6 de marzo de 2012

Trípodes y el unicornio


Dicen que para enfrentar una crítica siendo objetivos, debemos dejar pasar el tiempo para hacerlo desprovistos de pasión y ansiedad. Bien, lo dejé pasar.


Y veía de nuevo las escenas de La guerra de los mundos, de Steven Spielberg, inspirada en la novela de Herbert George Wells cuando aún tengo vívidas las imágenes de la versión de 1953 dirigida por Byron Haskin de cuando mi viejo me llevó a verla… ¡Pero qué desencanto!
Recuerda la historia norteamericana una noche de pánico allá por 1936 cuando el actor y director Orson Wells llevó a la radio una adaptación de la obra The War of the worlds de H. G. Wells, con una ficcional cobertura periodística tan vívida que irradió el terror a los oyentes de la emisión porque creyeron que esa noche, en verdad, estaban siendo invadidos.
Se trata de la misma novela, aunque pienso que en esta última, Spielberg, le debe más al escritor inglés Christopher Priest, autor de La maquina espacial (1976), que al mismo Wells.
En la obra de Priest, recuerdo que a fines del siglo 19 una pareja de viajeros aborda la maquina del tiempo, y por esas cosas de espacio einsteniano arriban a Marte mientras los marcianos ultiman los detalles del ataque a la humanidad. En el planeta rojo habitan dos especies extraterrestres, una monstruosa y sanguinaria en sus costumbres alimenticias —no más que la nuestra—, y la otra humana, subyugados éstos últimos como esclavos y como alimento. Y los monstruos de la historia, precisamente, se desplazan en máquinas de altura provistas de trípodes desde donde observan las actividades humanas a través de ventanillas circulares de vidrios negros. Por otra parte viven a base de sangre humana, por eso los crían a éstos como a ganado, para proveerse de fluido fresco como único alimento.
Nuestros dos viajeros terrestres también resultan elegidos por los monstruos, junto a otros humanos de origen marciano, para abordar una de las naves que vienen a invadir la Tierra, bueno, como parte de la provisión de víveres.
Bien, pero la película de Spielberg también le debe un trago largo a la novela Fade out (Los visitantes, 1975), de Patrick Tilley cuando recupera el concepto de una invasión intraterrestre, porque en la historia de Tilley, las naves que invaden a la humanidad y paralizan al mundo, no bajan del cielo sino que afloran de la tierra bajo nuestros pies, donde yacían enterradas en la espera del momento elegido para actuar.
Como vemos, no hay obra absoluta de nacimiento ya que resume una genética de la creatividad cuyos orígenes se pierden en los albores de la historia humana. Cada autor, aunque no lo busque, adhiere a los cincuenta o sesenta siglos previos.
Y como asistimos a una edad ruidosa pero sin ecos de eternidad es bueno dejar que el tiempo pase frente a obras contemporáneas para observarlas desapasionados, libres de prejuicios y lecturas engañosas de taquillas y anuncios espectaculares.


De la versión de Spielberg me cabe destacar que tras verla varias veces no me terminó de convencer. Más bien me resultó una guerrilla de conflictos humanos y familiares menos que una guerra entre especies. Su corta extensión interior —dicho desde la maduración del tiempo del espectador—, la inexistencia del panorama mundial, la ausencia de ciudades arrasadas o acaso la falta de posesión de imágenes o escenas que afirmen el poderío extraterrestre por sobre el humano, y tal vez la falta de tensión institucional, creo que le restó eficacia a la poderosa historia de Wells. Algo así como ver el asalto a un banco a tres cuadras de distancia.


La ausencia de la voz de Morgan Freeman en el desarrollo de la historia también nos abstrajo del estilo narrativo abierto al comienzo, tan parco que hasta la sentencia final quedó descolgada. La composición general me sonó más bien a un atentado terrorista contra los Estados Unidos en la segunda página del Washington Post, que a una guerra inter-especies que ocupa la primera plana del mundo. Menos espectacular que una agresión real de las que ya sabemos.
Se hace evidente que aplaudir demasiado a los directores desfigura el esmero por sus desafíos. Así nos pasó con nuestro Eliseo Subiela. A diferencia de aquella película que siendo chico me aterró, La guerra de los mundos de Spielberg es un film que no pasa de ser un tibio desafío tecnológico de computadoras, resolviendo movimientos virtuales de objetos inexistentes —como se hace ahora— en cada escena.
La buena y por momentos sobreactuada caracterización de Tom Cruise y la adecuada pero no brillante actuación de Dakota Fanning, no alcanzan para cubrir los baches narrativos, cuando todavía recuerdo el ataque de xenofobia que sufre la protagonista de 1953, Sylvia van Buren (la actriz Ann Robinson) —recordemos que en la historia para esos momentos ambos protagonistas se ocultan en un sótano— cuando resulta manchada con sangre alienígena luego de que el Dr. Clayton Forrester (Gene Barry), le encaja un fierrazo a un extraterrestre, pequeño detalle que nos muestra que el enfrentamiento no es sólo tecnológico, sino un conflicto territorial y de especies: Es la sangre de ellos o la nuestra, con repulsión incluida.



Por otra parte recibo en préstamo la edición prometida por su director en DVD, me refiero a Blade runner (1982) del británico Ridley Scott, en una presentación cuidada aunque la imagen del envase resulte una patética muestra del diseño gráfico del tercer milenio, como si en ella anunciara una película de Will Smith contra el Hombre Araña o algo por estilo. Bueno, caramba, pero qué calidad de imagen y de sonido… Si recuerdo a Scott durante una entrevista cuando decía enfurecerse al ver el resultado deplorable de las copias en cintas alquiladas en los videoclubes, porque el original tenía una calidad extraordinaria. En efecto, así es.
La vi como nunca antes, incluida la escena del unicornio, más tarde eliminada del original, en un momento expansivo de furia sagrada. Hay una combinación de sentimientos sensuales que esa imagen me produce cuando la veo enfrentada a la mugre de Los Angeles, a la duplicidad de lo humano y lo artificial, y de pronto comprendo la singularidad que el místico unicornio representa en ese momento privado de la historia. Si es acaso el epicentro de la misma.
Elegida recientemente como la mejor película de ficción científica e inspirada en la novela de Philip Dick Do androids dream of electric sheep? (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), su título no deja espacio a duda sobre el contenido urbano, futurista y filosófico de un mundo con bases de silicio que todavía no encuentra las respuestas elementales de la existencia.
La división de clases entre los de arriba y los abajo, resulta patética en una ciudad en la que la clase pobre y corrupta vive a nivel del suelo, mientras que las clases inteligentes y pudientes viven en los pisos altos, en bloques de viviendas sólidas, como ciudades verticales. A su vez, el parque automotor evidencia clases polarizadas a ultranza entre modelos 1960 y vehículos complejos y aéreos.
En una ciudad medieval de marginalidad veremos a androides —réplicas como prefirió llamarlos Scott— convertidos en objetos inhumanos llenos de humanidad. Zhora (la actriz Johanna Cassidy), la mujer artificial que brinda el espectáculo tétrico de hacerse el amor con una serpiente en un bar nocturno del barrio chino —felizmente no filmada por Scott aunque sugerida—, de pronto se transforma ante nosotros en un reptil letal, lleno de odio y crimen, una especie de mamba ultravenenosa. No puedo abstraerme de imaginar a una serpiente devorando a otra de su misma especie cuando la vemos demonizarse mientras intenta ahorcar al detective Decker (Harrison Ford), su obsesivo persecutor, lo que me lleva a suponer el estímulo de Scott para con los profesionales en busca de tomas concisas y marcadas de fuerte personalidad.


Roy Batty, modelo de combate (el actor Rutger Hauer, en un momento de su carrera para la eternidad) adoptará actitudes caprichosas, cínicas y destructivas. León, otro androide (el actor Brion James) nos dejará boquiabiertos cuando está a punto de insertar sus dedos en los ojos de Decker en venganza por la muerte de Zhora.
Como ya una vez escribí acerca de la entrega apasionada de la androide Rachael en los brazos del detective Decker, es que ahora evito rememorar ese momento sublime del cine universal. ¿Pero qué es lo nuevo si hasta aquí tienen un comportamiento perfectamente humano?
Sin embargo, nos sorprenderá una y otra vez la redención final de Roy Batty (R. Hauer) emblema de la ciborespecie sobre el cierre de su propia agonía, cuando salva la vida de quien lo persigue para asesinarlo, y frente a él, por un instante pequeñísimo, hace una poesía infinita de su paso corto y agradecido por la existencia. Al final sonríe en un destello mágico de aceptación frente a lo inevitable, ya sobre el derrumbe de su conciencia, y redimido como persona, muere. 
La metáfora excede lo creativo: Se puede vivir como monstruo y sin embargo morir como hombre. 


En esta etapa de la humanidad, Blade runner en la composición de Philip Dick y Ridley Scott, viene a cerrar el paradigma abierto por Frankenstein (1818) de Mary Shelley cuando  sintetiza la futopía del simil, lo quasi-humano: Bestia cruel y compasiva, criatura emocional y sanguinaria, dios electrónico y nano-ameba virtual, amorfo mecanismo de superfluidos, defectuosa perfección con sentimientos y conciencia. El futuro viene rápido hacia nosotros y nos sonríe, pero exhala neón.
Una delicia volver a verla, porque también destaca una edad en que los directores no se conformaban con irreales tomas de computadora, sino que originaban ciudades completas en escala, lo que brindaba la posibilidad de tomas de excelente calidad, iluminación artística y foco perfecto.



Sólo le reprocho a Scott la eliminación en la versión nueva de la escena final de la fuga en la versión de 1982, cuando vemos por primera vez a Decker muy feliz de escaparse con la androide Rachael —lo suponemos, ya que a ella no se la ve— en un día por primera vez soleado, atravesando un valle de pinos y verdes y montañas, en contraste con la lluvia de un millón de años que parece atacar a la mugrosa ciudad de Los Angeles, sumiéndola en la espectral humedad, las goteras y el incesante repiquetear del aguacero que nos hace incomodar porque migran a nuestra humanidad vagos recuerdos de La lluvia (1951) de Ray Bradbury, con astronautas perdidos en un Venus lluvioso hasta la inclemencia, con olores de ropa mojada, zapatos reblandecidos y gomosos, cansado de meter las manos en los bolsillos y extraer un caldo de objetos amasados por la lluvia y los vapores. Rachael está a salvo con Decker, su otrora persecutor, y camino a la felicidad inter-especies. ¿Tendrán hijos electrónicos?


Al tanto, un pensamiento allana y concluye la visita de esta joya de fines del milenio a nuestra época superficial: En busca del sueño REM, a diferencia de las personas, los androides cuentan unicornios saltando la verja. Desprende de ella una cascada de razonamientos en parte ya prefigurados por Stanislav Lem en Diario de las estrellas (1957) cuando propone, en la decadente humanidad futura, una secta de androides devotos de Dios, lo que lleva a preguntarnos: ¿Dará cabida el cielo judeocristiano a los androides creyentes?


Observando, al fin, el génesis de gigantes como Wells, de buenos novelistas como Dick, Priest y Tilley, de cineastas de raza como Scott y en memoria de Orson Wells, frente a una estética que todavía no está haciendo historia, a Steven Spielberg y su floja Guerra de los mundos, sobre diez le doy apenas dos puntos. Los ocho restantes los reparto entre el cine y la literatura universal.

Febrero de 2007
del volumen La metáfora tóxica

Copyright®2012 por Carlos Rigel



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