3 de mayo de 2016

La Saladita de libros y baratijas




La Feria Internacional del Libro de 
Buenos Aires que ha dejado de 
ser "del autor al lector" para pasar
a convertirse en una toldería de baratijas
 "del mercader al público".

Pocas veces he intentado abarcar en el escrito la dimensión incongruente de la Feria del Libro actual, cuando la vi convertirse después de los '90 en una "saldería", más preocupada por el volumen de dinero facturado que con las novedades editoriales y los autores. Pero como se ha vuelto una especie de compulsiva "fiesta electrónica" sin heridos ni muertos pero con víctimas alegres, más bien cercana a la sobrefacturación de don Lázaro, es que voy a analizar la propuesta anual donde lo "nuevo" ha cedido paso amplio a las librerías de ofertines de la avenida Corrientes.

Como un mercado de pulgas internacional abierto a cualquier propuesta de negocios con una variedad amplia de baratijas que también incluye libros, en su mayoría componen la nómina de objetos las ofertas de desecho, del tipo "4 x 100", con mercaderes ocupados en facturar y cuya nómina de títulos fueron fracasos anuales, a diferencia de las Ferias de libros de Fráncfort, de París, de EEUU, de Guadalajara, de Tokio, menos comprometida con brindarle la posibilidad al público de adquirir un volumen recién editado y lanzado al mercado, en la oportunidad anual, para luego asistir a la conferencia de su autor y tras hacer la fila para la firma del ejemplar elegido –luego de pagar los 25 a 35 dólares a precio internacional y que vale un ejemplar en lanzamiento y en apertura de ventas–, está compuesta, decía, por desechos del mercado y la idea es quitarse de encima el contrapeso, tirárselo al público como baldes de agua o de tierra. 

Claro que aquí no hay un Cristo que llegué con un palo a esta toldería de fariseos para ajusticiarlos, pero se ha convertido en una tienda de saldos, de sobrantes llevados al montón y de fracasos editoriales reunidos y armados en stands con tanta sutileza como hecho con pala mecánica, de libros apilados en tapiales confusos donde se vuelve imposible elegir y donde es frecuente el azar del "Llevo éste, ese otro y aquel de allá", de tal manera que donde deberían estar las novedades, como máximo, del último año editorial, el público abierto encuentra los retazos del mercadeo, el sobrante de lo levantado sin venta anualmente del comercio y cuyos lotes apestan los depósitos editoriales que atentan contra el flujo de material nuevo, hasta que un buen fenicio viene y dice "Te doy 800 por tonelada y agregame ese bulto y aquel otro, y arreglamos en 2000, y listo".

Veamos, por ejemplo, Ediciones del Libertador y su pingüe negocio, que consiste en editar al mes como mínimo 5 libros en reedición, los clásicos, digamos, todos ellos en cuerpo 8 de lectura para abaratar los costos con menos páginas, y cuya producción es de 5 mil ejemplares por cada título, y que paga al productor a razón de 5 pesos por ejemplar pero que ellos venden a 25 pesos cada uno "en oferta", lo que representa 125 mil pesos de ganancia por cada título, pero como lleva 200 títulos diferentes, entonces hablamos de una operación de 20 a 25 millones, y a cuya propuesta –nada novedosa, como vemos–, agrega el producto de containers traídos por toneladas de libros sobrantes y resaca provenientes de Europa o de aquí mismo, acordada con los grandes grupos editoriales españoles, a quizá 1 peso o 2 cada ejemplar, y que también vende desde 30 y hasta 60 pesos o, según la belleza de la cubierta, hasta en 100 pesos cada uno, con lo cual el puestito de "La Saladita de libros" le resulta en un volumen –pero no de libros, sino de dinero–, de unos 30 o 35 millones de pesos en 20 días. Y como no paga ni 1 centavo en concepto de licencias ni porcentajes a ningún autor, o un ramo de flores o una lápida nueva en el cementerio –ya que todos ellos, los autores, están bien muertos–, apenas les paga a los puesteros, es un negocio redondo, sin pérdida posible porque no hay riesgo alguno y donde todo es ganancia, por un lado para la Cámara del Libro, porque vende el stand a razón de 4 mil dólares la plaza mínima, y por el otro al fenicio en cuestión, que abarrota las mesas de títulos que cualquiera puede encontrar en cualquier librería a un 20% menos que en la Feria en cualquier momento de los 345 días de año que no hay feria de libros en la Rural. 

No hay conferencias ni publicidad, ya que sería bastante difícil traer a Tolstoi y más aún a Rabinus Maurus o a Plutarco, pero tampoco a Echeverría, ni riesgo alguno ya que todo es ganancia, o mayor o menor que, comparativamente, el año anterior, pero nunca una pérdida. Nadie puede perder así. Pero resulta que no hay un único stand de "ofertas" que arruine el paisaje, sino que hay 50 o 60 stands en la picota ilusa del relleno sin novedad ni lanzamiento ni pago de licencias, porque quienes contratan espacios en la "nueva" Feria de Libros de la Rural no son todos editores... sino productores de cosas a la caza del negocio limpio. Por eso exponen baratijas chinas o coreanas al lado de libros.

Y el público se lleva lo de siempre, conforme de salir con las bolsas llenas de decoraciones para el hogar, planos o libros que quizá nunca lea sino con lupa hasta desistir y al fin acomodarlo en la biblioteca, y el empresario dueño del stand conforme con el número –ya que no es librero, porque jamás leyó el material que vende y ni le interesa saber cuándo diablos fue escrito "El matadero", por ejemplo–, y los empresarios de la Cámara del Libro felices como monos con tres colas porque facturaron un pingüe negocio anual que vuelvo a llamar "La Saladita de libros" con la venta de stands y el cobro de entradas, cuya operación obscena estimé hace unos años. Pero donde los autores son de nuevo los grandes perdedores del episodio, ya que deben lidiar cada uno con el blasón de su esfuerzo anual de presentar algo nuevo a 300 pesos cada uno, y los canastos de ofertas "4 x 100", y siendo un autor en ascenso, rebuscarse un lugar entre Huxley, Ovidio, Dante, Milton, Freud, Platón y Joyce, que si alguien del público ve su libro por puta casualidad en la montaña de saldos, hace una fiesta con sacrificio de bestias.

Muy distinto sería si la condición elemental para cada expositor fuera la presencia obligada de 5 a 10 autores por stand, entre nuevos y reconocidos, con material presente o reciente en conferencias y de visita al stand, porque de eso se trataría "promover" además de vender. Por eso en los comienzos fue "del autor al lector", consigna ahora suprimida por la nada, cuando es "del mercader al público", aunque sería sucio expresarlo, así como en "La Salada" todas las baratijas son truchas con marcas famosas y la gente lo sabe y el comerciante también, en la Rural también prioriza la venta por sobre la calidad o el prestigio del evento. Por eso se han filtrado las imprentas en detrimento de los sellos editores y el manejo de caja sin autor. Por ejemplo, un expositor audaz puede tomar 10 títulos best-seller de autores extranjeros, copiarlos de manera fraudulenta con ISBN truchos, y venderlos durante los 20 días, y luego irse sin dejar huella del delito. 

¿Sabemos si esto no ocurrió ya? Claro que sí, le ocurrió a Planeta, y aunque alguien diga "el que roba al ladrón tiene cien años de perdón" –no olvidar jamás que compró y redujo a nuestra EMECE Editores a cenizas–, lo cierto es que ni a la Cámara del Libro ni la Fundación del Libro ni a nadie le interesan los delitos y fechorías cometidos por los expositores durante el evento, porque lo que importa es vender stands y cobrar entradas, y al expositor le importa amortizar el stand vendiendo lo que sea necesario, choripanes, figulinas decorativas o libros truchados a la antigüedad sin siquiera anexarle un análisis o una crítica de aporte. Los organizadores con el precio de entrada alto restringen la admisión de provincianos despreciables y punguistas de paseo por el predio, excepto que pagues 65 mil o más por estar facturando detrás de la caja. Entonces sí tienen entrada libre y cena.

Y después viene la catedrática Josefina Ludmer a reclamar la desaparición de la literatura nacional y latina subversiva que en los '70 golpeó al universo literario, revelando figuras como hachazos al mercado cultural del mundo, aunque nos cabe preguntarle cómo diablos hace un autor subversivo hoy para alcanzar al público, evadiendo los premios estafa, los sellos de oro con base de barro y las imprentas de la desilusión, cuando el ciclo anual de vidriera, antes que convocarlo, lo expulsa al espacio exterior en una comunidad apática de escritores donde los mayores se reservan al juego del minotauro y donde nadie presenta o apadrina a nadie. Cada uno cuida su quintita, es claro, pero con ese criterio la revista Sur hoy sería irrealizable. Bueno, y lo es.

Y donde deberían llegar 400 o 500 autores o investigadores invitados con bombos y platillos a presentar material nuevo y abrirse un camino, traen a 2 de los cuales 1 no es nuevo. Todo redondo. Y el público nacional, que compra cosas como hamburguesas en la Costanera en negocios sin licencia ni controles bromatológicos –donde la rata más chica empuja un camión–, paga la entrada, y compra, y sale dichoso con las bolsas llenas de lo mismo que compró hace 5 años o de chucherías, porque ha perdido la exigencia y se conforma con el deterioro de una especie de "bingo" diseñado para acceder a su bolsillo rápido y fácil. Y come libros como hamburguesas amasadas por roedores, donde el empresario llega con un BMW mientras que los autores cargan la SUBE y el público sale satisfecho con una bolsa conformista llena de papeles, planos, guías y señaladores pero sin nada nuevo. Digo ¿no advierten la corrosión y la decadencia?
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