18 de enero de 2023

Perro criollo

 Las tintascrudas de Rigel




Nos tratan como a perros. Nos tiran un hueso y los restos del almuerzo rejuntado de platos de una mesa amplia y movemos la cola, dichosos de tanto beneplácito, de tan abundantes sobras, de las atenciones siempre a horario. Se nota en los ojos y el hocico lengüetal que saborear aire plagado de condimentos y cociendas magistrales del menú ajeno. 

Aprendimos hace mucho a ser pacientes y a esperar nuestro turnosiempre alegres y presentes, a  no molestar con exigencias indebidas a los dueños mientras comen y la tertulia nos ignora.Aprendimos hace mucho a ser pacientes y a esperar nuestro turno siempre alegres y presentes, a  no molestar con exigencias indebidas a los dueños mientras comen y la tertulia nos ignora.

Acostumbrados a pelear en la vereda por migajas con los vecinos atrevidos que se acercan a husmear y querer robarnos las atenciones que nos merecemos por ladrar al cartero, a los cáusticos evangelistas de Illinois o de Texas de corbata negra, al pibe de la factura de electricidad y a Testigos de Jehová, tenemos derecho legítimo a defender a colmillo pelado la mezcla impresentable que derrama o en el piso o en el tupper roto del año pasado. O tal vez una hoja de diario. Y al fin nos abalanzamos conformes y prestos sobre ese desparramo que nadie quiere, los restos mutilados de quienes hasta miran con cierto asco el plato del final luego de la satisfacción de llenarse el estómago y saturar el paladar con sabores calculados. Eso es lo nuestro. 

Hasta en La Biblia se nos tiene presente. Y basta una caricia cada dos o tres años para desatar nuestro fervor por tanta lealtad. Mataríamos por una caricia de nuestros dueños. "Arrasaríamos el mundo", como dice Cómodo. Porque ellos son los mejores y no los cambiaríamos ni por mil platos de sobras del mediodía o el mejor Dog-Chow que pudiera existir. No.

Y nos pasean en sus autos como parte indivisible de la familia, al viento de la  tarde raudo que entra por la ventanilla, en viajes largos e indecisos por caminos desconocidos donde cantidad de árboles y follaje anuncian orinadas inolvidables y libre de intrusos ideal para marcar el territorio. Y nos bajan, nos alejan y corren, suben y se van. Seguramente se olvidaron de nosotros. Un accidente perfectamente explicable. Y es honorable esperarlos hasta que regresen en pocos minutos cuando se den cuenta de nuestra ausencia. Lo notarán.

El regreso será una fiesta de alegría. O será mañana cuando se den cuenta. O el mes que viene. O dentro de diez años. Porque nuestros dueños son los mejores y no los cambiaríamos ni por mil árboles.

No.


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15 de enero de 2023

El robo del monarca

Las tintascrudas de Rigel

Pocos lo recordarán. Hace unos 36 o 37 años unos pibes jugaban a la pelota en el parque frente a la torre de los ingleses, en Retiro. Como sabemos, gritos, órdenes lacónicas y voces imperativas a la par de los pelotazos que van y que vienen quebrados por los cruces de piernas y los cuerpos en el aire de la tarde porteña. ¡Acá!, ¡Uh!, ¡Dale!, ¡Tomá! Todos se lucen aguerridos y flexibles. Pero la pelota sale de los límites previstos y la recibe un comedido de paso por allí, o acaso convocado por el mismo juego de corridas, robos y caídas.

Como sabemos que le corresponde a todo aficionado solidario en un deporte de caballeros, se espera un acto de compromiso del extraño en devolverla al juego. Pero no. La retrae y la empeina muy lejos de la intención calculada. Los pibes, menos que reclamarla de regreso, primero se deslumbran con el toque aéreo y mágico de la pelota que cuelga del aire; luego se impacientan. El balón va del empeine al hombro, rebota, baja y vuelve a subir sin tocar el suelo.

Tal vez dos o tres pibes se acercan para recordarle con su presencia que la pelota es de ellos y el juego está suspendido hasta su reintegro correspondiente al campo. Pero tampoco. Parece haberse apropiado de la voluntad del balón, hipnotizado por un extraño de paso por allí. 

Pero ¿quién se cree que es? 

De pronto la esfera muerde el suelo aplastado bajo el calzado y espera desafiante a los dos o tres pibes que la reclaman. Es un desafío para valientes. Va uno, prolonga el pié, pero el balón lo esquiva con gambeteos prolijos. Se suma otro y tampoco alcanza en el cruce de piernas y calzados.

Entonces van todos los que esperaban estupefactos la restitución. El partido parece suspendido por falta de pelota. Uno de la tribuna que pasaba por allí esa tarde se la apropió y no piensa devolverla a menos que se la quiten; se la quiere robar. Es una pelea de perros con textura de piernas y patadas. Y no. Pero el gigante extraño que lucha por retenerla, al fin pierde el equilibrio, lo empujan y va al suelo, vencido por el ataque formidable de la escuadra sin color definido. Y estallan las risas con los jadeos al sol cuando logran quitársela.

Algunos yacen en el suelo al lado o sobre el cuerpo del titán derrotado que todavía ríe con ellos. Algunos suponen quién es; otros no, pero yace vencido. La pelota es de ellos.

Todavía no saben que, de visita por Buenos Aires, "O rei" Pelé, ha jugado esa tarde con ellos.


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