14 de mayo de 2016

Letra de carne y corazón










Girri, el poeta argentino, decía en una oportunidad que los poetas eran más responsables hacia los sentimientos del ser, dicho casi en menoscabo de la narrativa; configuraban para la prosa, en su opinión, una imposibilidad restrictiva del género. Estoy parcialmente de acuerdo, porque no puedo seguir a los autores de poemas que crean una esfera imaginaria de belleza y felicidad para inspirarse y escribir versos que ni ellos disfrutan, y con los cuales a veces se fuerzan en una identificación frívola que no les cabe —no alcanza con vestirse de poeta y ni siquiera con escribir poesía—, cuando a su lado tienen la suma de la realidad y la actualidad sin evasiones, cruda, maravillosa, fría o cruel para inspirarse. A menudo el poeta se cierra sobre sí mismo y con el juego de palabras piensa que basta como novedad, pero hay que recordarles que sin la subjetividad nacida sería inconcebible la Oda a la farmacia, de Neruda. 
No es difícil congeniar la maravilla en el vuelo de la golondrina o del albatro, lo dífícil es encontrarle belleza al vuelo de la gallina: ese es el desafío.

Lamento herir gente, pero la prosa se ha acercado más a la exploración del ser real desde su nacimiento y al mundo posible con exuberancia en el último siglo narrativo, cuyo paradigma es el ser desnudo en toda su potencia frente a las circunstancias o comunes o extraordinarias de la vida. Es el lado subversivo de la narrativa. Tanto novelistas como cuentistas hacen un dios de cada personaje ficticio, y siendo letra, les dan vida a arquetipos ilusorios para volverlos probables. He allí la maravilla de indagar almas posibles: ahora existen Quijote, Gatsby, Funes, Raskolnikov, Bovary, Samsa, Bloom, Vidal Olmos, Beatrice, Olivera, Doli, Buendía y tantos otros, como parte constitutiva de la humanidad cuando caminan a nuestro lado, además de quienes llegan de la mano con ellos y también coexisten, como Sonia, Sancho, Virgilio, Cruz, Recabarren, Molly, Dulcinea, etcétera. Y cuanto más profundice el autor en el alma de su propia creación, más se aproximará a la existencia hasta cobrarlo real; incluso más real que su propio creador.

Es entonces cuando el personaje trasciende el libro y supera la ficción, para habitar la galería humana de los supraexistentes, quienes están más vivos que una persona real y desbordan las generaciones. Así, cuando don Quijote es parte del memorial de nuestra familia, o la transformación de Samsa habita en nuestras pesadillas, o nos condolemos por las vicisitudes de Fantine y Jean Valjean, porque con todos ellos vivimos la desazón, la esperanza, la redención, la condena, el amor, la tragedia, la ilusión, entonces se ha resuelto el paradigma que intentaba separar lo ficticio de lo vivencial: ambos comulgan en la misma fuente de ese enigma que es el hombre, la humanidad. La paradoja creativa no podría ser más cínica y descabellada: dioses mortales de carne y sangre, creando seres ficticios inmortales. Quizá estos últimos salven a los primeros de una muerte tan indigna como inevitable.

¿La poesía crea sentimientos? Puede ser, pero la narrativa crea vidas completas, unas fallidas, otras felices, pero muchas de ellas inolvidables. Incluso se vuelve exiguo el género del poemario de aplicarlo recto a La divina comedia por fuera de los sonetos barrocos detrás de los cuales Dante cruza los planos de la creación en busca de una idealización de Beatrice, a quien suponemos tan bella como Dulcinea. Y así como Girri defiende los atributos de la poesía, también mencionemos a Sábato cuando simboliza al novelista como un submarino capaz de descender a las abismos de ser, desde el rey y señor de las profundidades, o a Borges cuando, con una metáfora análoga, se refiere a Benedetti como un "buceador de aguas profundas", pocas veces tan acertada la imagen con el creador de vidas e historias. 

Pero hay que pensar esencialmente como novelista y no como poeta para crear a Fierro o a Hamlet, además, también ser audaz para dejar de ser uno mismo y ser otro, alguien verosímil, alguien posible; eso mismo hace el narrador de historias cuando se viste con la piel de otro ser y de otros seres para vivir y transitar otras vidas. Es ahí donde caduca la poesía, en el origen mismo del realismo narrativo. 

Tampoco toda historia escrita es un acierto, sólo dice que la apuesta es más alta, más imponente, un poema arriesga 20 renglones mientras que una novela apuesta 300 páginas, aunque el estilo de fracaso es el mismo: mala poesía o mala narrativa comparten el mismo cesto de basura y olvido, aunque es probable que el poema evada el cesto y camine a su edición oculto en una lista de títulos. Pero incluso el narrador también recurre al resumen del verso en los epígrafes del título, porque necesita de la concisión. Nada es absoluto, por suerte, pero de lo que se trata con el escrito, es de dar vida con la palabra. Y cuando al fin late, lo hace más allá del autor. La humildad, a fin de cuentas, no le sirve a un dios caído que escribe novelas.
CR

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