. Pero en varias ocasiones los helicópteros, aún con las cámaras rodando, abandonaban la escena porque tenían que irse a combatir a la guerrilla rebelde filipina.



A Coppola y a sus 900 trabajadores no les quedaba más remedio que esperar de brazos cruzados a que los pilotos aniquilasen a su enemigo y tuviesen a bien regresar al set. A menudo los pilotos que participaban en los ensayos no eran los mismos que después acudían al rodaje, así que había que empezar desde cero cada mañana. Como la propia guerra de Vietnam, este rodaje era la imposición de una cultura sobre otra (los decorados estaban construidos por nativos, explotados por un dólar al día, y uno de ellos falleció sepultado por un bloque) y, como también ocurrió con los charlies, la invasión no resultó tan fácil como los americanos creían.

El tifón Olga asoló Filipinas en mayo de 1976. Aunque Coppola trató de incorporar la lluvia a la película (varios monzones arrasaron Vietnam durante la guerra), este plan resultó impracticable cuando el temporal destrozó varios decorados de la película. Al enterarse, el director reaccionó poniéndose a cocinar pasta mientras escuchaba La bohème, de Puccini. Después de cenar tomó la decisión de paralizar el rodaje durante dos meses. Cuando lo retomó se topó con otra fuerza de la naturaleza: Marlon Brando.

“El horror tiene rostro”.
Coronel Kurtz

Brando apareció con 130 kilos (a pesar de que el guión describía a Kurtz como una criatura mitológica, esbelta y atlética), sin haberse aprendido el guión y sin ninguna intención de compartir escena con Dennis Hopper (quien, para construir su personaje, había pedido 25 gramos de cocaína que salieron del presupuesto de producción). Pero Brando tenía toda la intención de cobrar su sueldo de tres millones de dólares por tres semanas. 



Coppola tuvo que posponer el rodaje otra semana más para leerle en voz alta los diálogos a Brando y preparar juntos las escenas. El director dejó que la estrella improvisase reflexiones filosóficas, bélicas y filántropas en un monólogo de 18 minutos rodado entre sombras a petición del actor, que no quería que su envergadura física distrajese a los espectadores. Y llegó a ponerle a Brando un pinganillo en la oreja para ir recitándole sus frases. Un día, Brando le indicó a Coppola que ya le había utilizado lo suficiente y que si quería más escenas que contratase a otro. Se levantó de su silla, se marchó y no volvió a aparecer por el rodaje.
“Olía a muerte lenta”
Capitán Willard

Mientras esperaba a que Brando estuviera listo, el productor Gray Frederickson empezó a oler a podrido en los decorados del santuario de Kurtz. “Tenéis que deshaceros de las ratas muertas”, le indicó al diseñador de decorados Dean Tavoularis, quien le explicó que estaban ahí a propósito para crear atmósfera. De repente, un atrezzista que pasaba por ahí exclamó “pues ya verás cuando descubras los cadáveres humanos”. Ante la estupefacción del productor le llevaron a una tienda llena de muertos, almacenados a la espera de que Coppola quisiese rodar la llegada de Willard al santuario (donde habría cadáveres colgados de los árboles y esparcidos por el suelo). “Es que va a quedar muy auténtico”, le prometió el diseñador. 

Resulta que el tipo que les proporcionó los cadáveres no trabajaba en un centro de autopsias como había prometido sino que los había robado de sus tumbas, así que la policía paralizó la producción varios días para interrogar a cada uno de sus trabajadores y comprobar que no eran asesinos. Ante la imposibilidad de devolver los cuerpos no identificados a sus tumbas (y la negativa de United Artists a costear sus entierros), nadie sabe o nadie ha querido contar qué hicieron con ellos.


“Todo hombre tiene un punto de ruptura”
General Corman

El 5 de marzo de 1977, cuatro días después de que se cumpliese un año de rodaje, Martin Sheen se despertó a las dos de la madrugada con dolores insoportables en el pecho. El actor salió de su tienda y se arrastró por la carretera agonizando un kilómetro hasta encontrar ayuda. Le estaba dando un infarto. Cuando Coppola se enteró sufrió un ataque epiléptico, pero intentó ocultarle el incidente a United Artists: “Incluso si Martin se muere, no estará muerto hasta que yo lo diga”, advirtió el director. Coppola acumuló una deuda de 30 millones de euros que dejaría a su esposa Eleanor y a sus tres hijos (Gio, de 12 años; Roman, de 10, y Sofia, de 4) en la mendicidad. El suicidio ni siquiera era una opción ya. 

Apocalypse Now, con un presupuesto que hoy sería equiparable al de Venom o San Andreas, había superado a Cleopatra como la película más cara de la historia hasta aquel momento. Durante las seis semanas en las que Sheen estuvo de baja, Coppola rodó planos como recurso, le envió un telegrama a su amigo (y director original del proyecto) George Lucas para felicitarle por el éxito de La guerra de las galaxias y de paso pedirle dinero, y siguió dándole vueltas al final de la película. Como ocurre con la guerra, Coppola sabía cuándo y cómo empezarla (aunque nunca por qué), pero no tenía ni idea de cómo ni cuándo la terminaría. Y por mucho que lo alargase, el final estaría ahí esperándole.

“La posibilidad de perderlo todo
provoca una euforia poderosa”
Eleanor Coppola

La última etapa del rodaje estuvo liderada por un Francis Ford Coppola que pesaba 50 kilos menos que al empezar, en una huida hacia adelante: los trabajadores enfermaban de disentería a diario, el actor que interpretaba a Lance el surfista (Sam Bottoms) aparecía siempre colocado de speed, marihuana o LSD porque todo el equipo se había dado a las juergas nocturnas, los animales salvajes acechaban las tiendas de campaña durante la noche, las asociaciones animalistas denunciaron el sacrificio de un búfalo de agua para el rodaje de la escena final y United Artists pretendía rebajar el seguro de vida de Coppola. Su vida ya no valía tanto como cuando se metió en la empresa Apocalypse Now, pero tenía que terminarla aunque fuese (literalmente) lo último que hiciese. Solo así la inversión quedaría justificada ante sus acreedores. A estar alturas, Coppola ya estaba convencido de que la película sería espantosa. 

Cuando la presentó en el festival de Cannes, donde a pesar de no estar completada acabaría ganando la Palma de Oro, Coppola señaló los paralelismos entre el rodaje y la guerra que retrataba: “Éramos tipos con acceso a demasiado dinero y a demasiados materiales, y poco a poco nos fuimos volviendo locos. Mi película no es sobre Vietnam. Mi película es Vietnam”. 

Apocalypse Now acabó recaudando cinco veces su presupuesto, lo cual salvó a Coppola de la bancarrota aunque se arruinaría definitivamente con Corazonada en 1981. Hoy asegura que todo el dinero que tiene es gracias a su viñedo de Napa, California. “La película ya no es tan rara vista hoy”, reflexiona en 2019 el director, “le ha ocurrido lo que a esas pinturas vanguardistas que con el paso de los años se convierten en estampados para el papel de las paredes”. 

Apocalypse Now tardó tanto en rodarse que, en 1978, El cazador le arrebató el honor de ser la primera película de Hollywood sobre Vietnam. Antes de entregarle el Oscar al director de El cazador, Michael Cimino (quien arruinaría su carrera dos años después, causando además el cierre de United Artists, con La puerta del cielo), Coppola aprovechó para hacer una advertencia sobre Hollywood que fue recibida con sorna: la prensa lo ridiculizó concluyendo que se había vuelto definitivamente loco por culpa del rodaje de Apocalypse Now. ¿Cuál fue la aberración que Coppola se atrevió a profetizar?: "Preparaos, porque la tecnología digital está a punto de cambiar el cine para siempre”.

Extraído del muro de Facebook de
Angie Marengo



3 de septiembre de 2019

La cinética del origen


Se trata de la re elaboración de una crítica escrita 
en 2014 y que hoy acompaña a cuatro obras de 
nuestro artista plástico Roberto Feldman Form de 
camino a una galería en Uruguay.

"No sabemos dónde nacen los artistas, en cuál lugar del Universo, y aunque hurguemos en sus existencias, poco dirán que nos ayude a comprender la naturaleza que los define. Excluye esta reflexión a los pintores que abundan en la contemporaneidad. Hay pocos artistas, pero él es uno de ellos. 

Por suerte, la obra es vasta y cosmológicamente generosa, habitada por un amor genitivo que atraviesa enormes cantidades de tiempo, desde el Comienzo y hasta el fin de las edades, y así nos alivia la tarea intelectual de descubrirlo. Recorrer su obra completa es una invitación osada a mirar el cosmos a través de sus ojos. 

Y luego de ese impacto profundo y energético que nos provoca es que, suspendido en alguna nebulosa distante, observamos la totalidad. Mundos paralelos, agujeros negros y, a la vez, blancos, mosaicos de luz, sistemas solares completos, geómetras oculares, Roff descubre el aljibe en el patio trasero del Paraíso.

Y descubrimos que es matriz y cigota solar, la Flor de la Vida para los místicos, incepción que siendo el mapa del Comienzo, es también ovario del origen, mitocondria y gen; la idea del ciclo sideral en la construcción del ser y la revolución, y una tras otra, pero no vista como una anomalía unidireccional e inevitable del tiempo, sino como una necesidad vital del crecimiento universal.

Y detrás del caos de la eclosión primigenia y el ataque de plasma yacen los planos de la existencia, extendidos como océanos paralelos. Los verdes del núcleo mitocondrial expanden en azules, recordando las temperaturas inhumanas del origen, más tarde expresadas en rojos candentes y, ahora sí, comprensibles para la mente, y que auguran natividad y epicentro de las edades. Pero la suma de ciclos orbitales, la cocción de átomos o de sistemas solares, no explican el paradigma celular, aunque lo confirman más allá de toda duda.

Nos preguntaremos, entonces, si las expresiones del arte adeudan o al autor o al público, porque estamos aquí, apenas seres vivientes, quienes completaremos esa manifestación bidimensional enmarcada en el cosmos según nuestras profundidades o nuestras frivolidades. Y es la vida íntegra la que en una obra ve un espejo de la existencia. Y esa actitud especular nos dice lo siguiente: es lo que veo, más lo que siento, frente a lo que la obra me dice, y la comprensión posterior, siempre intelectual, nos invita a mirarla nuevamente para entonces especular sus lecturas cognitivas, todas ellas posibles, y que parpadean entre distintas preferencias simbólicas. Así descubrimos que la obra nos observa a nosotros.


Es la vida cuando mira a contraluz, capacidad sensorial del mundo onírico revelado en la vigilia. Y en ese titubear del pensamiento lúcido es que advertimos la tridimensionalidad del ser, de la obra y de su autor, la misma cualidad sobresaliente de quienes destacan por sobre el común del género. Aunque afirmen lo contrario, el hombre es bidimensional desde su origen, y el tercer valor debe ganarlo en su corta existencia: se trata del valor restante, la profundidad, y aunque no en todos los miembros del género nace, vive en él como un gen. 

Quizá la ambigüedad de esta obra, entre sistema solar, estallido primigenio o matriz femenina, no es intención del artista, sino el acierto: es el alma sabia la que se revela en su antigüedad. De subvertir el resultado es que nacen respuestas a otras preguntas. Los genes del hombre yacían en los planos de la existencia, habitaban el Sol apenas después del Inicio. Y como el código genético, no fue un accidente sino un deseo de la Creación. 

Pero esa traslación de estado es estática sólo para el hombre ordinario, y aunque recuerda la mansedumbre con que los astros se mueven por la bóveda celeste, incluso la multiplicación infinita de todas ellas es, para el creador, apenas una chispa en la Eternidad. Por ende, en la obra de Roff descubriremos la vasta y vaga acumulación del tiempo, recordando la frase de Borges sobre Bradbury. 

"El hombre existe para llenar el Universo de arte", dijo una vez el hipercreativo Guillermo Didiego, pequeña vanidad que desde su intachable subjetividad sólo el artista puede acertar y aceptar. Incluso para observar y comprender el tiempo humano y universal –y acaso para dejarle una huella profunda–, hay que proceder como un dios".

Rigel



copyright®2019 por Carlos Rigel

1 de septiembre de 2019

Islas de fuego

Omar Cao (1948-2019)

Lo que nos hiere nos autodefine. Así mismo asisto a la despedida final del poeta matancero Omar Cao junto a su familia y amigos en el Jardín de los Ceibos. El fin elegido para el escritor es el fuego, las cenizas, dignatario del Valhalla, pero más aún de "La nave de los locos y diferentes" en la tradición tehuelche.

La mañana es fría y demasiado clara como para soportar el rugido de los extractores de calor que emanan del horno desde que comienza su labor. No todos nos hemos ganado el fuego y aquí, hoy, es el elemento restante a una obra que ahora es más grande que su propio esculpidor. De hecho, la sobrevive. Así debe ser. “Las almas de todos los hombres son inmortales, pero las almas de los justos son inmortales y divinas”, dice Sócrates. Yo creo que Cao, además de poeta, fue un justo, un desobediente, un nada funcional, otro "Almafuerte" hecho de cieno, letra, mate y vino tinto. Sobran las conclusiones emanadas y aunque no lo conocí personalmente sé de su labor de medio siglo.

Hay quien elige honrar los huesos y una lápida que, al fin, será olvidada en el cenotafio de un océano humano interminable; hay quien elige conservar las cenizas; otros esparcirlas al viento o al mar y honrar los recuerdos hasta que un día el tiempo los disuelva; otros, conservar la osamenta y vivir el duelo con forma de ramos marchitos de una liturgia frente a un nicho que nada dice de grandezas o bondades. Pero el dolor siempre está. Lo siento en las palabras que intentan el raciocinio de la poeta Anahí Cao, su hija, mientras ordena sus sentimientos.

Por suerte, aquí hay una obra que transmuta el rumor ígneo de las llamas en poesía y, así, el dolor hiere menos. La reunión pasea la espera alrededor del horno del fin por caminos de césped y piedras que crujen mientras los versos de un libro elegido para su lectura saludan al parque. Continuidad de los parques titula Cortazar a uno de sus cuentos famosos, que hasta me parece adecuado al momento, y el Sol por suerte entibia el paseo hasta que el fuego cumpla su destino. 

Pero la muerte de Cao desnuda de nuevo rencillas, evasiones, desapariciones inexplicables, agujeros negros de los cuales se me pide no escribir. Nada que no sepa. Ya hablé de las “islas” matanceras, las islas y los “quiosquitos” en palabras de Víctor Cuello. La Matanza no tiene arreglo. No queda más que vivir y morir alienados en una tierra desconocida y todavía inconquistada que no ama a sus habitantes ni honra a su propia cultura y menos se preocupa por ella. Precede a cada figura su ideología partidaria y eso es mierda, pero es la mierda de moda en estas épocas de ganada oscuridad. Concluyo que se debe leer a Borges o a Mujica Lainez o a Sarmiento a escondidas, no sea que les deba reconocer que escribían bien. 

Escribe Shaw, "Cada hombre haga lo que vino a hacer y cumpla con su obra. Cuando me muera, que el deudor sea Dios y no yo". Parta con nuestra gratitud, Sr. Omar Cao, su obra está completa. Pero como a la muerte de Pedro Chappa, quedan menos certezas para vivir que desalientos para metabolizar. Incluso el dolor se irá y no quedará nada excepto su poderosa obra poética. Las llamas no la alcanzarán. Ahora son viento. Las cenizas yacen en la urna. Todo terminó. O todo comenzó. Hay que merecerse el fuego, eso no es para cualquiera. La poesía tampoco.

Rigel


Copyright®2019 por Rigel