29 de octubre de 2023

Al habitante de Antares

Las tintascrudas de Rigel



"Al habitante de Antares" es un texto libre, una prosa dedicada 
en 2004 a los escorpianos y cuyo original perdí en una 
computadora, aunque quedó incluido en uno de mis libros 
publicados, probablemente, entre 2010 y 2011 y del cual 
no conservo ningún ejemplar. 
Sin embargo, hace pocas semanas 
encontré en mi blog un borrador incompleto y no editado en 
las redes. La parte en color es la que me atreví a reescribir, 
contando apenas con algunas oraciones recordadas.


La noche le sienta bien. Por eso, digno y solitario, como un rey de la Luna, suele ocultarse durante las horas de sol a esperar el derrumbe de sus fuegos. Dicen haberlo visto desnucarse de un golpe único y venenoso, ya preso del delirio, acorralado acaso por la duna y las llamas del desierto. Pero tal vez sea un mito de sus detractores. Lo cierto es que los destellos diurnos lo debilitan pues anulan sus percepciones del Universo. Así, resulta indefenso frente a sus enemigos… porque también los tiene. 

El peor de todos, de tentaciones a tormentos, el Diablo del Edén. Su otro peor enemigo es tan ridículo y gracioso que prefiere olvidarlo. Por eso elige las sombras, acaso para insultar de misterio a la Creación. Y cuando cierra los ojos perfectos y totales a su oscuridad de ermitaño, se abalanza en meditaciones profundas y filosóficas. Cada día, mientras ennoblece las paredes de su cueva, él desnuda el temor de los hombres. También los errores de Dios.

Y cuando la polaridad estelar atraviesa los mares del cielo, entonces sale al territorio, poético y guerrillero, y rinde tributo a la esfera negruzca del firmamento. Ahora camina entre orgulloso y temerario, siempre en guardia, leyendo los secretos de los reinos bajo sus pies y sobre su cabeza, además del reino mundano.

Cuando los dioses caminaban la tierra, le temían. Sus versos en llamas —dulzura o muerte—, navegaron las venas rumbo al corazón de Platón. Y desde que brilla en el cielo, misántropo y enorme, Dios lo mira de reojo porque lastima las sombras de la tierra con fuegos ultravioletas. Entonces, desafiante, resplandece con luces de helio muy por encima del rosario de soles y constelaciones. De estas últimas, ninguna se le acerca. Si hasta las estrellas lo miran con luz zodiacal y mucho disgusto. No a él, ni a su poder, sino a sus erráticas reflexiones.

Se puede ser más rápido que él, pero nunca sorprenderlo. Y nadie quiera verlo yacer gélido e impenetrable, porque es más peligroso: está acechando la cena. Y mientras lo hace, quien lo ve, no sabe si medita o apunta. 

Él destroza la belleza oculto en las sombras. Es máquina, soldado y trampa. Virtud y enfermedad. Mata siempre a los mensajeros del cielo sin escucharlos. Por costumbre los envenena mientras los devora. Por eso está condenado al silencio, incluso cuando muere. Y siendo mudo es sabio. Cierra las pinzas de sus labios y mira estático en acuerdo mudo con la afirmación.

Cuando las nubes diseñaban montañas y el rayo esculpía el agua él ya veía muertos remotos. En su larga existencia visitó la cama de reinas y emperadores, fue copa y manta; también tormento en Caín y destino en el huerto, porque soñó a Judas un millón de años antes de su nacimiento. 

Su comienzo es remoto, fue el origen universal y su fin es el final último de la creación. Hoy está sentado a la izquierda de Dios a quien nunca mira recto a los ojos. Pero los profetas anuncian que será la única joya que el Todopoderoso conserve tras el fin. Porque él es jeringa, encanto y rodela, remedio, púa y poción. Y cuanto más finas sus armas más letales se vuelven. Su veneno predilecto es el recuerdo. Sus víctimas mueren o viven con los ojos abiertos. 

En la jungla, la duna o la sombra él es perfecto. Y no deja camino, pero siempre tras de sí hay una cuenta de huellas de su paso por la arena selenita... unas que nadie se atreve a seguir.



Copyright®2004 / 2023 por Rigel







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