7 de enero de 2011

Piza y tribulaciones literarias en casa de Lois

Debo sortear formidables obstáculos para arribar a la casa de un amigo en busca de un ejemplar. Calpurnia en llamas y asediada por animales salvajes, ciudad ígnea camino al centro de la Tierra, advierto un aumento de la gravedad y de la temperatura en el acercamiento al núcleo terrestre.

Invitado tantas veces, finalmente llegué a lo de Edgardo Lois. Una bandada de animales prehistóricos me acecha desde la altura mientras avanzo los últimos metros hasta la entrada al edificio. Presagian, acaso, un encuentro de impensadas consecuencias. La ciudad es asediada por animales de variadas especies. Asaltan y huyen. Una manada de peligrosos raptores me observa desde la esquina, tragando cerveza y cigarrillos mientras aguardo inmóvil a que baje pronto por la escalera a recibirme. Lois vive a metros de la esquina de Estados Unidos y Jujuy, región pampeana y salvaje de la metrópoli, en un departamento blanco lleno de libros con algunos montículos de ropa seca junto con más libros en lugares desopilantes de la casa. Tan pronto subimos, golpean las fauces jurásicas en el vidrio. Para mi sorpresa, Edgardo saluda a uno de ellos. Pese a la extrañeza lo sigo.

Hay plumas sucias e hilachas de paraguas en los peldaños. Una espada enorme y parpadeante agoniza contra la baranda de metal. Los destellos azulinos producen las últimas descargas y se apaga para siempre. Luego, en el descanso de la primera planta, veo tirados dos cuerpos destruidos y ensangrentados claramente muertos. Hay señales de un combate parejo y mortal. Uno de ellos es un hombre plumífero de gran tamaño perfectamente volcado de costado. El zarpazo le abrió la yugular. El otro es un ser nauseabundo y oscuro de mirada inexpresiva cuya lengua bífida derrama en el pasillo. Sus alas parecen restos de paraguas viejos. El hachazo le dio en la base del cuello. Y no es una sorpresa cuando veo desvanecerse plumas e hilachas ante mis ojos en un vapor espectral. Pronto no quedarán fragmentos de lo ocurrido allí.

Poco falta para alcanzar el departamento cuando dejaré atrás la pesadilla de una ciudad anacrónica, de astral a paleolítica. De pronto me sorprende un silbido desesperante en la escalera superior interrumpido por ladridos roncos. Una manada de raptores viola a una sirena contra la puerta última al fin del pasillo. Hay escamas esparcidas por el pasillo producto de la violencia. Me cuesta resistir el pedido de auxilio que me convoca al holocausto como el capitán Ahab del Pequod en la novela de Melville, pero la indiferencia de Edgardo me obliga a seguir.

Finalmente (felízmente) entro en el departamento. Allí me abraza una canción folclórica en el acceso a la fortaleza con el despertar de otra realidad distante a millones de años luz de la ciudad ilusoria de allí abajo; también los recuerdos de una esfera luminosa y tibia en un planeta lluvioso creado por Bradbury. Pero no hay bizcochos ni chocolate caliente en la mesa redonda. Sólo un mantel que cubre la mitad de la superficie con dos platos azul translúcido. El resto la ocupan libros.

Uno de ellos es un ejemplar de La Virutera: Una noche de tango (Ed. Pluma y Papel, Buenos Aires 2010), doscientas páginas de un papel crema con una tipografía de bastones secos. Dentro hay un bello señalador que me paraliza la mirada, copia única y hecha a mano, pintado con acrílico por Rolando Lois, su padre, donde puedo admirar una barca solitaria encallada en un barrial de sargazos pretéritos. Imagen hipnótica, casi parece un desierto arenoso a no ser por los destellos especulares que provoca la nave en la superficie líquida. Unas pocas nubes amarillas la observan mientras sedimenta sus raíces en la corteza del río arenoso, contraste infinito con la realidad de allí afuera.

La piza ultima detalles del queso y las aceitunas en el horno. Y permanezco frente al ventanal en ese ritual de observar los detalles de la edición, cuando de pronto, mágicamente, aparecen en el centro de la mesa dos porrones petrifi- cados y una cerveza con cubierta fría. Sin embargo, cuando vuelvo al libro, muevo la cortina descubriendo claridad, pero veo para mi sorpresa que una nave luminosa y extramundana viene ladeándose peligro- samente por sobre los edificios a punto de derrumbarse. Lois mira desde la mesa. Claramente podemos observar la cara aterrada del piloto extraterrestre mientras intenta maniobrar la caída. Finalmente se entierra en las estructuras, como una represa que estalla y derrama al suelo. Un árbol de centro de manzana se desmorona ante el titán, haciendo temblar el edificio. El piloto extraterrestre sale despedido como un cometa y luego de chocar contra unas bicicletas arrumbadas en un pasillo interno lo vemos perderse al pie del edificio. Difícil que sobreviva al escabroso descenso. La nave evapora como un espíritu verdoso y faltante salido del Antiguo Testamento. Al fin explota allanando los restos contra posibles estudios futuros. Se me ocurre que quizá Edgardo se asome al ventanal y salude al caído allí abajo. Pero no es así. Pienso que quizá se trate de inquilinos nuevos de mudanza al edificio. "Venimos de Andrómeda pero se descompuso el flete". La creación conspira.

Los silbidos tortuosos de la sirena han cesado. Sólo puedo oír la fuga desprolija por los pasillos en descenso a la puerta de calle y el derrape de garras en la cerámica. Pronto sobreviene el silencio folclórico de nuevo.
La piza está lista, la mesa servida. Dos porciones de muzarela llenan de pintoresca y amable humanidad cada plato. Al fin veo en la primera página la dedicatoria con tinta roja y volutas prolongadas que enseñorean las letras altas; sin duda es para mí. Azarosa veleidad, me dice al fin "Ese es para vos".



Copyright©2011 por Carlos Rigel

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