20 de marzo de 2016

Teoría del sufrimiento literario

El escritorio de Alice Munro. Dijo que no escribirá más (Ian Willms. The New York Times)





Siendo un escritor de verdad, ¿se puede dejar de escribir?

Claro que la duda conlleva una afirmación y es que se
puede ser un autor no verdadero. Como dice el admirado 
Abelardo Castillo, "escribir un buen cuento puede 
ser engañoso" porque obliga a continuar una tarea 
para la que no estamos llamados de por vida. Pero para 
quienes sí lo son  hay algunas apreciaciones aquí 
de interés sobre el final de la propia historia.

Editar es otro asunto y no hay que confundir el ejercicio de la escritura con la presión de la fama, pero nadie está obligado a escribir, sobretodo si acepta el reclamo feroz del destino. Entre los demonios internos del autor y las exigencias del editor, el paso es largo y contiene tropiezos evadidos, no resueltos. Olvidemos por un rato a Alice Munro, muy reclamada y acosada por su editor para analizar las ánimas que a veces atormentan a los autores. 

Uno puede matarse cuando quiera y de distintas maneras, pero hay quienes tienen un destino marcado por la escritura. Entre ellos, pienso que hay autores de una etapa, una única y brillante, y autores de dos etapas, y no digo opuestas, sino diferentes. Si la primera es una condena, la segunda debe ser de expiación, de alivio, de redención. Cortázar reflexionaba una vez: "cuando el autor se queda sin temas comienza a escribir". Recordando la migración de estilo de Juan Ramón Jiménez: una primera etapa de compromiso social, y una segunda de placer personal; cuando escribir no importa, cuando no hay reglas fijas. Necesitamos de las dos para poner la vida en perspectiva.


Pero también hay que incluir la advertencia de don Macedonio Fernández en cuanto a abandonar la escritura a tiempo y enfrentar la decrepitud en soledad para no degradar los logros. Como un campeón de box, es mejor tener un plan y abandonar el ring con el cinturón puesto antes que un tortazo de la realidad nos mande al nock-out con pérdida total, echando los méritos a la lona.

Por eso me quedo con la primera de Sábato y no con la segunda, porque mucho sol trae sequía. Los autores de una etapa pueden brillar hasta volverse áridos. De allí la advertencia. Cuando prolongan esa etapa, prolongan la condena sin redención, y acaso sin importar la edad, me parece, son quienes quedan propensos a abandonar la escritura, privándonos, quizá, de la mejor parte de su obra. Kafka se pegó un tiro pero, por suerte, después de muerto. Ahí tenemos a un autor de una etapa con disparo post mortem.

Y aún persiste una variante crucial para mí y es la del escritor pasional, o circunstancial, a diferencia del autor profesional, quien lo asume como un trabajo, y quizá lo es o por pedido del editor o movido por alguna causa externa al momento creativo y sus pulsiones ingobernables. El fauno pasional claro que no controla su espíritu ni es capaz de suprimirlo sin pagar con una cuota de su cordura, pero sí es capaz, en cambio, de sublimar y dosificar con prolijidad esas pasiones que dictan las reglas, las técnicas y los recursos que alejan al texto de una catarsis incomprensible. Pasional no es sinónimo de irracional. El autor pasional es probable que caiga en su deber, que escriba hasta el último día, porque no es dueño de esa pasión, sino su mensajero, mientras que el profesional responderá a un programa de actividades y quedará propenso a jubilarse y abandonar su escritorio. Pero claro que no es peyorativo jubilarse y acabar con las responsabilidades de lidiar con los editores. Pero nada es absoluto, todas estas son probabilidades. Por suerte somos sujetos y la subjetividad nos protege contra lo irreversible.

Pero miren si Cervantes nos hubiera dejado nada más que las obras de teatro y los poemas, sin ninguna novela. De esta manera, Rimbaud tiene una deuda con la humanidad. Los premios no bastaron, no fueron suficientes. El muchacho sólo debía cruzar el charco, nada más, pero desvió el camino y naufragó. Terminó traficando armas. ¿Habría encontrado la mutilación y la temprana muerte de haber seguido escribiendo? Quién sabe. Pero, así, nos adeuda cuando menos 17 años de escritura, la segunda etapa: la mejor.

Están exonerados aquí, por supuesto, quienes escriben poemas ligths y diet para el embeleso personal y que abundan en las redes. Ellos pueden ametrallarse cuando quieran. No pasa nada. En fin, de autores verdaderos y la abdicación de los reinos, la nota de Clarín inspirada en una nota de The New York Times sobre el abandono de la escritura.



Grandes escritores que dejaron de escribir para dejar de sufrir



"El año pasado la autora Alice Munro –considerada un Chéjov de nuestros días– anunció que dejará de escribir. El año pasado lo hizo también Philip Roth. Ambos declararon sentir un enorme alivio al tomar la decisión. Aunque esto de jubilarse públicamente es una novedad en el mundo de los escritores, hay una larga tradición de abandonos a la literatura. Esta nota cuestiona si, para un escritor comprometido, es realmente posible dejar de escribir.

El The New York Times reportó que la aclamada escritora canadiense de cuentos cortos, Alice Muro, anunció que no iba escribir más. Ya había amagado con el retiro voluntario en el 2006, cuando dijo en una nota al Toronto Globe and Mail: “No sé si tengo la energía para seguir haciendo esto”. Sin embargo, en 2012 sacó su libro número 14. Pero ahora, a punto de cumplir 82 años, dice que el abandono es definitivo. “Me siento un poco cansada, pero agradablemente. Tengo una sensación agradable de ser como cualquier otra persona”, le dijo a The New York Times. Agregó, sin embargo: “También significa que me he quedado sin la cosa más importante en mi vida. No la cosa más importante. La cosa más importante era mi marido, y ahora se han ido los dos.”


Cualquier persona que presta atención a las noticias sobre escritores ya habrá pensado en el ejemplo reciente de Philip Roth, que también anunció, el noviembre del año pasado, que dejaba de escribir. Sobre su computadora, en su departamento en Nueva York pegó un Post-It que decía: “La lucha con escribir se ha terminado.” En una entrevista, también con The New York Times, dijo: “Miro ese apunte toda las mañanas y me da una gran fortaleza.”


Munro, por su lado, dijo que el ejemplo de Roth –quien cumplirá 80 años en Marzo– le había inspirado muchísimo en tomar su decisión: “Pongo mucha fe en Philip Roth. Parece estar tan contento ahora.”


Hace sólo una generación alguien de ochenta años ya era un anciano, pero hoy hay varios ejemplos de personas de esa edad que están tan lúcidos, sanos y activos como una persona de la mitad de su edad. En literatura podemos citar a Cormac McCarthy, que a los 79 años está por estrenar una película cuyo guión escribió James Salter, que con 88 años acaba de publicar una novela extraordinaria. William H. Gass, también acaba de publicar una contundente novela. Como Salter, tiene 88.


Todo esto nos lleva a una serie de preguntas abstractas: siendo un escritor de verdad, ¿se puede dejar de escribir?; ¿se puede jubilar –de veras– un escritor?; ¿escribir es sufrir? ¿escribir es una condena –y la manera de liberarse de esa condena– los dos al mismo tiempo?


Munro y Roth no son los primeros escritores en abandonar la literatura. Lo que los distingue es que han declarado su retiro públicamente. Viendo algunos casos históricos, tal vez podamos sugerir posibles respuestas a estas preguntas que acabamos de plantear.


El abandono más famoso –y más enigmático– de la vida literaria es el de Arthur Rimbaud (1954-1891). Entre los 16 y los 20 años escribió poemas que lo han ubicado en los puestos más altos del panteón de la literatura universal. Pero los últimos 17 años de su vida, aproximadamente, vivió otra vida, completamente amputado de la literatura. No hay una carta, o un ensayo, o un registro de una conversación que explique este abandono. ¿Se le fue el don? ¿Dijo todo lo que quiso o pudo en esos cuatro años dionisíacos de su juventud? No se sabe. 


Menos dramático, pero casi igual de misterioso, es el caso de J.D. Salinger (1919-2010). Tras escribir casi 20 cuentos y una novela que aun hoy son venerados, abruptamente y sin aviso, alrededor de los 42 años, dejó de publicar. Vivió hasta los 91 años. Aún se especula y se espera que haya una gran obra secreta póstuma, porque lo único que salido a la luz hasta ahora es una serie de postales que escribió a un amigo en Inglaterra. Su contenido es tan banal que si no fuera por la figura que las escribió no tendrían ningún valor literario. Como Rimbaud, nadie puede afirmar por qué dejó de escribir. ¿Se cansó? ¿Le pareció una actividad impura espiritualmente? (Tenía un interés documentado en el budismo Zen). No se sabe. 


Más cerca a nuestros tiempos está el penoso caso de David Foster Wallace (1962-2008). A los 34 años publicó una gigantesca novela –La broma infinita– que fue un éxito en todos los términos posibles: lo hizo famoso, lo estableció como El Escritor de su generación… Pero también le impuso un estándar para superar que le resultó insoportable. Temía que nunca podría escribir, nuevamente, una cosa parecida. De hecho, nunca lo hizo. Se suicidó a los 46 años, ahorcándose en su garaje –que usaba como estudio– encima de una prolija pila de carpetas que eran el manuscrito de la novela que se publicó de manera póstuma e incompleta, con el titulo El rey pálido. Aunque Foster Wallace abandonó la escritura de la forma más definitiva –la muerte– su biógrafo, D.T. Max asegura que estaba pensando seriamente en abandonar la literatura y tal vez dedicarse a cuidar perros abandonados. ¿Su suicidio fue, básicamente, una forma de dejar de escribir? No se sabe. 


Esto, rápidamente, se podría convertir en un juego de salón. Juan Rulfo, E.M. Forster, Imre Kertész, hasta Gabriel García Márquez, podrían ser casos de estudio. Stephen King intentó jubilarse, pero no pudo. Tolstoi escribió en su pequeño libro, Confesión, que haber escrito La guerra y la paz y Anna Karenina, al fin no le ayudó en lo más mínimo encontrar una paz interior o el sentido de la vida. 


En un post del blog de la revista The New Yorker, el periodista Ian Crouch hace una excelente acotación en referencia a este tema: 


El anuncio de jubilación de un novelista se conecta al modelo actual de la fama en el cual personas públicas –incluso algunos escritores– son observados muy de cerca y están casi obligados a compartir sus quehaceres con su audiencia. Sin dudas, para que la jubilación de un escritor se note, ese escritor tiene que ser muy famoso. (Nadie se dio cuenta cuando Herman Melville dejó de escribir novelas.) Los seguidores modernos de artistas, celebridades y otras figuras públicas esperan estar informados sobre ellos, y hasta se ponen impacientes cuando estiman que la producción de un escritor es muy lenta. Y ningún escritor –aun uno mayor y con grandes logros– quisiera ser considerado vago o, peor, trabado. Una jubilación declarada cesa con toda especulación. Salinger podría haber aprendido de esto: nadie va a venir a espiarte en tu casa buscando pistas sobre tu próxima novela si saben que no estás escribiendo una.” 


En otro articulo muy bueno sobre este tema en el sitio The Millions, el escritor Bill Morris cuenta una anécdota sobre un taller literario de Reynolds Price (un importante y prolífico escritor del sur de los Estados Unidos, desafortunadamente no traducido al castellano). Un día Price les pone una tarea a sus alumnos para la próxima clase. Les dice a los jóvenes aprendices que por una semana tienen que guardar los cuentos en los que están trabajando y no pensar en ellos. No pueden agregarle o sacarle ni una coma. Se reúnen la próxima semana y Price pide que alcen la mano los que cumplieron con la asignatura. A ellos, tal vez cruelmente, les dijo que deberían considerar abandonar el curso. Dijo que cualquiera persona que es capaz de dejar de escribir por una semana entera (o hasta por un solo día) nunca va ser un escritor. 


Pero por otro lado, está la idea –coherente también– de que cada persona tiene una cantidad limitada de libros dentro sí mismo. Esforzarse a escribir y publicar más allá de lo que uno tiene para decir con fuerza y originalidad es nada más que frotar el ego. Esta idea la expresó con mucha ironía Macedonio Fernández en una carta escrita en 1929, cuando tenía 55 años: 


Lo bueno es que yo quería este año agotar toda mi carrera literaria. Es decir: concluir y publicar mi novela, corregir el libro anterior y publicar lo humorístico que ya tengo hecho. No puedo ser escritor perpetuo y empezar con tonterías de viejo; yo no creo en los viejos: la bondad es el único ornato y misión de los viejos; después de los 45 años no se debe escribir y si lo hago es porque todo lo tenía pensado y escrito casi antes de los 40. Después de este año yo no escribiré más y no daré el lamentable espectáculo de los seniles que creen que la humanidad no da un paso si no lee un artículo de sandeces sabias de un anciano célebre. Es una esclavitud abyecta y estéril la de un Bernard Shaw, Lloyd George o Chesterton informando al mundo de los chispazos moribundos y siempre huecos de su cerebro petrificado, esclerosado.” 


Macedonio vivió hasta los 78 años. Escribió hasta el final, aunque solo fuera sobre papeles sueltos que después –famosamente– tiraba a la basura, o abandonaba en sus múltiples mudanzas. 


Esta nota, inevitablemente, no puede tener una conclusión o una respuesta definitiva. Pero podemos cerrar citando una escena de la magnifica obra para televisión de Dennis Potter,The Singing Detective. El protagonista de la obra es un escritor de novelas detectivescas que está en un hospital público siendo tratado por un agudo caso de psoriasis. La trama de la obra gira alrededor de tres escenarios: el hospital, donde el protagonista está inmovilizado en su cama; los recuerdos de éste mismo personaje en su niñez; y, finalmente, la trama de la novela que escribe en su mente. 


En un momento, un verborrágico paciente en la cama al lado del escritor le pregunta: “¿Qué es lo que haces todo el día allí callado en tu cama?”. Y el autor le responde: “Estoy escribiendo”, lo cual dispara una risa burlesca de su compañero. “¿Qué te pasa?”, responde, indignado, el autor. “¿Piensas que sólo se escribe con papel y lápiz sentado en un escritorio?” 


Por más que Roth o Munro anunciaron su retiro nunca dejarán de escribir. Hasta se podría decir que Rimbaud y Salinger y Tolstoi y Macedonio Fernández y Foster Wallace –todos muertos– no han dejado de escribir y no podrán parar de escribir. Hay ciertos sujetos para quienes meramente vivir no es suficiente. El misterio de la existencia les resulta tan abundante, tan preocupante, que no pueden silenciarse frente a ello. Se ponen a escribir y eso los apacigua. Los hace sentirse menos solos. Les hace sentir, aunque sea por un momento, la ilusión de la eternidad. Hacen libros para que los que no escribimos podamos compartir ese nirvana artificial. O tal vez sea real. Todo es un misterio. Pero una vez que empieza, no termina más."

Andrés Max, Clarín, 9 de Marzo de 2016, sobre la nota de 
The New York Times de 2013

De una manera fulgurante –o quizá fantasmal– preanuncia esta nota una inquietud mental y espiritual que me mueve a escribir  la novela Pireo: el pacto, y que anuncio en este mismo blog. La posibilidad inquietante de la escritura como una condena.
b CR

18 de marzo de 2016

Necroprócer



La salud de Manuel Belgrano y de 
José San Martín por la TV Pública, un calvario de truchos.


Veía la otra noche un capítulo del documental 'Historia Clínica' que emite el canal estatal con la asistencia técnica de Felipe Pigna y el Dr. Daniel López Rosetti sobre la vida, los padecimientos y la muerte de Belgrano y, luego, la de San Martín, ambos héroes novelados cuyo presagio inquietante de llevarlos a la pantalla es no creer que son quienes dicen que son, y de nuevo observaba esos detalles que me llevan a extrañar a Leonardo Favio, o su mentor, Leopoldo Torre Nilson, o el padre del mentor, don Leopoldo Torre Ríos. Ahora, bien, uno está obligado a celebrar estos emprendimientos explicativos, pero la solemnidad los mata. No alcanza con recitar de memoria ni con tanto maquillaje o aplicarse patillas postizas o vestir una peluca dura como un cuero. Los vuelve acaso más irreales.
Lo primero que allana el camino es la sobreactuación patricia cuyos diálogos son previsibles en un manual de historia de primaria. Los actores son actores y no soldados, como tal, proceden como símbolos y no como personas. Vuelven al estilo parmenisiano de filmación de la película "Belgrano". Para entendernos con claridad: todos ellos comían, bebían, orinaban, cagaban, tosían, tomaban brebajes, puteaban, estornudaban, prendían velas, se quitaban el sudor con las manos...
Pero lo plástico prevalece. Caras pulcras y serias, sin cicatrices de guerra, ninguna sombra de barba de días –como se puede esperar de una época donde afeitarse no era cosa diaria–, los trajes y los uniformes recién salidos del "5-A-Sec" y cepillados a valet, la iluminación blanca y plana que tampoco favorece a los actores, las tomas recurrentes y fijas sin revisar el guión; filman, sí, pero nadie se pregunta si hay otro ángulo, otro acercamiento, otro escorzo que dibuje la situación sin necesitar de los recitales declamativos de 'pibes de escuela secundaria' a cargo de los actores. Así, coinciden los mismos planos fílmicos en plató o set similares –hechos con muy poca imaginación– en escenas que distan años entre sí muy difíciles de creer en la cronología cuando encima corresponden a diferentes hábitats y regiones de la patria.
En cuanto a las costumbres, sobran referentes fílmicos temporales y militares en la videoteca universal de nuestros días como para inspirarse, y en lo que hace al vestuario, los blancos alcalinos de las prendas son inverosímiles en una edad donde lo más blanco era el color hueso. Puedo imaginar hasta el perfume y el desodorante en los actores. Y cuando advierto a las pocas tropas visibles, digo, vi mejores criollos en el ejército nipón de "El último samurai" que en los Patricios o en los Granaderos que aparecen en el documental. Posterguen para siempre recurrir a los regimientos de Campo de Mayo pero también al Museo de Historia como referencia. Ellos tampoco lo hicieron.
No se trata de personalidades estáticas ni tan solemnes preocupados por el uniforme, por ende, no deben caracterizar a estetas de salón, no eran coifiures o modelos de pasarela posando para un cuadro, sino a hombres duros curtidos por el combate con la enfermedad en la mirada, los soles crueles en las arrugas, las tormentas impiadosas en los pulmones, los fríos paralizantes en los huesos, los mosquitos, las úlceras... mierda. ¡Olviden los diálogos de los guionistas, sólo hacen cagadas! Si hasta resultaría mejor filmar con sonidos pero sin diálogos y luego agregar el relato de los historiadores o narradores invitados, acompañando las imágenes.
Debo creer que el casting a cargo de profesionales fue selectivo y acertado (!!!), pero no hay una frase inolvidable, una expresión que quiera ver de nuevo, un gesto. Hacen fuerza hasta para morirse. ¿Imaginan a Güemes con botas lustradas en el Colón? En las escenas de exterior ni siquiera hay fogones ni ruedas de soldados en descanso o tomando mate o tocando una guitarra, ¡ningún herido! Debió haber más honestidad en el asado del equipo de filmación que en el rodaje. Las imágenes, los encuadres, las composiciones ¡son frases! y como tal deben hablar por sí mismas, aún en "Mute".
Señores productores, no corrijan la historia, traten de sentirla, pierdan de vista la escarapela, la bandera, los uniformes prolijos, los correajes perfectos: eran guerreros natos y audaces pariendo el futuro sin otra señal cardinal más que una intuición. Un sueño. El día a día los fue quebrando hasta matarlos.



b CR

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10 de marzo de 2016

Alzarse contra los molinos


En su discurso, el poeta español Antonio Gamoneda, 
padre de la nueva poesía, propone la "insurgencia poética 
contra la injusticia”, Pienso, entonces, que es como 
el alzamiento en la subversión narrativa perdida y ahora 
reclamada en nuestra patria y de la que escribía hace 
un tiempo en una de mis notas. 

El conformismo nos ha llevado al aburguesamiento 
la pérdida del arte. Tendremos que ir contra los molinos. 
Pero debemos cuidarnos de los Caballeros de la Blanca Luna 
que traen el engaño, la traición y la derrota. Cuando nos 
pidan bajar las armas porque la justicia ha llegado, 
es señal de mantenerla firme y ponernos el yelmo 
dispuestos al ataque.

"Saludo afectuosamente a las dignísimas autoridades civiles y académicas, con mención llena de gratitud de las que son regidoras de esta noble y tricentenaria Institución, y a vosotros, queridos y admirados compañeros en la distinción que nos congrega, y a todos ustedes, señoras, señores, amigas y amigos:
Toda significación cervantina es significación de nuestro amor y nuestro respeto a la persona y la obra de don Miguel de Cervantes. Don Miguel fue un español genial, tristemente viviente en una España polarizada en el poder económico, fuese éste monárquico, eclesial o feudal, y en la pobreza, propietaria ésta tan solo de la indefensión, el analfabetismo y el hambre.
Algo, poco, he dicho ya de la persona. Voy a decir también de la obra. Sin rehuir el tópico. Y voy a auxiliarme citando a Nazim Hitmet, el gran poeta tueco del pasado siglo. Decía Nazim en unos versos de su poema Don Quijote:

El caballero de la Eterna Juventud
obedeció, hacia la cincuentena,
a la verdad que latía en su corazón.
Partió una bella mañana de julio
para conquistar lo bello, lo verdadero y lo justo.
Delante de él estaba el mundo
con sus gigantes abyectos,
y bajo él, Rocinante,
triste y heroico.
Yo sé
que una vez que se cae en esta pasión
y se tiene un corazón de un peso respetable,
no hay nada que hacer, Don Quijote,
nada que hacer: 
hay que luchar con los molinos de viento.

Está claro: los molinos son gigantes, los gigantes son poderosos, su ejercicio es la maldad, y el Caballero de la Eterna Juventud, el abatido, debe comprender y comprende, que su infortunada verdad sigue consistiendo en la causa necesaria de luchar contra esa maldad.
En Don Quijote, en su bella locura, hay un trasunto, una creación autorreferente de Cervantes. Incluso en el caso de que fuese inconscientemente activada, es una proyección de su vida. Don Miguel, para vivir, tenía que ofrecerse a la muerte; vender su sangre en el mercado de las batallas originadas por el enfrentamiento de intereses entre los poderosos.

Los escritores amamos la paz. Y todos ustedes. Pues bien, históricamente ahora mismo, ante el dolor español y planetario de una pobreza que comporta hambre, enfermedad y muerte, nuestro lenguaje (naturalmente, no hablo solo de la escritura poemática), ha de ser poética y moralmente subversivo. Y nuestra conducta. El sufrimiento de causa social es nuestro sufrimiento y penetra nuestra conciencia, que creación literaria que no lleve consigo conciencia no es creación.
Incruentos como Don Quijote, numantinamente resistentes, pacíficamente revolucionarios, queridos escritores cervantinos todos: “hay que luchar contra los molinos de viento”.

Antonio Gamoneda

bCR

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6 de marzo de 2016

El símbolo, en Otoño


El símbolo:
Crónicas de un prófugo en la ciudad de las lluvias.
Novela, 224 págs.

A fines de Abril saldrá a la venta la novela El símbolo que, aunque su escritura data de 1995, mantiene vigente las motivaciones primarias que me llevaron a imaginar a la ciudad de Malos Aires convertida en epicentro de un régimen policial donde frecuentan las persecuciones, las coerciones psicológicas sociales, y la represión salvaje. Ademas, el aparato científico del Estado ensaya drogas en el agua de consumo público en busca del control de las masas. Mientras el gobierno espera los efectos acumulativos en la población de los experimentos acuíferos, el temor en la sociedad ha superado el umbral de asombro y espanto, y ha prosperado finalmente en indiferencia endémica. 

Después de más de dos décadas de olvido he podido apreciar mejor las inquietudes extremas políticas y sociales, junto a los recursos fantásticos, que reuní para escribirla. También recuerdo la amenaza de juicio al citar los nombres de dos allegados protagonistas del escrito, ahora ocultos, y que me llevaron a cajonearla y luego a sepultarla. Alcanza las 230 páginas, y se trata de la primera novela que terminé, venciendo ese karma que algunos autores padecemos y que consiste en no terminar lo emprendido, período de mi vida de cuando el género novelesco todavía me acobardaba, siendo esencialmente en ese tiempo un redactor de relatos breves.


Abundan en la historia el espionaje, el humor, también laboratorios pseudo-científicos, autómatas corruptos de estilo criollo en la cima del poder, y un "sabueso" robotizado que, a diferencia del bradburiano de Fahrenheit 451, se trata de un cóndor electromecánico que sobrevuela la ciudad y espía a los habitantes. Inspirada en dos momentos políticos correlativos que vivió nuestro país, la historia transita por métodos para-policiales de una clase oligarca que apunta al dominio completo del aparato social para imponer un régimen perpetuo. 

Frente a todo prejuicio acerca de la femineidad de una cubierta violeta lavanda, lo refuto: es otro color más de la cartilla posible y sólo depende del diseño creativo. En este caso, la gama elegida está soportada por elementos y recursos del propio contenido del libro, como advertirá el lector. El "Ojo de Vulpécula", la composición de cubierta, subordina ese criterio. 

Me gustaría decir que es una novela futurista pero lo cierto es que transcurre en los años '90 quizá llevados al extremo y cumplidos en la primera década del nuevo milenio. Se trata de la novela que me llevó a abandonar y clausurar la escritura durante 5 años, hasta el  2000. Fue escrita, como hoy puede estimarse, en un tiempo donde los "drones" aún no existían; tampoco las cámaras fotográficas digitales y los primeros teléfonos móviles eran un camión con acoplado en la oreja. El símbolo tiene relación con el Estado en la concepción weberiana como administrador supremo de la violencia.

b CR 

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