2 de julio de 2011

El río amargo de Julio / El sepelio de Perón


 2 de Julio de 1974


El río humano –ancho como de treinta personas– avanza lento, como por pulsos sanguíneos, seguidos de largas detenciones mudas. Hace horas que el Congreso está iluminado y se me hace ahora más mortuorio que al llegar. Apenas puedo advertir cuánto avanzamos en cada oleada cuando, cada tanto, al volver a mirar al frente veo, más allá de la gente y los paraguas, las vallas finales que detienen al gentío contra avenida Callao y que la separan del edificio. Las vallas están cada vez más cerca. Le sigue un tramo final aislado de gente en una fila unipersonal que solitaria cruza la avenida hasta la escalinata.

Llevamos horas transitando ese río penoso. Hacía casi un día que habíamos salido de casa con mi hermano, acompañando a mi viejo rumbo a la unidad básica en la Rotonda de San Justo, buscando algún transporte. Mi viejo, recién operado de espolones, nos dejó allí antes de subir a los micros. Había sido de madrugada al salir y ahora era otra vez de madrugada. El frío y la lluvia son inclementes. Todo por verlo al Pocho por primera y última vez; saber cómo era el líder ausente por el que gritábamos y cantábamos en los mitines del PJ. En Ezeiza habíamos esperado en vano porque nunca bajó allí y quedó para el recuerdo la voz de Leonardo Favio por los parlantes, mediando la espera del oleaje viviente.

Mi hermano se ha extraviado hace horas. No recuerdo en qué momento dejé de verlo pero llevo rato sin tenerlo cerca. No me preocupo, pienso que quizás ha ido a buscar un baño. Cansado de fumar siento hambre. Meto la mano entonces en el bolsillo de la campera sintética, allí tengo un pan de la tarde que conservo para el momento de peor ansiedad, pero mis dedos se hunden en una pasta fría y líquida: Está sopado de lluvia. De los bolsillos derrama una sopa helada y lechosa, como de un vaso rebalsado, que desciende hasta salpicar el jean. 


Luego de horas bajo el diluvio los muchachos de brazalete habían repartido bolsas plásticas grandes que, arrancadas las esquinas y caladas a mordiscos y tirones, servían de chalecos impermeables al aguacero. Lo que nadie avisó es que conservaban el frío peor que estar mojado. Por suerte llevo una campera sintética de moda en estos tiempos, por lo que no me hace falta el plástico como prenda, apenas para protegerme la cabeza cuando la lluvia enfurece. En la última hora estuve acercándome poco a poco a una chica gordita con un bello gamulán oscuro con capucha. La ocasión es inadecuada para el levante pero me ayuda a soportar el frío de estar empapado y frizado.

De pronto pronuncian mi nombre por los altoparlantes y me convocan a una vereda. Ahora sé que era entre las columnas del Banco Central. Insisten de nuevo con mi nombre; dicen algo de mi hermano. Voy, pregunto y llego. La lluvia sigue helada. Daniel yace derrumbado en una camilla shoqueado de frío. Se ha desmayado. "Hipotermia" me dice el médico joven reclinado a su lado mientras le arranca la bolsa pegada al cuerpo; está empañada. Pienso que tanta espera bajo la lluvia y el invierno termina allí mismo en una incontable frustración. No sé muy bien qué hacer, pero sigo a los camilleros cuando lo trasladaban bajo la lluvia. Y cuando lo suben a la ambulancia, en breve silencio, me despido del Congreso y del general. Por metros y minutos se me escapa la única oportunidad de verlo allí, acabado pero inmortal. La noche ha sido larga. Recordaba la madrugada, atravesando el frío rumbo a los micros y ahora de nuevo la madrugada pero rumbo a la ambulancia. No siento reproches internos aunque tampoco idea de qué le diré a mi viejo cuando volvamos. 

Pero la novedad es que la ambulancia, luego de algunas vueltas insólitas, nos traslada a los fondos del Congreso Nacional. El hall es amplio y regada de camillas con gente semidormida distribuidas improvisadamente en la amplitud. Lo ubican en un claro a nuestra derecha. Luego de observarlo, el médico me pregunta como estoy yo. El sueño y el frío me quiebran pero le digo que estoy bien. Me dice entonces que lo deje dormir, que le quite las ropas, en la cocina las asistentes han organizado un tender donde podré secarlas. Parecen de cuero al tironearlas. Consigo mantas y hasta matecocido caliente para darle y que recupere la temperatura. Incluso pido otra manta para mí, pero prefiero agregársela a él. Finalmente lo veo dormir.


Hay un símbolo en esa camilla dormida, una imagen que se reiterará varias veces durante mi vida, pero lo sabré con los años. Finalmente, por azarosa veleidad, estaba a metros o a años luz de despedirme del caudillo, una leyenda urbana, sin saber cómo cruzar ese último charco estupefacto y mudo. Una enfermera solidaria, quizás leyendo mi elocuente expresión de fracaso, me avisa que le toca a ella ir a verlo, invitándome a seguirla. Cruzamos pasillos y salas hechas como de hueso lustroso en un cadáver milenario. Y al fin, en medio de un bosque de uniformes, reflectores, lamentos y silencios meditabundos, llego al féretro de Perón. Mis impresiones personales me las guardo. Lo que sigue serán tinieblas nada más. La luz se ha apagado por décadas. Creo que todavía no han sido encendidas. Ese día comenzaba el asesinato de una generación completa en dos etapas. El fin de los sueños. Pero, como ya dije, aún no lo sabía.




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