27 de julio de 2012

Los árboles del ayer II

Y bueno, ya torcí el pie, ¿pero acaso 
alguna vez me funcionó la brújula?


Qué opaco es el dolor de verte
partir de espaldas cuando la distancia
es vientre, semilla y camino,
que hasta el valle de sombras
de tus ojos me suenan a rayos
sin luz de letanía, y entreviendo
que no volverás mi propia
montaña hecha de trigales
sin destino se hunde en un pantano
de dolores todos latentes,
todos ahora renacidos.
Tan opaco es ese dolor
que buscando borrar sus colores
junté del ayer las trizas de un julio
roto en pedazos y vuelto a romper
una y otra vez sobre un mantel
de encantos derramados
en una copa que hoy también
yace perdida. ¿Cuándo se rompió?
¿Cuándo fue que quedó vacía?
Hace mucho creí ver la paleta
en la mano grande del artista
que tallaba de madrugada el eco
de esta muda campana que hoy
me llena en desaliento y aunque
no es nada, me digo, lo cierto
es que hasta me duelen las horas,
entonces terminás habitándolo todo.
Una vez vi crecer tu vientre
de supernova tañido de púrpura
y bermellón en el río tinto
de tu dormitar seco y tibio
de nave nodriza, recién preñada
de ilusiones y todas ellas
recuperadas, como un grafiti
en una pared sin luz,
hecha de otoño y corazón,
de sal y tierra abierta.
Pero ya ves, no hay paz en este
mar quebrado de rumores
sin los arpegios ondulantes
que trajo el oleaje de tus deseos
pretéritos robados al ayer
que hasta el alma trina
con la voz antigua de cuando
la noche era cuerda sin arpa y
un arcángel en cada tormenta
jugaba con verbos en los pestillos
de tu azucarada entrepierna.
Eran las edades del llano vivido
y un pan sedimento incoloro
sin aldaba en la puerta de mi dios
perdido y muerto, abandonado
para siempre en las cruces
de un tiempo sin nombre ni título.
Pero qué dulce era el fervor
de verte llegar. ¿Cuál lluvia
tan vigorosa ablandará este océano
paralelo de cieno y madrugada?
Nada habita el mañana cuando
no estás, no quedan eclipses que
sortear en el pértigo de mi razón,
que aunque ahora sienta en tus ojos
de ostra la cuna del pan nuevo
de cada amanecer, en verdad,
no tendré manos para recibirlo.
¿Quién hará propias mis trizas
sin tus burbujas?
Entonces, quizás brillará otra vez
el color mágico pero no será mío
sino quitado a las témperas eternas
de un noviembre cansado,
harto y enfermo de beber
de un candado hecho de niebla.
Y aún retirando esta aguja
de infarto, quedará como trémulo
testigo la sangre de mis asesinadas
ilusiones sin surco ni conciencia,
dejará la tierra infértil de tu indolente
y opaco salir de mi influencia.
Sin beso ni espada, sin juicio
ni renacimiento que marque
el paso descendente en el péndulo
de esta inesperada condena
de verte partir inicio el tránsito
hacia la órbita lejana en la noche
más oscura de mi equinoccio.

Rigel

Copyright@2012 por Carlos Rigel

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