20 de octubre de 2013

Diatriba contra un heraldo enfermo de belleza


Siempre hay lugar para los condenados 
al jardín de los barrotes sociales.

Todos los perros reunidos: La jauría está lista. La jauría y la manada de monos invitados al show de un juicio contra una personalidad de la poesía y la dramaturgia. Un pañuelo bordado bajo las pezuñas y los colmillos de los cerdos. «En Londres no se debe hacer el "debut" con un escándalo. Eso queda reservado para dar un poco de interés a la vejez. La juventud sonríe sin ninguna razón. Ese es uno de sus mejores encantos. No soy romántico. Aún no soy lo bastante viejo. Dejo el romanticismo para los que son más viejos que yo». Y todo por no abordar ese último tren. Por favor, saque su boleto, señor Wilde. Dios, empujalo, dejalo pasar, hacé que el guarda mire para otro lado. «Detrás de todo lo exquisito hay siempre alguna tragedia», parece responderme Oscar Wilde, el poeta medular de Dublin, hijo de esa isla lateral irlandesa que fecundó tantas veces la grandeza intelectual del Reino Unido, autor de la novela El retrato de Dorian Gray (1890), metáfora de una juventud robada a la magia.

Él mismo convoca a la jauría de perros al espectáculo. «El amor es simplemente una desordenada pasión con un bello nombre». La acusación es difusa, el marqués de Queensberry, padre del actual affair de Oscar, el joven lord Alfred Douglas, un personaje absolutamente subalterno, sabe de la relación de su hijo con Wilde lo que lo vuelve el hazmerreir de la ciudad y en un envión de osadía lo acusa de «Sondomita» en una carta que más tarde fue pública. Veamos, Queensberry no escribe sodomita, sino que desfigura el término deliberadamente, previendo incendios inesperados en los fueros; deja una brecha tangencial que le permita un salida de emergencia a un «Yo nunca escribí sodomita». «El mundo es un cementerio y todos nosotros, como un ataúd, llevamos dentro un esqueleto». Allí advertiremos que teme a las represalias de alguien famoso como Wilde, y deja la puerta abierta a una rectificación posterior que no llegará nunca. No será necesaria. «La gente ordinaria espera que la vida le descubra sus secretos, pero a muy pocos, a los elegidos, les son revelados los misterios de la vida antes de que caiga el velo. Algunas veces es por efecto del arte, principalmente el literario, el cual se conecta de forma inmediata con las pasiones y la inteligencia. Pero, de cuando en cuando, una personalidad compleja asume el oficio del arte y es, a su manera, una verdadera obra de arte». 

Y Wilde arremete lozano en un juicio por calumnias, creyendo que lo puede ganar con resarcimiento y acaso limpiar su nombre. Es un artista lúcido, un hombre inteligente y sofisticado, un conferencista estético, deslumbrante y popular. «La única cosa que lo sostiene a uno en la vida es el darse cuenta de la inmensa inferioridad de los demás». Nada le hace pensar en un revés frente al estrado; cree que con su proverbial discurso de anagramas y frases brillantes dominará al jurado atrayéndolo en su favor. Él es Gray, el Conde de la Duplicidad, y en ella se ocultará con un epigrama irrefutable y preciso para salir ileso una vez más. «La humanidad se toma a sí misma demasiado en serio. Es el pecado original del mundo. Si el hombre de las cavernas hubiera sabido reír, la historia habría sido diferente».

El público asistirá al juzgado. El poeta y dramaturgo irlandés cuenta con eso. No es el primer juicio que soporta; su vida amorosa es conocida en la ciudad. «Yo nunca apruebo ni desapruebo nada. Es una actitud absurda para la vida. No hemos sido enviados al mundo, para airear nuestros prejuicios morales». Y se presenta pulcro, elegante y genial en una verdadera perrera burocrática de abogados defensores y acusadores. El tribunal es un corral. Y la comedia da inicio.

«La vida es demasiado compleja para ser regida por unas reglas tan duras y fijas». Hay lectura de alegatos, el testimonio de vagabundos, gente rancia en la diatriba desproporcionada contra un hombre que se defiende al principio con la majestad del humor. «Vivir es la cosa más rara del mundo. La mayoría de la gente existe, eso es todo.» Desfilan por el banquillo extorsionadores hambrientos, testigos desconocidos que describen ambigüedades tendenciosas y hasta demostrativas de una vida de contactos lujuriosos. «El secreto es la única cosa que puede hacer misteriosa y maravillosa la vida moderna. La cosa más vulgar es deliciosa si uno la oculta». Los monos aplauden, los perros ladran frenéticos. El show está en marcha y debe continuar para el público presente; es el espectáculo de entrada libre para la plebe que un hombre público puede ofrecer. «No tengo nada que declarar sino mi genio». Hay ovaciones y exabruptos, quejas y burlas. «El fin de la vida es el propio desenvolvimiento. Estamos aquí para realizar nuestra naturaleza, perfectamente».

Pero comete un error, en sus declaraciones deja entrever una fisura pequeña por la que filtra su vida privada; derrama pronto en el interrogatorio iracundo del fiscal una vida de amores reprobables, ahora expuesta abyecta a la jauría victoriana de una Londres que será cuna de la persecución contra "indecentes" después del juicio y la condena. Es más importante tener una máscara de la decencia pública que a un autor brillante. Y el revés no previsto llega y se hace fuerte. Los monos callan, los perros esperan jadeando. El juicio está perdido. La popularidad que creyó lo favorecería se vuelve una colmena de impugnación. 

Oscar Wilde es condenado a dos años de trabajos forzados en Reading. «Ahora conoceré el otro lado del jardín», le dice a su amigo, Bernard Shaw, conciente de la sentencia. Le permiten las última horas para acomodar sus asuntos familiares antes de marchar a prisión. «El alma nace vieja y se va haciendo joven. Esa es la comedia de la vida. El cuerpo nace joven y se va haciendo viejo. Esa es la tragedia». Sin advertirlo, ahora no sólo es dramaturgo sino, además, demiurgo de su propio deceso. 

En el destacamento policial, cruzando unas calles, saben que al comenzar el día deben ir por él, esposarlo y conducirlo a prisión. Sin embargo, en pocas horas, casi a medianoche, parte el último tren rumbo al puerto cercano de Dover. Podría escapar rumbo a Francia para no volver jamás, la evasión de una condena que no corregirá su comportamiento como ser social ni mejorará su estilo de pensamiento. Es cierto que mandan a un agente para espiar y verificar si ha aprovechado esta última oportunidad de escapar a la prisión. El hombre regresa: «Tal parece que el señor Wilde no ha abordado el último tren», le dicen al comisario. «Habrá que arrestarlo, entonces», responde. La policía londinense muestra la misericordia para con un hombre sensible y genial que no muestra el sistema judicial completo. Pero el poeta se entrega voluntario a la maquinaria de vapores y de martillos, de golpes y enfermedad. Wilde está acabado. Sé de la calumnia de las bestias cuando se juntan a ladrar. Es la pendiente, el abismo de Wagner, la pierna de Rimbaud, el péndulo de Poe que inicia el regreso, el descenso de la madrugada de Cortázar, la vesícula de Mozart, la cicuta de Platón. La jauría calla, parece satisfecha.

Dicen que en prisión, el frío y la falta de atención médica parirán su propia muerte. «Convertirse en el espectador de nuestra propia vida, es escapar a sus sufrimientos». El reproche social y familiar lo llevará a refugiarse en París, y aún allí padecerá la amenaza de interrumpir la pensión que recibe si vuelve a encontrarse con Lord Alfred Douglas. «El destino no nos envía heraldos. Es demasiado sabio o demasiado cruel. En este mundo, hay sólo dos clases de tragedias. Una es no obtener lo que se desea y la otra, obtenerlo. La última es mucho peor». No hay retratos que lo salven del deterioro ni estatuas de jóvenes hermosos que lo lloren. Dejará de ser Wilde para ser otra persona, vivir la vida de otro que simplemente existe, anónimo, perdido. «Cuando los dioses desean castigarnos, atienden nuestros ruegos». Oculto en Francia como un oráculo decadente y olvidado, dicen que cruzarán sus caminos con él en París, se lo verá abatido y desalineado, y hasta pedirá dinero que, tras recibirlo, desaparecerá para siempre. Nunca más será descubierto como un ángel herido por ninguna calle empedrada de la ciudad parisina. «El hecho de que Dios ame al hombre nos muestra que, en el orden divino de las cosas ideales, está escrito que el amor eterno será dado a quien sea eternamente indigno de él». 

Y ese eterno muchacho con cara inocente de ojos tristes, hijo intelectual de Dublin, ese heraldo enfermo de belleza llamado Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde, sin estética, sin lucidez ni elegancia, morirá como "Sebastián Melmoth", nombre horrible y decadente que elige para ocultarse en el jardín de barrotes agónicos de una ciudad que no lo reconocerá con apenas 46 demacrados años junto a veinticuatro obras que no escribirá jamás en la vejez que no tendrá; acaso la mejor etapa de su vida literaria. Él, Sebastián Melmoth, habrá sido el creador de un retrato ilusorio de un cuadro llamado Oscar Wilde, el personaje de una pintura que adquiere más belleza mientras que el autor de la obra se deteriora y corrompe de antigüedad, como indica el tiempo. «Cuando un hombre dice que ha agotado su vida, ya se sabe que es la vida la que lo ha agotado a él». Y porque el último tren esa noche partió sin él rumbo a Dover es que nació como un ángel hecho de letra sin fonema, como Rimbaud, ánima muda condenada para siempre al limbo literario como el genio rebelde de la estética finalmente reformada.

Rigel

Copyright@2013 por Carlos Rigel