5 de mayo de 2021

Entre dos mundos




Subo al micro rumbo a CABA para entrevistarme con un editor. Y tan pronto guardo la SUBE alguien desde el asiento del fondo me saluda y me invita a sentarme a su lado. 

"¡Acá, eh!" Se trata de un caballero rústico y chivudo de varios días, de pantalón Ombú, remera desgastada y camperita deportiva deshilachada con sedimentadas manchas de pintura blanca, y una caja de vino que va y viene en su mano y de la que chupetea impávido al pasaje desde el asiento del fondo.

Pienso que es un equívoco, una confusión. Sí, está confundido, pero no sé qué hacer. De hecho, insiste: "¡Acá!". Mientras busco asiento, amaga a levantarse del asiento y me extiende la mano para saludarme luego de quitarse amablemente la gorrita, mientras yo hago equilibrio y me sostengo de los caños contra la inercia, el momentum y la gravedad en la evasión de no llegar hasta enfocar mi mente en esa figura inesperada. Hasta que me grita con la voz reverberada de ronca: “¡Escritor, aquí!”.

Me siento abrumado. La gente me mira como si yo fuera el Cyrano caído de la Luna. No sé quién pueda ser ni por qué sabe algo de mí. Siento las miradas de curiosidad del pasaje sobre mi humanidad. Pero acepto y voy hacia el asiento del fin, simulando una ingenua impericia contra fuerzas titánicas que impiden mi llegada al final del micro. No quiero llegar. 

Pero llego. Me saluda con afecto sincero y una atmósfera letal a vino barato que me transporta a otra galaxia cuando me siento a su lado. No abunda en indicios, pero me habla de un curso con otra gente en no sé dónde hasta que, al fin, recuerdo la situación, aunque no su cara. Fue durante las jornadas tan heterodoxas de Gestión Empresaria para micro Pymes y emprendedores del Ministerio de Trabajo. Pero, a decir verdad, entre treinta personas inscriptas en el curso de aquella vez no lo recuerdo.

Me descubre innecesariamente que fue por el dinero que otorgaban como subsidio alternativo para el emprendimiento elegido, algo innecesario de aclarar. Pero cada palabra que emana es una trompada de vino tinto. Me pregunta cómo me fue, cuales son los títulos de mis libros, dónde comprarlos cuando sé que junta monedas para la siguiente caja de vino, me cuenta errático, como si yo fuera su vecino,  de su vida, de su familia -que lo detesta- y hasta me pide dinero que buenamente le doy los pocos pesos que llevo en el saco, todo lo que tengo, cuando sé que es para más vino.

No necesita develarme su peronismo incondicional cuando me indica unas obras en ruinas, unas pintadas y unos afiches callejeros que, en su versión, son un triunfo peronista. Ni sabe adónde va ni por dónde quiere bajarse. La gente nos mira como dos transportados de otro mundo, pero de nuevo me tiende la mano afectuosa en la despedida y se descuelga en San Justo. 

Como un prototipo discontinuado diseñado por Dios, lo veo perderse entre la gente de una parada cualquiera elegida al azar. No quería bajar ahí porque no sabe dónde está, pero quería despedirse. 

Pienso: ni siquiera le pedí que me recordara su nombre. 

Rato después yo estaba reunido con un empresario en CABA, planificando unos proyectos editoriales, y ahora recuerdo ambos encuentros sin entrar en crisis, pero buscando una conexión que ligue a ambos mundos en un mismo tiempo. Yo, habitante de La Matanza profunda, no puedo serlo.

Vivimos en una trinchera sin ilusiones. Hoy es hoy, y mañana seguirá siendo hoy.


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