8 de junio de 2017

Oesteboom: el hachazo insospechado de la migrada poesía





Creo que voy a llegar tarde y, en efecto, llego 15 minutos tarde. Es la presentación oficial del volumen de poemas y bellas prosas de escritores del distrito del oeste. La cita es en el auditorio Marechal de la Biblioteca de la Universidad de La Matanza y la sala amenaza a llenarse.

Ricardo Montarte y Patricia Suñer me saludan desde la primera línea, ambos afectivos y con gozo sincero, y Gino Bencivenga me hace los honores al recibirme a su lado en la última línea de butacas, adonde siempre me dirijo. Median unos minutos de charla filosófica y el evento comienza con las palabras de la representante de la biblioteca, Nora Sielas. Las rememoraciones del momento histórico reciente que sujetan fuerte el acontecimiento de la primera antología reunida de poetas matanceros. Y luego le sigue la introducción del Prof. Banga quien decide inocular a los presentes con un concepto borgeano, “la construcción de un mapa local”, tierra de estepa, llanura y urbe poética, como parábola universal de un andamio en las paredes de un obelisco de la atemporalidad: hasta aquí llega nuestra tierra.

En todos los tiempos y partes de la patria hay un mapa activo completándose con viajes, mates, pozos, ovejas, besanas, colectivos, trenes, capataces, tortafritas, árboles, tazas de café, vestidos, lágrimas, sentidos, pan casero, fuelles, sueños, carbón, zumo de tetas, otredad sin límites, vino tinto, bebés del hambre y madres de mimos, y todos ellos juntos en el misma olla de fierro, cocinando a fuego lento, sobre el bracero dialético, un oráculo viviente, como para leer en el brebaje resultante el pasado, el presente y el futuro derramado en la mano a Dios.

Junto a Patricia Suñer y Ricardo Díaz Montarte.
Bueno, pero por primera vez veo un ejemplar vivo de Alto Guiso (Leviatán, 2016), en las manos de Gino, edición que aún no llega a mi biblioteca personal por esas cosas de la crisis personal. Le estimo entre 120 y 150 páginas aireadas en papel ahuesado de 80 gramos y cubierta de acabado mate. Escucho el repiquetear de sus hojas, buscando una marca de lectura elegida. Pienso, Es como romperle una botella al cielo y dedicarse a armarla pedazo a pedazo, astilla y pegamento, porque así es la poesía mientras toma forma y se vuelve envase de la existencia cotidiana: dentro habitan genios nunca antes vistos.

La intervención del historiador Martín Biaggini, con un dominio dinámico del público, baja los pies de la sala a tierra firme cuando vuelve el pasado espectral de una región del tiempo y la define con señales de caminos y límites geográficos. Recuerda poetas y poetisas empujados por el viento de un lugar a otro sedimentados al fin en nuestro distrito. Contribuye al extra-texto con la génesis del proyecto de un libro que hoy alcanza a la Cátedra de Literatura de la Universidad de Berkeley, California, y –terminan de confirmarme– al mercado lector de Polonia. Son once besos destilados en la llanura de cemento y grapa fuerte al sur del globo, ahora derramados al mundo.


La parte que todavía me hace ruido de línea es cuando la representante de la biblioteca habla de Latinoamérica como un territorio amalgamado por el humus, como si fuera África unida por el pigmento étnico. Me pregunto entonces qué tiene que ver un pueblo africano de origen esclavo de Cuba con otro originario de araucanos del sur frío, o una guaraní con penetración de sangre viquinga rubia de las primeras conquistas milenarias con una francesa de Guayana, u otra holandesa de las Antillas con una de nativos incaicos de Bolivia. Pero menos mal que restringen el asunto a la parte latina, porque de agregarle la cultura esquimal y la parte inglesa o la francesa con los onas del sur argentino, América sería una ficción salida de la Guerra de las Galaxias. Quizá por eso me recuerda esas películas de ciencia-ficción donde un emisario extraterrestre dice: “Necesito hablar con el representante de la humanidad”, y que da para responderle: “Vení, vamos a tomar un vino fresco y te explico”.

En cuanto a la brillante ausencia de nuestras autoridades culturales de la comuna, ocupados de la política que busca mejorar nuestra calidad de vida con una economía en ruinas, no haré comentarios. Hay citas compartidas en el grupo humano que recuerda el inicio de la Universidad Nacional de La Matanza, cuya Biblioteca nos recibe, con anécdotas risueñas del comienzo y la visita en 1992 de un compañero Presidente que todos quisiéramos olvidar. En cuanto al libro en sí, recuerdo que no están todos los poetas de una tierra inmensa llamada La Matanza, pero los que están edifican un ser incorpóreo que abona esta planicie fértil hoy y desde hace siglos. Y conste, los que faltan no son figuras menores. 

Algunos autores intervienen con prédicas de una grieta que no es ideológica sino social, en una Patria cruel, femenina, inocente, dividida y enfrentada. La Patria Grande mordida por la Mini Patria. Me quedan preguntas, como por ejemplo, cuál es la diferencia entre la poesía de La Matanza y la de Esteban Echeverría o la de Morón, tal vez para reflexionar que los límites son políticos y orográficos, y hasta que afectan la cosmovisión del autor no acusan cambios significativos. Se puede escribir como gaucho desde París. Ya se hizo. Ahí vive la Patria, no en la geografía, sino en el corazón.


Pero, al fin, termina la entrada y sirven el plato fuerte. Víctor Cuello da inicio al episodio de una lectura consagrada redoblando pasos con una pieza lacónica y sórdida del existencialismo mecánico-poético de Hugo Salerno, quien yace ausente por motivos de salud; le sigue la portentosa Sueldo Müller con la interpretación de un poema ilustre de Omar Cao, también ausente por motivos de salud; y luego Bencivenga y un poema hecho barro cavado en la zanja; Paredero y una pieza maternal con sabor a leche de los primeros años; Murúa y el espectro de los sentimientos vuelto tejido somnoliento; Verón y la estaca mordaz de los años perdidos y recobrados al manual de las vivencias; y Anahí Cao translúcida en melancólicas metáforas que me reclaman saborear otra vez la lectura; Molver y el minimalismo crujiente en los secretos del día; Cuello con potente dicción que evade la lectura del libro y declama una pieza inédita: la trampa está justificada; Sueldo Müller, de nuevo, que desgrana piedras de memoria y construye un monumento de afectos; y Chappa, arrinconado y sin micrófono, que quiebra la solemnidad de sabio callejero con una pieza castiza cuasi teatral recitada mano a mano con la memoria que cada tanto le suspira eternidad en el cielo raso. Por pedido del público, luego de un diálogo breve, recita otra pieza más de su prosa poética rural y sanguínea para cerrar la noche. Yo le agradezco el lenguaje sin soda y los recuerdos puros y a veces espinosos: dice menos de lo que piensa pero vive lo que dice aunque a veces padece lo que siente.

Todo merece ser probado dos veces pero no estoy en mis mejores condiciones cuando hasta la gripe naciente me lija el paladar, exigiéndome más aislamiento y reposo. También me deja perplejo la afirmación de Pedro Chappa cuando, ya en el cierre, me dice que hace un tiempo leyó uno de mis libros de ensayo, entonces me apuñala con frescura una afirmación que me da de lleno en el miocardio: dice que soy mejor ensayista que narrador... ¡Carajo! Tengo ganas de gritarle que saque su facón semántico, aunque vine en son de Paz. En fin, es un amigo y su palabra vale. Gino se despide y me invita a visitar su teatro, mates mediante. Redoblo la apuesta y le pido ajíes puta-parió de su quinta, pan casero y vino tinto.

Afuera hay frío y nubes de apuro, pero aquí adentro queda la bebida tibia de firmas y saludos con fotos urgentes, como una fuerza quieta pero bulliciosa con sonrisas y despedidas. Es tiempo de irme. Y cuando salgo de la biblioteca y entro en la noche opaca junto a Gino, el cielo yace paralizado, la Luna llena y brillante cuelga de la nada; está perfecta y sólo le queda mengüar, iniciar el descenso hacia la madrugada mineral. Lector selenita, habitante de la Luna como soy, si no tuviera otras señales de ocaso, sólo esa bastaría para intuir lo que sigue. Pero, amigo de perder las batallas que gano y a dudar de mis propias certezas, declino esa observación alarmante. Queda sobre la mesa el objeto lleno de prosas y poemas. El libro vive. El envase está lleno: "Señor Dios, sírvase una copa. La Matanza invita".

CR



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