19 de octubre de 2010

¡Show can go on!


La misma cultura enferma que
homenajea a John Lennon en New York
a 70 años de su nacimiento,
es la que le disparó.

Cuando asesinaron a Lennon privaban a una generación completa de un símbolo, una escarapela poética, una rima atónica que merecía cruzar a la siguiente generación. Enfermos como son, ni siquiera fueron capaces de parar la pelota y entregarse a la meditación de lo hecho, de lo vivido y sus consecuencias en el porvenir; el mea culpa que les corresponde como resumen de décadas destinadas a la muerte, a la tortura y a la soberbia institucional que los caracteriza. ¿Por qué mejor no intentó dispararle al presidente, o a Jim Morrison? Risas, lágrimas y cerveza, discursos, banderas e himnos son parte del show que a diario nos venden, y que ahora viene con la factura por la crisis económica que viven los EEUU y que terminaremos pagando los países del Tercer Mundo. "Te prestamos cien, nos devolvés mil".
John Lennon hoy es asesinado de nuevo en Irak, en Afganistán, en Guantánamo. Es el Coliseo de New York. Transmite en vivo CNN en español para el resto de hispanilandia. El paquete viene entero, sin desagregados y hay que aceptarlo así como viene. Quizá pronto salga a la venta el cidí con los disparos de Chapman y los últimos suspiros de agonía de John con el bonus de los lentes cuando se quiebran y saltan en pedazos por el aire para finalizar una obra maestra completa más del terror; tal vez de regalo le agreguen una réplica en miniatura de los lentes tan astillados y muertos como el ex Beatle. Chapman también es un emblema, un arquetipo perfectamente estadounidense. No estamos hablando de un Frankenstein o de un Drácula o un Capitán América, no, ya que son menos una fantasía poética que un esperpento humano, sino de un fenotipo perteneciente al mismo catálogo de fenómenos que George Bush o Charles Manson o David Koresh. Ninguno de ellos emprende una revolución en sí misma, sino un espectáculo estupefacto. Un asesinato por ejemplo, o destacado e histórico o numeroso y mediático. "Porque te amo (o te odio), te disparo; porque me sos indiferente (o porque quiero tu libertad), te disparo. Siempre te disparo." La felicidad es un revolver ardiente, escribía el mismo Lennon en una de sus canciones últimas y famosas, recibida como una licencia para su matador.
Somos espectadores de entrada con abono al show de crimen y pasión que ellos ponen en escena. El acto debe continuar; aún cuando trate de una pandemia apocalíptica, debe seguir. Sólo hay que comprarles el cidí.


3 de octubre de 2010

Un fragmento de la novela "Diario del Fin"



Comparto con mis pocos lectores un pedazo de
un cuento comenzado en 2003, recientemente terminado
como novela, paradigma de la subjetividad literaria que
no pretende destronar la metáfora de Faulkner
aunque la hiera de muerte.


«Estoy allí de pie en la vereda, viéndola partir de regreso a Junta Nostra, viéndola incluirse en una muchedumbre que parece absorberla indiferente, como el suelo a un líquido. Y de pronto me embarga una pesadumbre inexplicable y dolorosa cuando la veo alejarse. No la volveré a ver, me digo, porque sé que se extinguirá. Y aunque la veo presente en el futuro distante, eso mismo me confunde y también me lastima porque aún cuando sé que volveré a verla en mucho tiempo, no la reconoceré. Nada. Fue mejor conocerla ahora, pienso, porque será como verla sin sentirla. Nada y una colmena. Diez millones de almas o una sola. Y la nada. Algunas velas dispersas aquí y más allá camino hacia el hígado enfermo de la ciudad auguran la pronta coronación de un reino fugaz. Ella cruza resoluta Fortafalda en dirección a La Yarca, observando intermitente el suelo y la nada. Espadas láser cortan el aire desde el suelo con movimientos imperceptibles mientras se acercan o se alejan o se cruzan, trazando una figura caprichosa en el cielo, reflejo terrenal de los cientos de anomalías que caminan. No puedo más que seguirlas con la videncia hasta que se desvanecen a quizás treinta metros de altura.

Durante nuestro café el cielo se ha teñido de gris con diminutos toques de plomo aquí y allá de un pincel indeciso en un artista tímido y sin ideas para inaugurar una obra. Nubes musculosas y pálidas diseñan tormentas como la plaga faltante del Antiguo Testamento; el cielo sueña que unifica fuerzas para la siguiente tempestad, el monstruo duerme, sueña que siendo pesadilla se desmorona sobre la tierra con el peso de un océano. Como un lenguaje prehistórico todavía vigente que a diario envía mensajes y telegramas pero que un día vuelca y cae entero como una novela tejida en el cielo. O quizá un capítulo. O apenas una página en el diario del mundo, o quizá menos, apenas un episodio, una palabra, una letra. Es tan inmenso como la colmena que pasa a ras del suelo en oleajes dubitativos o decididos, rumbo al éxito y al fracaso. Una página por miembro, una por unidad. Un escrito de seis mil millones de episodios y cada uno dividido en momentos como este, cuando la veo a ella teñirse de comunidad en movimiento, yendo a alguna parte o volviendo de ella, la cabellera ondulando y golpeando las paredes de sus hombros, como el mar que nunca se cansa y que también sueña en cada reflujo cubrir, dominar, unificar la tierra para siempre con su propio lenguaje oceánico. Carabela tragada al fin por el horizonte masificado de la urbanidad, el mar la cubre, se la lleva rumbo a otra costa. Océano y cielo, pragmática geológica de la incesante, inagotable, corriente humana. Ya no la veo, me digo, aunque si lo deseara podría ver a través de sus ojos, hacerlos míos por un breve instante o por un largo instante, intromisión que ella detectaría de inmediato y que seguramente me reprocharía más tarde, como a quien revisa sin permiso nuestras pertenencias más íntimas. Pero de pronto, lejana, reaparece una astilla del saco cuadrillé que ahora se ha fundido en un gris neutro aunque vibrante, acaso por el muaré de la distancia, y todavía reconozco su cabellera agitada entre la multitud saludándome como un pañuelo desde la distancia en un ejercicio histérico de reconocimiento e identificación; como si el cielo descendiente quisiera ocultar una frase garabateada y secreta en el oleaje lateral de sus pliegues flameados y golpeados por la misma tempestad que baja con las nubes. Y de pronto, bruscamente, el artista que diseña este día ahora sí encuentra la primer pincelada vigorosa y definida para comenzar la obra monumental de una ciudad sin marcos que la contenga, libre al fin, pero sin ella; sin Punalúa. Nube, tormenta y distancia, ella es todos, la obra comienza. Hasta que al final la pierdo de vista. La carabela se fue. Fin de la despedida».


Fragmento del cap. XXXII, 1ra. parte 
Diario del Fin, 2010