29 de enero de 2009

Remordimientos de un riel distraído



Termina de morir una muchacha embarazada producto de la inconsciencia colectiva de los objetos. Un tren repleto camino a Once, las puertas que ante el calor son forzadas por alguna palanca torpe a abrirse donde no deben, la inercia, el gentío apretujado, un grupo de indiferentes brazos y ojos que miran, y simplemente una muchacha con la expresión aterrada de quien piensa en ese instante en el cuidado de lo que crece en su vientre desde hace ocho meses, cae al abismo donde la espera un riel más duro que la realidad de una república infame. No hay responsables porque el acusado dice «no haber sabido que una persona puede morir al caer por las violentadas puertas abiertas del tren». Concluimos: La culpa es de los objetos. En este país de mierda, la culpabilidad y la inocencia son broma porque vienen a quedar ligadas por el «homicidio culposo», figura penal del popular no me di cuenta. Matar no es delito. Por ende, asesinar de irresponsabilidad tampoco lo es. La misma irresponsabilidad como, por ejemplo, la de los dos brazos jóvenes y masculinos que fuerzan las puertas del tren venciendo el mecanismo hidráulico, bueno, para viajar mas fresco y ventilado, porque se subordina el peligro general de morir a la comodidad individual.

Tal vez la muchacha iba camino al trabajo, un taller de Flores donde una máquina de tres agujas esperará paralizada los días siguientes, con una silla mullida para el estado avanzado de gestación que, desde hoy, quedará vacía. Incluso el jarro de melamina con su nombre grabado regalo de hermanito menor de la familia esperará dentro de la bolsita de cierre hermético al lado del cofre de las agujas y los conos de hilo industrial; aún no sabe el jarro que su destino siguiente es una estantería hogareña junto a una foto sonriente y unos flamantes escarpines sin dueño; quizá aduzca como pretexto que la servilleta que lo envuelve desde ayer por la tarde, cuando sirvieron el té con leche de las cuatro, no le dejó ver con claridad el brusco amanecer de hoy. O tal vez la muchacha iba a realizarse unos análisis, quizá la ecografía del mes previo al parto. Tampoco la imagen impresa anterior en blanco y negro y muy borrosa de hace dos meses, cuando tenía seis de gestación y era apenas una mancha dominante rodeada de manchitas menores en el papel y que requirieron del padre un esfuerzo adicional de imaginación para comprender lo que veía, le anticipó el desenlace. Quedan los entredichos y acusaciones ya que ni la máquina ni el jarro ni los escarpines ni las agujas ni la ecografía anterior previeron la tragedia, por ende, no emprendieron nada para impedirla. La alambrada cercana a la estación Liniers que, sin rencor alguno, separa eternamente las vías del Sarmiento de la veloz avenida Rivadavia dice que desde lejos la vio sujetarse la panza mientras caía. El riel, en cambio, la vio venir a su encuentro final y, al igual que los brazos y los ojos de a bordo, no se inmutó ni se movió de lugar porque asegura que venía el rápido de Moreno, de lo contrario la hubiera esquivado. Sin embargo, su actitud lo inculpa cuando agrega que, de haberla advertido esta misma mañana, tan avanzado el embarazo, le hubiera hecho señas al molinete de la estación Morón para que demorara el boleto en la lectora los segundos necesarios y evitar el trágico ascenso, pequeña treta rutinaria que aseguran ambos rieles una vez dio resultados, aunque no precisen la mencionada oportunidad, quizás sepultada por los horarios, los días y los retrasos. Distinto es el tercer riel, el eléctrico, cuando calla porque, cubierto como está de tablas, dice que nunca ve nada; por lo expuesto también parece cubrirlo contra explicaciones comprometidas. Tampoco los durmientes alteraron el sueño paralelo; siendo tantos ninguno despertó hoy inquieto por la pesadilla de tan nefasto resultado, ocupados siempre como suelen alegar para deslindar responsabilidades, en el sostén del sistema. «Que todo tiemble si un día despertamos con brusquedad». Pero de todos los testigos responsables, las puertas se mantienen sospechosamente calladas; aún yacen ausentes, empotradas en los tabiques laterales. Mientras la palanca de allá adelante no baje de posición ahora inútilmente, no saldrán a presenciar el triste episodio. Esto recuerda un accidente pasado, a sólo seis metros del de hoy, cuando se justifican, como otras veces, con el incesante tráfico de pasajeros que van y vienen. Dicen obedecer lo que la palanca les indica a la distancia, sin observar si corresponde o no al momento, excepto que alguna mano las fuerce de manera deliberada en circunstancias imprevisibles. Y la palanca dice estar demasiado lejos para advertir lo que pasa en cada vagón. Casi siempre descargan culpas en el boleto diario que aún espera en el monedero junto al vuelto del alfajor que duerme en la cartera de jean y los tres billetes de dos pesos plegados como trapos de piso viejos bajo una hilera de monedas, aunque el boleto comparte con la muchacha y el nonato, el mismo destino final que el alfajor triple y el vuelto; la displicencia los acusa. Todos los objetos la vieron desmoronarse como un árbol al precipicio. Las puertas, la palanca, el boleto, los brazos, los rieles y los ojos. Ninguno se hace cargo del doble crimen de estar demasiado ocupados y muy distraídos. O acaso tragados por ese terror fofo que paraliza y frustra hacer lo correcto cuando hasta los perros, que a veces se vuelven para despedazar a sus dueños, también a veces corren a salvar a una criatura, crónica de un hecho reciente que habitó el noticiero hace pocos días acerca de un animal hogareño que protegió a un bebé del incendio que abrazaba a la casa de una familia pobre, como si tanta convivencia con el reino humano les hubiera prestado a esos animales la conciencia tridimensional que despierta la alarma frente al peligro de un inocente. En esa oportunidad el bebé se salvó; la perra también. En cambio los rieles, los durmientes, las ruedas y los brazos parecen no haber aprendido esa cualidad esencial para ingresar al mundo de la llamada Humanidad. Porque aquí no hay perros que salten con la muchacha para resguardar la caída. Ningún objeto le tiende una mano. Quizás podrían sustentarla en el vacío pero lo cierto es que estas dos almas están desamparadas en medio de la multitud de un tren indiferente y frente ellos, la muerte que mira a través de decenas de ojos: ella y su panza, ella y el alfajor y un boleto… y el riel que no se mueve de lugar.

Rodeada de objetos inanimados, en un convoy repleto de gente camino a Once, es la mañana de un jueves promisorio. Las puertas están abiertas con el tren en marcha y ella sola, con su panza en manos, parte al abismo. Las ruedas completan la escena.


Copyright®2001 por Carlos Rigel

15 de enero de 2009

La sequía anunciada


Cuando los chacareros argentinos protestan contra el gobierno de Cristina Fernández por la ausencia de medidas frente a las pérdidas casi totales del agro, producto de la sequía que afecta desde hace meses al norte y centro del país, olvidan que también son responsables de la aridez con la tala indiscriminada de bosques y el preanunciado desequilibrio en la tierra: Simplemente pierde la capacidad de retener el agua. El ciclo se rompe. Y si la desaparición de bosques completos tenía como fin la siembra de soja o de trigo o de maíz o de papas o la producción de madera, lo que sea, los resultados hoy son observables. Esto comenzó hace apenas 15 años. También hay que anunciarles que éste es sólo el principio. En pocos años nuestro norte quedará como el Sahara o el desierto australiano.
También es bueno citar que éste último lo produjo la mano del Hombre durante los últimos 2 mil años con la quema anual de pastizales. La busca de brotes nuevos para el pastoreo del ganado dio como resultado uno de los desiertos más extensos de la tierra.
Y si al problema del desequilibrio ecológico además le agregamos el saqueo de nuestros acuíferos del litoral cuando buques cisterna extranjeros llegan vacíos y salen llenos de agua por el módico precio de una cometa a prefectura, digamos, cien o doscientos euros, entonces alcanzamos el estado de crisis. Debemos recordar que menos del 3 por ciento del agua mundial es potable. Si cada buque extrae entre 2 y 30 millones de litros de agua, según el porte, podemos estimar anualmente la pérdida que padece nuestro caudal fluvial y luego pluvial. Sólo nos resta multiplicarlo por una década. A estos dos factores obedece que nuestros ríos y lagunas hoy sean amplias avenidas de arena ideales para picadas de motos y vehículo todoterreno. Allí también correrán el Dakar en pocos años.
Gobiernos, empresarios y pícaros son responsables pero más el gobierno cuando no preserva el patrimonio -que no sólo es la reserva federal o de petróleo o un paisaje-, y es divertido que entre ellos se culpen y se peleen pero lo cierto es que nos han llevado a esta crisis por mirar para otra parte. No entiendo qué nos hace ceer que somos inmunes a nuestras torpezas y mezquindades. Al saqueo de nuestras reservas marinas respondimos alegremente con más saqueo territorial porque pensábamos que los recursos eran inagotables. La pobreza que sobreviene demuestra que no lo eran. Pero nadie dirá que no se dio cuenta.