"Las calles de Flores no cambian. Santa y demonio, hermafrodita a fin de cuentas por apuesta doble. Cuando el barrio nació ya era una decadente cruz de aire: Putas en las veredas, matones escurridizos, travestis sin carne, exhibicionistas con ausencia de público, jubilados de oficios innombrables, pungas de bolsillos rotos y santos sin pértigo de fe, todos ellos con asistencia permanente de patrulleros fiscalizadores. Es importante controlar lo bizarro, como realizar un seguimiento diario de una manzana que se pudre. Aquí también podría ocultarse Han Solo y el Alcón Milenario y nadie se enteraría jamás. A diario hay gente cristalizada en carbonita pero siguen caminando porque nadie los reclama. Ningún Jedi los salva, y las princesas y princesos cotizan a dos mangos la docena. Una colmena de bichitos prendidos a un tronco podrido y agotado hace un millón de años. Pero quizá esta bizarra medievalidad sea el bronce de su belleza. De suprimirle el Mal estallaría perversamente en otro lugar cercano como Floresta o La Paternal o Primera Junta, y terminaría de nuevo contaminada. No es una casualidad que a la vuelta de la iglesia haya un sex-shop de vidrieras coloridas llenas de elefantitos y bocas abiertas, y todo artificial. Y éste, a su vez, al lado de un spa de raza new age que nos propone relajación y superación absoluta para una bella calidad de vida y a precios muy accesibles. No sería una sorpresa si Los Invasores comenzaran el ataque por aquí, porque no la entenderían ni en otro millón de años."
Fragmento de la novela Diario del Fin (2009), de Carlos Rigel
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