Los operativos discursivos vienen acomodados
a las situaciones, precisamente, para no cerrar nunca
la ecuación por fuera de lo esperado, y lo mejor,
en estas épocas medievales es mantenerse atento
y leer hasta con desconfianza la letra pequeña
del oficialismo, cualquiera sea éste.
Al hablar de una "Guerra civil", la potencia misma de la palabra nos refiere a una imagen del enfrentamiento armado de, cuando menos, dos sectores en disputa del poder. Quizá la mejor definición que recuerdo la brinda el escritor británico Arthur Clarke en su novela "Fuentes del paraíso" (1981) cuando escribe con precisión académica la situación táctica, y la resume con una pregunta inolvidable: "Qué ocurre cuando una fuerza irresistible se encuentra con un objeto inamovible". Claro que para equilibrar el binomio de la imagen citada, el conflicto debe ser parejo en algún sentido o estratégico o táctico o armamentista.
A veces, la pasión, la bravura y la entrega a la causa de un bando equipara el despliegue operacional del otro bando en pugna. En Argentina se habló de "guerra sucia" por las tácticas violatorias de los Derechos Humanos desplegados en la urbanidad ciudadana de un país alterado, cuando la verdadera guerra civil, en el sentido clásico del término, se desenvolvió en nuestra provincia de Tucumán, cuando la tropa irregular del ERP, una milicia de cinco mil jóvenes de entre 18 y 25 o 26 años, recalentados en ideales por el discurso de quienes hoy son empresarios exitosos, y con alguna instrucción básica en combate, fueran a una pelea recta contra el ejército de la República Argentina, armados con fusiles de asalto, metrallas, pistolas y lanzagranadas, en busca de la independencia de una provincia tucumana emancipada e incontrolable por el gobierno central de la Nación.
Esa gesta suicida, o valerosa o equivocada, se tituló: "Operativo Independencia". Recuerdo la frase de aquellos años que hablaba de una equiparación de fuerzas en conflicto: "De día patrulla el Ejército, de noche el ERP", asistidos los guerrilleros por motos, automóviles y camionetas. El sitio de nuestra provincia duró meses y la estrategia militar fue elemental, casi romana: Cortar las líneas de abastecimiento y suministros del ERP, cercarlos en los montes y esperar con paciencia a que salieran, y exterminarlos indefensos, sin municiones y hambrientos.
El mapa de operaciones habla de la relevancia del adversario y hasta el peligro de enfrentarlos recto en el combate abierto o, acaso, la falta de certezas sobre el resultado del cuerpo a cuerpo. Luego de 1975, el teatro militar derrama en operativos de inteligencia en las provincias urbanas y allí adquiere otra cara, menos táctica que paramilitar, menos bélica que policial, que recuerdan los episodios de la Guerra de Argelia. Y tras el Golpe militar de 1976, ese aparato sigue bajo la forma de persecuciones en las bases sociales de todo ciudadano sospechoso de "enemigo del sistema", con el resultado conocido. Pero quizá, bordeando el límite, llegamos a la guerra civil española prolongada y feroz, y tan lógica como previsible con una monarquía en tiempos republicanos; la fractura de un país entero que arrojó la cifra escalofriante de un millón de muertos.
Acaso este largo prefacio me permite la antesala al análisis de los eufemismos en tiempos medievales, donde parece que lo aprendido durante el siglo XX se ha negado y aplastado fanáticamente durante el XXI. Incluso yo mismo erré esta mañana al listar una foto del movimiento de tropas en San Cristobal, Venezuela, y la llamé "Guerra civil". No hay tal cosa.
Veamos.
Lo que el gobierno madurista llama "oposición" se trata de ciudadanos venezolanos en desacuerdo con el gobierno. Y cuando Maduro reconoce la eficacia de los operativos de los llamados "colectivos", grupos motorizados, operando muchas veces de civil, y cuyo resultado son 35 muertos hasta la fecha –sin saber todavía la cifra de los "otros" no reconocidos–, no se trata de "contención de disturbios", sino que se llama "aparato represivo".
Y a la detención de manifestantes primero marcados y luego extraídos de sus domicilios sin orden de captura ni procedimientos legales, y sin información acerca de sus lugares de detención, no se la llama "captura policial", se lo llama "terrorismo de Estado".
Y cuando a los detenidos se los tortura, o para conocer información o para "corregir el pensamiento opositor", no se lo llama "Mesa de diálogo de Paz", sino que se titula "Violación de Derechos Humanos". Y si mueren durante la tortura, no se lo llama "exceso contemplado por el gobierno bolivarista", sino que se llama "Crimen de Lesa Humanidad". Y a la muerte de manifestantes por francotiradores con fusiles automáticos y miras telescópicas, no se lo llama "Operativo contra desbordes sociales", sino que se llama "asesinato a mansalva".
No se despliega a un ejército contra su propio pueblo en tiempos republicanos bajo pretexto de que el sistema está en peligro, porque lo que está en peligro es "este gobierno", la cúpula militar castrista y madurista, y no la democracia que vive en el deseo del pueblo venezolano, porque entonces tiene otro nombre, se llama "Dictadura".
Pero sobre toda otra consideración dialéctica, a un estado que destina el ejército local y el cubano, mercenarios tupamaros y grupos paramilitares contra una sociedad opositora que protesta desarmada sin otra herramienta más que la ocupación de calles, no se la llama democracia, sino "Tiranía". Y no hay allí una "Guerra civil venezolana", porque del otro lado no hay un ejército del pueblo ni una guerrilla entrenada para el combate, no es eso, sino que se trata de un simple "genocidio".
El disfemismo para el narcotraficante colombiano Nicolás Maduro es que no piense que porque el gobierno argentino negocia con ellos por debajo de la mesa el enriquecimiento de uranio venezolano destinado luego al mercado negro del mejor postor mundial a cambio de armas y narcotráfico libre por Ezeiza, todos los argentinos hacemos que no vemos o que no sabemos de qué se trata la suciedad que contiene. No todos nos tragamos el sapo de los eufemismos de las bestias, ni de su gobierno ni del kirchnerismo.
Barón Carlos Rigel