Con motivo del reclamo de María Rachid y
promovido por la Dip. Diana Conti (FPV), acerca de
una pensión de 8.000 pesos para travestis y
transexuales, voy a recordar un texto, "El círculo sin eje",
escrito en 2004 y publicado en el volumen tardío
"Una metáfora tóxica" (2013) y que alude
a otro sector social prioritario –sino previo–
por el abandono aberrante de vivir librado
a su suerte.
"Aceptarse como escritor en Latinoamérica
no es dejar de ser un pobre diablo, porque ser escritor en Latinoamérica es no
tener ni para el café. Recordemos al novelista
peruano Manuel Scorza mientras le reclamaba los derechos de autor a una editorial
de su país y se presenta con un papel en la mano en un congreso o político o
cultural, tal vez en 1982 o 1983, durante el
discurso inaugural. Y a micrófono abierto
el presidente dice:
—Es un honor para nosotros tener aquí al gran novelista Manuel Scorza. ¿Qué mensaje nos trae, señor Scorza?
Y él le responde:
—Señor presidente yo no traigo un mensaje, traigo una factura.
La situación es representativa de una realidad que se extiende desde el Río Grande hasta la Antártida. Del Pacífico al Atlántico. Y a menudo nos encontraremos con ilustrados y burócratas no bien nacidos para quienes esto resulta explicable y hasta razonable.
Dicen que en los '60 ir de visita o a comer a la casa de Sábato, era llevar todo. La cena y hasta el café. Después le rinden honores y lo condecoran y lo enaltecen como implícito embajador itinerante de nuestra cultura frente al mundo, pero no le dan ni para el mate de las cuatro.
Recordaba también Elsie Alvarado de Ricord, Directora de la Academia Panameña de la Lengua, durante la conferencia Conciencia y expresión poética de la clase obrera panameña (Panamá, 2003) que uno de sus poetas, Demetrio Herrera Sevillano, no sólo había vivido en condiciones lamentables, sino que había muerto en la pobreza extrema. Ahora, bien, Panamá es un país pequeño y, según les escucho decir, pobre, tan pobre que no tiene clase media, pero Argentina, por ejemplo, ¿qué justificación tiene para abandonar a sus intelectuales? ¿Por qué?, si ellos gustan de lo que hacen. La conclusión inmediata sería algo así como que un diputado, un fiscal o un senador trabaja y cobra... pero a disgusto. Un intelectual, un escritor, ante todo piensa, y pensar no cuesta nada. Es gratis.
Digamos entonces, para
resumir el pensamiento de esta época, que un intelectual tiene la obligación de
estar lúcido, creativo y presto a cualquier pedido. Tiene la obligación también
de contar siempre con un traje en condiciones, con peluquero y manicura, con
sombrero si hace calor, y con
pañuelo y sobretodo si hace frío. Tiene
la obligación de conocer el contenido del último volumen publicado por un
perfecto imbécil, la obligación de poseer toda clase de diccionarios, obras
completas universales, enciclopedias y textos lujosos muy por encima de cuanto
su bolsillo puede gastar. Tiene el deber de contar con todos los libros de
autores importantes de su país, pero también de contar al menos con un volumen
de cada escritor del mundo en los últimos cuatro o cinco mil años de la
humanidad. Tiene la obligación de leer las mil doscientas páginas en cuerpo
cinco de la Biblia protestante y la católica, ambas, y todos los libros de
religión del mundo. Tiene la obligación de saber qué traman las Academias de
Letras del continente y la Real Academia; la obligación de estar informado
acerca del último congreso o exposición de Letras o Filosofía. Tiene el deber
de ser más profundo que Dios y ganar menos
que un peón. Tiene la obligación de explicar lo inexplicable, de tener una reflexiva posición tomada acerca
de los conflictos de un mundo ridículo. Tiene el deber de ser crítico, de ser
digno, de estar siempre presentable y atento a las nuevas estéticas de la
narrativa, de la música, las artes plásticas y los descubrimientos científicos.
Tiene la obligación de aportar al pensamiento regional, nacional y continental
como proyecto de construcción universal. Tiene el deber de bucear en francés,
de maldecir en inglés, de toser en latín y estornudar en griego. Tiene la
obligación y el deber de ser modelo de idioma en uso y evolución, normativo y
al mismo tiempo experimental. Tiene el deber también de ser un novedoso y
sólido excéntrico, un elegante sofisticado en alpargatas recién lustradas, un ideólogo práctico, revolucionario y conservador, un
concéntrico liberal de izquierda, un cristiano
musulmán del budismo zen, un ateo anarquista filántropo, antisemita y prosionista,
el curador de los artistas del futuro, el extravagante protector y alentador de
los fracasados del presente, el inspirador de los revolucionarios de
escritorio, el pacificador dispuesto a matar por la libre expresión ajena, el
amante inconmovible y el sereno arrogante. Y además, tiene el deber y la obligación
de no equivocarse en sus opiniones, no sea que descalifiquen su obra y lo condenen hasta en la muerte.
Porque ser un escritor en Latinoamérica es tener la obligación de estar sano sin cobertura de salud y tener el decoro de bajar de un taxi cuando no cuenta ni con el sueldo de un maestro suplente, ni siquiera el de un cadete del Estado. Es condenar a la sociedad a que nos pague el café, la cena y hasta el hotel con espejos en el cieloraso. Es andar con los zapatos agujereados como Neruda y el saco descosido como Sábato, o secando yerba al horno para improvisar unos mates como Denevi, o como Roa Basto cuando espera un milagro que le pague la operación. Más tarde los llaman ¡Doctor! ¡Aquí, doctor! ¡Una foto con el diputado Piringundín!, cuando a la sazón, el diputado Piringundín, hace pocos meses terminó el primario nocturno y tiene problemas para escribir su nombre completo. Si apenas tiene tiempo de practicar con tanto cheque que firmar para pintaparedes hijos de puta igual que él.
Un ingeniero le cuesta al país trescientos cincuenta mil pesos en seis años de estudio, un arquitecto trescientos mil en cinco años, un médico doscientos noventa mil, un maestro ciento cincuenta mil. Un concejal corrupto le cuesta a la nación unos trescientos mil al año. Un imbécil pintaparedes jubilado por el estado le cuesta a toda la nación entre catorce y veinticuatro mil al año. Un senador sucio un millón y medio al año. Un subcomisario podrido le cuesta doscientos ochenta mil al año y cien muertos. Una estafa le cuesta al estado tres o cuatro millones al año. Una embajada de imbéciles y corruptos le cuesta a la nación un millón al año. Una pandilla de gángsters en un ministerio le puede costar a la nación entre mil y hasta cincuenta mil millones en tres o cuatro años, dependiendo claro, de la anuencia del presidente de turno.
Porque ser un escritor en Latinoamérica es tener la obligación de estar sano sin cobertura de salud y tener el decoro de bajar de un taxi cuando no cuenta ni con el sueldo de un maestro suplente, ni siquiera el de un cadete del Estado. Es condenar a la sociedad a que nos pague el café, la cena y hasta el hotel con espejos en el cieloraso. Es andar con los zapatos agujereados como Neruda y el saco descosido como Sábato, o secando yerba al horno para improvisar unos mates como Denevi, o como Roa Basto cuando espera un milagro que le pague la operación. Más tarde los llaman ¡Doctor! ¡Aquí, doctor! ¡Una foto con el diputado Piringundín!, cuando a la sazón, el diputado Piringundín, hace pocos meses terminó el primario nocturno y tiene problemas para escribir su nombre completo. Si apenas tiene tiempo de practicar con tanto cheque que firmar para pintaparedes hijos de puta igual que él.
Un ingeniero le cuesta al país trescientos cincuenta mil pesos en seis años de estudio, un arquitecto trescientos mil en cinco años, un médico doscientos noventa mil, un maestro ciento cincuenta mil. Un concejal corrupto le cuesta a la nación unos trescientos mil al año. Un imbécil pintaparedes jubilado por el estado le cuesta a toda la nación entre catorce y veinticuatro mil al año. Un senador sucio un millón y medio al año. Un subcomisario podrido le cuesta doscientos ochenta mil al año y cien muertos. Una estafa le cuesta al estado tres o cuatro millones al año. Una embajada de imbéciles y corruptos le cuesta a la nación un millón al año. Una pandilla de gángsters en un ministerio le puede costar a la nación entre mil y hasta cincuenta mil millones en tres o cuatro años, dependiendo claro, de la anuencia del presidente de turno.
Embajador de Francia tras visitar la casa de Cervantes: “¿Y a un hombre “tal” tiene España viviendo en estas condiciones?".
Un escritor
condecorado en Alemania o en México o en
Francia o en España, tras treinta años de refinamiento narrativo e intelectual,
le cuesta a la nación cinco centavos
por toda la vida. Y el discurso con
aplausos. Y el brindis entre el Secretario, el Ministro de Cultura y el
Canciller, los eternos turistas de la pesadilla latinoamericana. Ni el
documento de identidad, porque la identidad cultural de un escritor está en su
acta de nacimiento y en el documento nacional de identidad. Para el estado es
un número de corbata o de cuello abierto, un estorbo calculado y funcional, una
acción privada en los números pero con percusión y banda pública. Un solitario
indigente reconocido y prestigioso.
Un pésimo ingeniero le
cuesta al estado igual que uno bueno. O un médico frustrado le cuesta igual que
un exitoso cirujano cardiovascular. Un autor puede ser brillante en su estilo,
igual es un perro enfermo. Ningún país de América latina, ninguna gobernación,
ningún municipio, siente la obligación de protegerlo. No tienen mecanismos para resolver el caso.
Escribir un gran libro en Latinoamérica no es dejar de estar maldito o de ser un perro vagabundo; casi una desgracia. Una condena. Apenas un mechón de pelos entre los escombros de un edificio venido abajo en la madrugada. Y si le sumamos esa extraña filantropía de bolsillo de los multimedios y las editoriales —actualmente en manos de empresarios españoles— la vida de un escritor se vuelve un grotesco vergonzoso en medio de una fiesta, porque los derechos de autor en Latinoamérica son una burla canalla y parece ser de escritor bien nacido callarse sobre este asunto.
Escribir un gran libro en Latinoamérica no es dejar de estar maldito o de ser un perro vagabundo; casi una desgracia. Una condena. Apenas un mechón de pelos entre los escombros de un edificio venido abajo en la madrugada. Y si le sumamos esa extraña filantropía de bolsillo de los multimedios y las editoriales —actualmente en manos de empresarios españoles— la vida de un escritor se vuelve un grotesco vergonzoso en medio de una fiesta, porque los derechos de autor en Latinoamérica son una burla canalla y parece ser de escritor bien nacido callarse sobre este asunto.
Y cuando la vida orilla el
abismo, sin jubilación ni pensión alguna, tiene el deber de no perder los dientes,
de no quebrarse, de no terminar como un imbécil, y de envejecer decorosamente y
prolijo para la fotografía al lado de políticos y figurines pasajeros de la
vida, esos que nunca le dejan propina a la existencia, apenas una foto en el
álbum familiar de los eternos pelotudos de moda. Como si el contacto
fotográfico de compartir un ángulo, un marco, un pedazo bidimensional de la
fantasía, les transfiriera
nuestros valores, nuestras ausencias, nuestros
dolores y nuestras grandezas. Como si en algún lugar de la realidad alguien se
hubiera comunicado al fin con nadie.
Lo abandonan hasta los
setenta u ochenta años y luego lo invitan a cuanto congreso inventan «porque la
cultura… la cultura es la bandera de este gobierno». Y lo aplauden, más por el hecho de seguir vivo estoicamente que
por el reconocimiento personal, celebrando así el cumplimiento de los cincuenta
años ininterrumpidos de abandono nacional, provincial y municipal, de manera
que sus malestares y dolencias ahora son públicos. Son parte de la embolia
nacional. Y claro, en medio de tanto trabajo de organizar pintadas callejeras,
y de acordar con el obispado la
regulación de casinos y prostíbulos, y de
negociar con la policía regional el tráfico de estupefacientes y de nuevos
desarmaderos clandestinos, de cambiarles el nombre a las calles, y de
empeorar la educación un poquito más todos los días, y de tanto cheque que
firmar para pintaparedes hijos de puta, el fin llega para el escritor.
Y si durante toda su
existencia lo han abandonado adecuadamente, tras su muerte, en un gran festival
de caradurez insólita, acaso celebren el natalicio de haber convertido su vida
entera en un orfanato. Tal vez instituyan un premio con su nombre para
conservarlo en la memoria colectiva. Es decir, lo abandonan de por vida para
recordarlo mejor en la muerte.
Luego el periodismo le
hará un megareportaje exclusivo al mozo que le servía el café en un quitapenas
de Liniers o de Flores, quien nos enternecerá hasta el hipo relatándonos si lo
tomaba con edulcorante o con azúcar, si permanecía absorto mientras hacía
dibujos con la cucharita o si esperaba inquieto la llegada de alguien; si
leía el diario, si contaba monedas o si cambiaba un billete grande; si
estornudaba con frecuencia o si tosía mientras reía. Como quien envía un
mensaje a otra galaxia compuesto por un sobrecito de sacarina vacío, un platito
sucio, una servilleta arrugada con dos garabatos azul birome y los veinte centavos de propina como prueba de que alguna vez alguien existió.
El reportaje a la
servilleta y el pocillo como Ciudadano Ilustre. El cenicero de la Verdad, más
verdadera que todo, vomitando tinto en el inodoro de la Alianza Eterna. La
cucharita de la Vastedad camino a la Nubes de Magallanes seguido por el
mingitorio de la Conquista. El pebete espacial despanzado en Goyeneche de un
lado y tomate sin mayonesa del otro. Los analgésicos de Nietszche volando en el
tiempo para estrellarse en el ojo de Sófocles, y éste que derrama una lágrima
express en el retrato manso de Troilo, el ángel gordo de la arquitectura
rupestre de Swedenborg, mientras Erick Clapton quiebra la ceniza en el pocillo
ciudadano, lo vuelca y lee en la borra negrusca el futuro de Dios. ¿A quién
quieren engañar?
El tema los supera,
porque por más que presidencias, gobernaciones, municipios, cámaras de
senadores y diputados, consejos deliberantes, ministerios y secretarías
intenten embaucarnos, en verdad no pueden: Intuyen que la cultura es algo
importante aunque todavía no logren resolver para qué sirve, ni cómo se aplica.
Lo advertimos cuando el político promedio lo único que tiene para decir de la cultura,
precisamente, es que es algo muy importante,
aunque no aclaren como cuánto es muy,
ni para qué. Como si finalmente le
hubiéramos encendido el micrófono al pobre Forest Gump.
Poetas y narradores con 10 libros publicadosviven en asentamientos de emergencia, artistasplásticos sin jubilación luego de 40 añosdedicados a su trabajo, intelectuales sin pensión,artistas sin ingresos hoy librados a su suerte.
Claro que esta prédica no la puede sostener un escritor de primera línea, su humildad y cautela lo obligan a mantener el silencio y esperar —¿esperar qué?—, y el declamo y reclamo viene a quedar en manos de un autor de tercera línea pero sólo porque siendo un autor de tercera línea no siento obligación institucional alguna y eso me permite a menudo orillar lo subversivo. En Buenos Dan Brown autor del Código Da Vinci estaría de pie en el murallón de la costanera norte con los ojos cerrados frente al infinito con una 38mm. prestada a modo de bombilla seca en sus labios y una humilde y única munición de 22mm. vencida en la recámara. Rimbaud en Buenos Aires hubiera terminado preso por asaltar bancos. Poe no hubiera sido premiado, no sería el padre de nada. Stendhal un pordiosero. Los originales de Tolstoi hubieran atascado el inodoro. La Eneida de Ovidio hubiera prendido el carbón del siguiente asado. La obra de Kafka se hubiera quemado así nomás, tal cual sus indicaciones finales. Qué más da.
Porque ser
escritor aquí es igual a ser un astronauta que navega la galaxia en un
televisor descompuesto, y no implica dejar de maldecir el destino de no haber
sido escribano o contador o profesor de lengua o empleado de correos. Es estar
condenado a evaluar y flirtear con los papelitos que la gente nos acerca como
si esperaran de nosotros el Nobel de Literatura por el mamarracho con faltas
ortográficas que nos escribieron especialmente para nuestro dionisio deleite.
Es estar condenado a no arrobarnos el derecho de llamarnos escritores a nosotros mismos por vergüenza ajena y esperar a que
nuestra cultura nos otorgue ese título suntuoso y presuntuoso, lleno y hueco.
Es estar condenado a que la gente nos salude con admiración, como si ser
escritor fuera análogo a ser millonario. Es aceptar que uno,
finalmente, es un Don Nadie antes de
la condecoración; y luego un Don Nadie
Intocable, Inconsulto e Innecesario después de la condecoración. Es
condenar a la gente a que nos envidien creyéndonos bacanes, rechonchos de buen
gusto, de buen vino y platos exóticos. Nada de milanesas o queso con dulce de
batata. Nada de pizza y flan con dulce de leche o crema blanca. Nada de vino
tinto. Nada de puchero o simple sopa. Todo
debe ser belle melange, belle epoque, de
manera que cuando secuestren a un
escritor latinoamericano y pidan un rescate de cien mil pesos o de veinte mil o
de diez mil o de cinco mil o de quinientos pesos, la risa amarga corte lacónicamente la comunicación hasta una nueva evaluación del rescate con descuentos.
Pero ¿a quién se
le ocurriría secuestrar a un escritor latinoamericano? Sólo a un
extraterrestre, a un señor verde o naranja, con radares en las orejas y un
cañón láser en la nariz, un señor con ventosas en las yemas y un tentáculo en
cada ojo. Sólo a este caballero extrasolar, quizá vegano o siriano u orionino,
se le podría ocurrir la idea descabellada de salvarse secuestrando a un
ejemplar de la literatura latinoamericana.
Como una broma del destino, mucho menos que un Cervantes presuroso de terminar el segundo tomo
y unas pocas obras más para dejarle algún sustento a su familia en el
desesperado intento de morir como uno más, como un hombre cualquiera, un
escritor latino es un judío errante, un armenio en el desierto turco, una
montaña sin huesos, un patriota sin patria, un noble sin reino, un televisor
sin corriente, un ángel perdido entre fantasmas, un fantasma en el país de los
duendes, una provincia sin nombre, un extraterrestre sin nave, un ánima en el
paraíso y una ballena que languidece en la arena. La manifestación de un
milagro, al fin, pero en un templo deshabitado".
Diciembre de 2004
del volumen "Una metáfora tóxica", 2013
del volumen "Una metáfora tóxica", 2013
Copyright®2014 por Carlos Rigel