Largo es el camino que lleva al
infierno literario, plagado
de silencios concupiscentes, operativos mediáticos y falsos testimonios, todo por dos mangos y un poco de ruido.
Un relato
temible y tenebroso al estilo del nefasto Rigel.
¡No, no... Aaahhh!
¡No, no... Aaahhh!
Perdida la recta vereda de la virtud en la selva
estúpida, agonizaba de noche cuando Satanacchia, el Ángel Tétrico de la Suprema
Oscuridad, se presentó ante mí resuelto a terminar con mis sufrimientos
diarios. Y he aquí que extendiendo sus alas de paraguas deshilachado me tendió la mano
para montar a su espalda y emprender el viaje final hacia mi puesto tan temido en el
Averno.
—¡Deteneos! —dije con la autoridad de quien no le
teme– ¡Aguardad!
Estaba decidido a dilatar el tiempo cuanto pudiera
hasta planear algo en salvataje de mi alma. No vale mucho pero es la única que
dispongo por el momento. Así que agregué:
—¡Aguardad a que prenda un faso… Que aun quienes
yacen frente al cadalso disponen de un último deseo y un faso!
Viendo
que ya buscaba la caja de Marlboro y el encendedor, no tuvo más alternativa que
obedecer.
—Se os conceden vuestros pedidos —respondió el
maldito, como buscando recuperar su estupefacta autoestima—, podéis prenderlo.
Para
ganar tiempo, hice lo posible para que el cigarrillo cayera al suelo y rodara
bajo la cama. Luego de espiar entre medias viejas y zapatos volcados, metí la
mano y lo recuperé. Lo prendí y tiré el encendedor sobre el cenicero.
—Antes de partir con vuestras huestes, venenoso
señor —dije
mientras pitaba sereno—, debo haceros una pregunta.
Llamado
a su juego, mientras el
maligno evadía el slip achinchulinado sobre la alfombra desde la semana
anterior, lo vi
responder seguro de sí mismo, dijo:
—¿Y cuál es, fausto caballero, la cuestión de
vuestra inquietud?
—Pero os anticipo que si la respondéis, quedando
yo satisfecho y de buen talante —continué—, entonces os prometo ser vuestro
eficiente Ministro de Asuntos Lujuriales y Literarios por toda la Eternidad. Y
si bien precisáis de servicios creativos, publicitarios o de folletería, pues podré cabalmente
cumplir las demandas en expansión de vuestro cáustico reino.
He aquí que el ángel tenebroso caminó dubitativo
por mi dormitorio, sopesando la increíble oferta mientras evadía mis calzones
en el suelo. Al fin, extrajo el celular y salió al livin para hablar en
privado. Luego de varios intentos lo vi sacudir el aparato visiblemente
perturbado.
—¡En el patio tendréis mejor señal! —le grité
desde la cama.
Al
fin lo escuché comunicarse muy animoso con algún feo caballero o de las
tinieblas o del cielo.
—¡Debiste traer vuestro ardiente Note-Book!
—agregué de costado.
Aproveché y prendí otro faso.
Luego de un rato volvió solícito y reflexivo, y
me preguntó:
—¿Y cómo he de saber que quedareis satisfecho con
lo que deseáis saber, neblinoso señor?
Molesto
con la ofensa le respondí:
—¿Acaso pensáis que os quiero cagar? ¡No es de
genuinos caballeros, criatura cavernosa!... Mas he de quedar satisfecho con
vuestros manifiestos de la «a» a la «z», como precede a vuestra merced y como
le corresponde en esta edad a tan majestuoso ángel y de tan fiero talante.
Lo
vi dudar en la penumbra, la mirada perdida en la pared.
—De lo contrario —agregué—, he de ir a desgano y
os prometo difamaros copiosamente entre los habitantes del reino maldito,
proclamando vuestras inclinaciones sexuales y debilidades impropias de quien
tan famoso es.
Sonrió
y vi sus dientes alargados.
—¿Y qué diríais, cáustico señor —dijo con la voz
ácida y la mirada desafiante—, qué diríais, digo, que pudiera afectar mis
famas?
Rápidamente
agoté las alternativas.
—Por ejemplo, que os gusta que vuestros generales
os bombeen antes de la batalla.
—¡Opft!
—…Y que conserváis una foto del Altísimo en
vuestro despacho…
—¡Nghá!
—… ¡Y que conozco a vuestra psicóloga!
—¡Noj, rufián!
—…¡Y que os vi con un libro de Coelho!…
—¡Ay, ay, ay, ay!
—…¡Y que, en verdad, os expulsaron del Cielo por marica!
—¡Oh! ¡Basta, basta… oh, canalla infame! ¡Oh,
temible fementida de mala ralea!… ¡Haced vuestra maldita pregunta, vándalo
desalmado!
El abominable ángel de la oscuridad esperaba mi acertijo.
—Pues quiero saber —volqué la ceniza mientras
pensaba—… quiero saber…
—¡Apresuraos pues tiemblan mis alas!
—Quiero saber… en quienes reposa la fuente de la
virtud literaria nacional de estos tiempos… Sí, eso mismo.
Lo
vi arquear las cejas.
—¿Tan sólo eso?… ¿Y por eso atormentaríais mis
famas, temible ánima desamparada? ¡Pues abre grande los ojos y te será mostrado
lo que pedís!… ¡Ahora lo veréis!
Casi en el acto una pared desapareció por
completo y se reconjugó al instante en un portal plástico de juguete, la entrada
a un castillo en miniatura o algo así, y he aquí que al abrirse reveló en su
interior un hermoso sello de PVC Made in China, aún con la etiqueta de precio y código de barras,
resguardado por cinco gárgolas y dos
enanos todos de yeso y pintados con esmalte sintético naranja, marrón y negro. El suelo
estaba lleno de latitas de cerveza vacías manchadas con sangre de cabrito. O quizá era plasticola roja. Y he aquí que ante mis ojos el sello trucho imitación lacre se quebró y una voz dijo: «El
Noveno sello ha sido abierto».
Y la verdad se me fue mostrada...
Era la Feria del Libro del autor al lector, y en ella vi los nombres, como
recién escritos con birome, de las nuevas fuentes editoriales y así vi a cada
autor del momento listo para la foto de Ñ, todos ellos exitosos. Pero también se me fueron
mostradas las otras tinieblas. Allí lo vi a Caparrós tranzando con Planeta un
premio fusilado, a O'Donnel pagando cuatro libros simultáneos al equipo de
ghostwriter, allí lo vi a Domínguez haciendo malabarismos por conseguir quien
le escriba un artículo para Clarín, lo vi a Bucai mezquinando a su ghostwriter
el pago del último libro —el del
ocaso—, lo vi a don Mariscal
burlándose de sus estúpidos lectores, lo vi a Martínez renegociando su fama a
puertas cerradas, lo vi a Andahasi borrando a toda velocidad el título de una
obra ajena de
cuarta y sin
estética alguna, y luego aplicando el suyo para cumplir con el pedido
editorial. Además se me fue revelado el equipo de ganadores de Castillo,
desfilaron caras en la oscuridad, títulos y editores mafiosos, quema de libros
en desprecio de autores éticos, convocatorias para robar ideas de autores
noveles, premios falsos con y sin valor alguno, operativos publicitarios con premios inventados para sustentar las ventas,
aplausos, conferencias sobre la nada, libros de tapas a todocolor y de hojas en blanco pero llenos de letras, como
si dijieran algo importante…
Hipando de emoción y con lágrimas en los ojos,
dije al ángel nefasto:
—Es
suficiente… ahora dejadme dormir pues temprano debo pagar la boleta de la luz,
que ya está al corte.
Se volvió en seco para mirarme.
—¡Pues
ese no fue el trato, temible caballero! —vi la mirada láser amarilla—. ¡Acordasteis servirme con
vuestros dudosos talentos!
Apagué el cigarrillo.
—Dije muy claro «La fuente de la virtud literaria»
—comencé diciendo—, ¿y me mostráis el lúgubre aparato del márquetin?, ¿acaso
buscáis cagarme con vuestras tibias imprecaciones? ¡Si no es así, decidme cuál
de ellos será Premio Cervantes de Literatura… o Príncipe de Asturias a la
revelación latina!
Visiblemente desorientado lo vi sacar el iPod y
revisar en la pantallita varias carpetas futuras. Sus dedos temblaban.
—¡Pero si vuestro pedido no es cumplido de cabo a
rabo, y según mis expuestas y claras condiciones —agregué—, entonces no
estoy dispuesto a cumpliros vuestras demandas, y que el Padre universal dirima
esta confusa cuestión, pues he sido estafado por vuestros patéticos engaños!
Acomodé las sábanas, me tapé y apagué la luz.
—Ahora marchaos pues mañana debo laburar. ¡Y
trabad la puerta con llave cuando salís y pasadla por abajo!… no sea que los
gatos la meen… perverso ignorante.
Publicado en el volumen El verbo tangente
Buenos Aires, 2012
Copyright®2012 por Carlos Rigel