27 de octubre de 2023

Oniria, el color perdido

Las tintascrudas de Rigel



Soñé con la despedida de Mónica, 
la que fue mi primera pareja.

Ella interrumpía la cena, se levantaba de la mesa y la perdía de vista en un restaurant lujoso para descubrirla en el patio trasero del comercio, rodeada de familiares que no reconocí. Vestía una blusa blanca y pechugona, y una minifalda negra, esa que deslumbraba a mis compañeros de estudio. Y al despertar me sonó a despedida, a partida. Había regresado sólo para decirme Adiós.

Con apenas 14 años de edad fuimos dos incontenibles delincuentes sexuales y hace casi 50 años me fui a vivir con ella los ocho siguientes de mi vida.

Durante 20 días de cada año ella era mayor que yo hasta igualarla en edad con los soles de noviembre.

Nos conocimos con las témperas y los crayones de la secundaria del dibujo publicitario en Ramos Mejía. Y unidos, muy pronto, la fiebre nos contaminó como una transfusión de veneno. Cruzar límites se volvió tan común que fue el motivo para tomar distancia de nuestras familias y dar espacio a una locura de ardores juveniles.

Con 1,80 de altura, la vida extrema me redujo a esqueléticos 50 kilos de peso. Es decir, según la tabla americana, 30 por debajo del ideal en la relación peso y altura.

Y siendo yo soldado bajo bandera, ella fue la razón de mis escapes nocturnos por el que fui castigado con un mes preso en el calabozo. Me arrastraba por el campo hasta la ruta, evadiendo a los imaginarias de guardia, hasta que una mañana me descubrieron al regresar tarde.

Pero la poción viciosa sedimentó en la sangre y se hizo órgano; fue agua turbia y costra en el desencuentro. Nos volvimos violentos y salvajes. Los intentos de comunicación terminaban en peleas. Silencio y amor. Riñas y sexo. Entonces decidí ponerle fin a la pareja.

Admito que fue traumático para ambos, éramos dos adictos, uno al otro. Drogarnos de sexo era el escape nuestro de cada día. Y si el amor fue un infierno, la separación fue peor. Un verdaderos descenso al purgatorio.

Pasaron dieciocho años al menos. Volví a verla en '98 o '99 en un encuentro acordado en CABA una mañana de abril para firmar unos papeles. Cuando me vio acercarme a la mesa, me dijo: "¡Estás grandote!", porque me recordaba consumido y esquelético por la vida que hacíamos. Café y Marlboros en una cafetería vacía en la mañana vidriosa sobre Avda. Juan B. Justo. Fuimos amables al despedirnos. Pero no volví a saber de ella hasta soñarla ayer.

Las almas dicen adiós. No pocas veces me ocurrió en esta vida la visita final de una vida. El pitazo último y las campanas en el andén antes de partir al otro lado; un extraño halago de la creación.

Pero temo que hoy se me cayó un color ardiente de la paleta.


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