21 de diciembre de 2013

La máquina de premios


Una vez escribí, casi con ingenuidad, que "una editorial 
no es una extensión filantrópica del arte".
Pero veamos los números, quizás es peor de 
lo que parece. 


El taxi vuela por Avda. Santa Fe con Gustavo Nielsen y yo abordo, expectantes del tráfico demencial de las cuatro de la tarde, el auto pica, frena, volantea y acelera. Gustavo llega tarde a un café con un amigo o un empresario, no recuerdo. Y a la ligera, me cuenta los pormenores de la expulsión del patrimonio editorial de Juan Forn (ese otro gigante de la narrativa nacional) desde que denunciara un certamen literario fraudulento del que había sido listado como jurado de preselección. Y hasta Gustavo me impone "Ya sé, vos dirás, ¿y qué tiene que ver todo esto con la literatura?... Nada". Casi divertido, agrega. "No tenemos nada que ver con todo eso... Somos trabajadores de la escritura".

Pero analicemos el contenido de estas patrañas y sus orígenes que llevaron a un juicio poco difundido por Clarín. Para eso, es necesario primero conocer el funcionamiento regular del aparato editorial que promueve esas estafas. Planeta, por ejemplo, edita entre quince y hasta veinte títulos por mes. De cada uno fabrica cinco mil ejemplares a un costo de imprenta de unos 12 pesos cada pieza, sumando en total, digamos, de unos 60 mil pesos por cada obra en cantidad, que luego de multiplicarlo por 15 títulos arroja un volumen total de 900 mil pesos por mes. No es difícil concluir que la operación engloba un volumen total de casi 11 millones de pesos anuales de costo a un promedio de ciento ochenta novedades editoriales al año. Esto explica el ingreso al mercado de unos 75 mil ejemplares al mes de autores diversos a través de las bocas de comercio, las librerías –aproximadamente unos novecientos mil ejemplares al año– que a un promedio de venta al consumidor de cien pesos por ejemplar representan un valor, digamos, de noventa millones de pesos en el mercado nacional al año y que pueden ascender a un techo de ciento veinte millones de pesos. Pero, claro, no todas son ventas. Se trata de una operación de riesgo cuyas ventas totales pueden ascender al 30 o 40 por ciento. El resto sale de oferta para recuperar los costos de producción. La pregunta es, en cuánto participan los autores en ese volumen de dinero, y la respuesta es la siguiente: Si el autor es de prestigio, con capacidad de negociar, imponer los derechos de autor, entre un 10 y un 15 por ciento del texto que lo involucra. Pero si no tiene ese reconocimiento, esa fama, esa autoridad, entonces no participa en nada. 

La distribución la conocemos, es propia del sello y con un fuerte aparato publicitario inspirado y promovido por el márquetin. De allí la oferta al comerciante, el librero: Planeta le permite márgenes de ganancia por ejemplar vendido de hasta el 60 por ciento, muy por encima de los márgenes de ganancia de otros sellos editores, lo que motiva al comerciante a ceder el mejor puesto de su vidriera a las novedades editoriales del sello en cuestión. Opera allí la conveniencia. Por ese motivo, también, el sello reclama la delantera de la vidriera y los mejores puestos para su nómina de objetos. En gran medida, se trata de autores desconocidos, en muchos casos proyectos de autores españoles, y aventura como sello editor un recupero del costo, probablemente con márgenes ajustados de ganancia, pero sin pérdidas jamás en el volumen anual de invadir el mercado con 900 mil ejemplares anuales. 

Claro es, esos autores involucrados nunca se atreverán a reclamar los derechos de autor que, en todo este juego de fenicios, esta feria de cambistas en las escaleras del Sanhedrín hebreo, han quedado sepultados por los números y la logística. La oportunidad, el sueño, de proyectarse al mercado con un best-seller amerita sacrificar ilusiones y derechos, cobros concretamente. No cuentan y, por lo general, no cobran. Es el juego editorial y en el paradigma comercial de astucias, ofertas, volúmenes y contrastucias, no alteran al producto, no son parte en la ecuación macro, porque "si no son ellos, serán otros" los autores beneficiados con la apuesta. Autores sobran. Se trata de jugar el sueño, pero nadie les aclaró a los narradores que no se trata del sueño de ellos, la ilusión de trascender, sino de cerrar el balance anual del sello editor construido a partir de sus ilusiones. No importan los autores, sino sus sueños. El sello editor lo sabe y cuenta con ello. 

Es conocido que, por defecto, el editor le aplica a todo autor el criterio comercial corriente "si tenes tres mil lectores, te editamos" que es cuando el narrador se pregunta "Pero, si no edito, ¿cómo diablos voy a construir un público lector?". De nuevo el huevo o la gallina. Para construir un público de lectores, el narrador primero debe erguirse como escritor y eso conlleva años de trabajo y de manera paralela ocuparse de la edificación de ese público seguidor. Es algo así como acertar a las tres cifras en la quiniela, pero no hay otra vía. Del intento de evasión, de la busca de caminos alternativos, surgen las porquerías y los operativos fraudulentos. Y para ser honestos, cuentan con la avaricia del autor mediocre, porque si no lo fuera, no aceptaría la propuesta. 

Luego de tres meses el sello recupera el material excedente no vendido por el comercio, y lo introducen de oferta en las ferias de la Avenida Corrientes con un recupero bajo, digamos, 4 pesos el ejemplar, o incluso menos, negociado todo este volumen por "kilos" o "toneladas" de cosas. Veremos entonces a los operarios de distribución tirar por el aire los bultos en el pasamanos del camión a la vereda, como si fueran ladrillos, que hasta a veces ruedan por el suelo o caen heridos de muerte, machucados, insalvables. 

Pero cuando el editor acierta con un título, cuando un autor se destaca, producen cien mil ejemplares. Y reeditan, quizás, hasta sesenta mil más. Entonces recuperan millones. La política editorial implementada en los '90, y aún vigente, nació de invertir el proceso y con la rueda dada vuelta asegurarse un destacado anual, un best-seller, y cubrir el amplio espectro de éxitos editoriales que soporten la experimentación de noveles sin poner en riesgo, como empresa, ni un centavo de sus bolsillos.

El famoso y desprestigiado "Premio Planeta de novela", precisamente, nació de subvertir las cuentas y la logística, y de asegurarse un ganador antes del concurso. El procedimiento era así: En una mesa de una oficina a puertas cerradas convocaban al autor, que podía ser conocido o en vías de crecimiento, y le ofrecían un contrato: "No cobras ni un centavo del premio (eso es para los giles), pero disponés de todo el aparato comercial del sello en la apuesta a tu éxito. Para el mercado, serás un ganador". Lo que el autor en cuestión debía evaluar era la conveniencia de ese aparato en la oferta de fama rápida para empujar la promoción personal, aun resignando la cuantía del premio. Era la pantalla necesaria para cerrar el negocio y promover el éxito del balance anual del sello con márgenes favorables y, además, los beneficios secundarios para el autor de un prestigio artificial forzado por la publicidad, no necesariamente por el mérito literario. 

El apéndice de la estafa dice, además, que debe asegurarse la continuidad del negocio: Escritores en vías de desarrollo son observados a través del material que presentan, pero no cómo posibles partícipes a incluir en la nómina de autores exitosos, sino como contribuyentes al reflujo permanente de ideas novedosas a tener en cuenta para el plagio. Ya diremos el por qué de este detalle menor.

En el caso de los autores seniors de proyección urbana o nacional, se conmutaban los derechos de autor anticipados por el supuesto "pago del premio", un eufemismo, bajo el formato de anticipos de dinero por contrato, promoción favorable que sólo pudo beneficiar a aquellos que se habían ocupado previamente de construir un público lector. El concurso jamás existió. Lo que más tarde revela el juicio de Nielsen contra Piglia y Planeta, es que había pagos previos al autor de Plata quemada que luego sería conocido como el "ganador del certamen", incluso antes de la convocatoria pública a participar. En efecto, antes del concurso, Piglia y su obra, eran "los güiner". Así como lo fueron otros autores ganadores del premio. Basta consultar la nómina anual desde sus comienzos para descubrirlos. Todos ellos tranzaron.

La falta de difusión que tuvo el fallo de este juicio de parte de Clarín hacia la conmoción, deja en claro que el periódico optó entre la conveniencia de, o avanzar con el desprestigio de uno de sus anunciantes privilegiados —el Grupo Planetao de investigar el reclamo justo de un autor particular. Entre David y Goliath, prefirieron apostar al gigante corrupto, aún viéndolo caer. Negocios son negocios y frente a los dígitos, poco o nada importa la verdad. Es el mismo diario que paga artículos de colaboradores marginados para cambiarle la autoría por el de uno de los miembros de su elenco estable de pediodistas, cuyos prestigios, aún prestados, prevalecen por sobre la honestidad. A fin de cuentas, Planeta, el Grupo Clarín y Alfaguara santificaron la porquería, y lo siguen haciendo a diario, de allí el operativo del diario de «Aquí nada ha pasado».

Ese es el trato que aún se les dispensa a los autores concursantes, son giles, giles ilusos, porque, inocentes, piensan que detrás de la convocatoria y el aparato, hay un concurso verdadero con jurados de preselección y una mesa de votación por el mejor texto. Esa es la ilusión. Lo doloroso es saber que detrás de este festival de promiscuidad comercial están los autores universales, reconocidos y prestigiosos, probablemente de la nómina del mismo sello, que aceptaban por unos pesos involucrar sus nombres en la entrega de un galardón fraudulento. Por eso mismo quedaron afectados autores famosos como miembros de jurados en diversos certámenes salpicados por la porquería. Entre ellos, Tomás Eloy Martínez y otros. El premio jamás existió. El material recibido de los concursantes entró en la industria papelera de reciclado de pulpa sin haber sido tocado, excepto en el caso de los "recomendados", lo que abre otro capítulo para analizar.

Pero en cuanto al autor involucrado en el operativo comercial, la estafa social, diría, resta un detalle ominoso: El contrato que, para el caso, no sólo trata de la sesión de derechos de la obra por 10 y hasta 15 años, sino el compromiso de presentar un título nuevo cada 6 meses, sopena de escarmiento al autor por incumplir con sus deberes. Así se promueve la otra parte de la estafa, cuando autores mediocres deben incluirse en el operativo del robo de material ajeno, aportado a veces por el mismo sello, bajo la forma de carpetas, material anillado, CDs., extraídos de los mismos certámenes. Toman la obra de un autor desconocido, un 'gil' del concurso, y se inspiran en ella, la cambian, la adecuan, como propia y hasta la registran. A veces los "autores" ni siquiera saben del contenido del volumen, como el caso de Jorge Bucai, porque el texto nació de un ghostwriter, un autor secreto y fantasma que es quien escribe el texto. Y así cumplen con el contrato. Y ¿de dónde sale ese material cuasi-anónimo reinventado? Es simple, de los "recomendados" en los certámenes. 

El noventa y cinco por ciento del material presentado a concurso es basura y no justifica evaluarlo, es cierto, pero el cinco por ciento restante participará del reflujo de títulos que aparecerá en el mercado como novedades originales plagiados de los autores sujetos a contrato con el material concursado por autores desconocidos. Así se sustenta la fama ofertada por los sellos editores. Si dichos autores no disponen de ideas para mantener el flujo constante de títulos reclamado por el mercado y regulado por el contrato con el sello editor, digamos, la sociedad misma, los cientos de concursantes, se las aportarán con la contribución voluntaria anual de anónimos ilusos, material en poder del mismo sello. Como se observa, es un negocio redondo. Nada se pierde y todo se transforma.

Luego, para desencanto de los autores marginales, veremos temas y textos editados sospechosamente similares al material presentado en certámenes de convocatoria abierta. Recordemos que para ganar un juicio por plagio, la normativa jurídica dice que el material debe tener un cincuenta por ciento de similitud. En otras palabras, para un autor acuciado por el vencimiento del plazo acordado en el contrato, quien recibe o cuenta en su poder de un CD de un gil concursante, representa un mes de trabajo. Un mes para plagiar a un autor desconocido, un iluso concursante que acaso presentó su mejor idea, su mejor escrito, con todas las ilusiones. Y si hay reclamos, se va a juicio. También recordemos que, para el caso de un juicio por plagio, no cuenta la palabra de un autor reconocido contra la palabra de un autor desconocido, sino los porcentajes de copia. Ellos hablan. Pero, un detalle mínimo, así destruyen el prestigio, la ética, del escritor involucrado en el robo.

Cómo políticos de nuestro congreso o secretarías o ministerios, ningún autor favorecido por este sistema perfecto de engaño apuntará su dedo acusador contra los organizadores y promotores de la estafa, precisamente, por temor de que el dedo editorial los apunte a ellos, además de ser expulsado de la nómina, como le ocurrió a Juan Forn –y al propio Nielsen– al no prestarse al juego de engaños y triquiñuelas de un premio literario falso de nacimiento, al cual Forn debía preseleccionar. 

Lo que dijo nuestro autor en aquella oportunidad, por vergüenza ajena y antes del fallo del jurado, fue que "si el premio lo gana Fulano, es fraudulento", noticia pública que originó la corrida editorial para reunir un jurado de preselección de urgencia y sentarse a evaluar el material presentado por cientos de concursantes para buscar a otro ganador, diferente del anunciado, pero sólo para evadir la difamación comercial, no porque fueran éticos ni les interesara saber cuál era la mejor obra o quién el mejor novelista, porque el supuesto premio es el soporte publicitario que emplea el editor con un libro en programa de edición, y lo hace para asegurarse las ventas al momento de la distribución. Lo mismo hizo TeLeFe hace años con la promoción de Bandana: Generar un concurso que las diera como ganadoras para luego decir "Estas son las mejores".

Al 'Premio Planeta de novela' le sobrevino el desprestigio total, pero no se trata de sospechas -no hay que concederles ese beneficio- sino de evidencias. Uno de los últimos manotazos de ahogado del sello editor y sus secuaces fue premiar (otro eufemismo) a Martín Caparrós, requisito previo para delegarle el manejo del concurso con sus conocidos operativos mediáticos de Montoneros S.A. El procedimiento en la oportunidad para "elegir al mejor" ya lo conocemos. Pero el nombre de la convocatoria es hoy mala palabra, tanto que más tarde inauguran el desparecido premio de novela 'Planeta y Casa de las Américas' con un resultado previsible, porque no cambiaron la concepción de los negocios, y eso no se arregla con más premios. Cien mil pesos de pago por el premio al año, de noventa millones de ganancias, son migajas; el doble también. Pero no se trata de dinero, es la naturaleza basura del negocio donde el peón que estiba bultos cobra mejor que el autor. 

No son canastos de pan tibio en el ascenso de la mañana, porque no hablamos de libros en el sentido afectivo, sino de objetos de interés social y previsibles de ser controlados comercialmente, como celulares o zapatillas o papas, y como tales son tratados. Los autores son un nombre en la cubierta. La maquina funciona perfecta a menos que alguien descubra la porquería, y Nielsen la descubrió. Ese fue El fin de la historia de Fukuyama, la irrupción de los grupos españoles de compra por Argentina en los '90, cuando rifábamos empresas y medios, la globalización de los mercados, verso trágico iniciado por el menemismo y continuada por el actual gobierno, porque también se nutre de ese mismo sistema perverso: Se le fueron abiertas las puertas a capitales que no eran más que mesas de dinero con directorios, vocales, síndicos y presentaciones ante la oficina de Inspección General de Justicia. 

Los autores pueden ser ingeniosos o imbéciles, no importan en la ecuación. Recordando la conversación con Gustavo en el taxi por Avda. Santa Fe, la pregunta que resta es ¿dónde quedó la narrativa? ¿Dónde quedó el tema, el estilo, el nuevo Balzac, dónde el Sartre de este tiempo? 

No hay apuesta a futuro para con los autores noveles ni riesgo alguno para la editorial. El mismo Edgardo Lois, autor del Grupo Boedo, decía al respecto: "Si tranzás con todo eso, no podés ser un buen tipo". La literatura no reside allí y hay que recordarle a los autores jóvenes que están solos. Para quienes miran de lejos, el mantenerse al margen de la fuerza centrípeta de esta máquina destructora de autores sigue siendo la alternativa, y también el construir y cuidar su propia nómina de lectores; y de ser posible, incrementarla. Pero frente al paradigma de un capitalismo caníbal que no advierte el arte sino los dígitos resultantes, a no ser que sean Nielsens, ser independiente es lo mejor que les puede ocurrir.



Copyright@2013 por Carlos Rigel