22 de abril de 2015

Misa a los huesos de don Miguel: otro insulto al autor español



Acerca de la remoción de los escombros probables
de don Miguel de Cervantes Saavedra, su análisis 
–de nuevo con el mentado método de radiocarbono
que dejó estrías de vergüenza con el Manto sagrado–,
y el sacramento previsto para sus restos.


Estoy muy en desacuerdo, primero, con la remoción de los huesos probables de don Miguel de Cervantes, y segundo con brindarle los servicios de la misa cristiana –siendo yo cristiano–, liturgia diseñada por el misticismo eclesiástico medieval para acortar la estadía en el purgatorio de las almas pecadoras, cuando la visión del novelista universal de la institución de la iglesia fue pragmática y hasta necesaria para la época, y cuya obligatoriedad no estaba en debate. El mismo texto cervantino burla la dignidad de los representantes de la iglesia, imagen consistente con el enfrentamiento entre el Vaticano y el reino de España producto de "la reforma", y esto suma, además, la crisis entre Estados con el cobro de peajes en el territorio español a las comisiones papales.

La nota reciente Muerte, sepultura y purgatorio del académico de la lengua Francisco Rico difundida por el Museo de la Palabra, acerca de brindarle una misa a los restos probables del novelista español, hallados hace poco entre otros restos en una cripta común perdida en una iglesia con apenas dos iniciales en la cubierta de la urna que lo identifican, no hace más que promover un nuevo desacierto histórico. No hablamos aquí de un hombre común cuyo refugio es el acto cotidiano de vivir y respirar, sino de una personalidad extraordinaria del orbe humano. Es pueril dispensarle el mismo trato, en todo caso, que al cristiano dominguero, porque la verdadera reparación no es de orden divino, sino social. El Calvario fue su vida y no es Dios quien debe acceder al perdón y la renovación, sino que el mismo Cervantes debe disculparnos el maltrato inmerecido.

Don Miguel, quien no fue hombre de servilismo litúrgico, refleja en las sátiras con su personaje universal, el desapego de creencias profundas en una edad donde hasta podía ser peligroso conspirar intelectualmente contra la iglesia. La institución tuvo su primera y única batalla ganada cuando el famoso personaje, don Quijote, tras la derrota en las costas de Barcelona, y luego abandonar las armas y agonizar, recibe en el lecho final la extremaunción y muere "como un buen cristiano", pero es acertado acotar que quien repara deudas sacramentales en la ficción no es don Quijote, sino don Alonso Quijano. El caballero de la triste figura sigue siendo hasta hoy tan laico, indiferente y rebelde como lo fue durante sus andanzas, o como cuando perseguía a sacristanes y sacerdotes, y que tras derrotarlos en desparejo combate, Sancho los asaltaba desnudándolos en reclamo de trofeos de guerra. Como acertadamente afirmó Saramago, "Quien muere es Alonso Quijano, no don Quijote; él simplemente abandona las andanzas". Bien, don Miguel no se declaró cristiano, ni servil, y no mejorará su perfil crístico con el paso del tiempo. 

Cada lectura del hidalgo, cada risa, cada muestra de asombro o de admiración, ha saldado cualquier deuda kármica que el alma de su autor arrastrara al momento de la muerte. Cristianizar sus huesos tras 4 siglos de universalidad es como santificar ahora una matraca o la corneta de carnaval. El inventor de la risa está más allá de la pretendida santidad o de la busca del perdón que no buscó y, como propone Blake, por bueno que sea, el tonto no entrará en el Cielo, porque ese nicho celestial se gana con inteligencia. Y don Miguel de Cervantes ganó algo más que una compensación tardía por los huesos que no fueron honrados ni en vida ni en la muerte inmediata. No será inocente, ni salvo, ni alma redimida por más que adornen un millón de misas.

Tampoco el sacramento corrige las penurias padecidas en vida por don Miguel, condenado a trabajar hasta el último día lidiando en el límite con la pobreza. Es mejor preguntarnos por qué los restos de semejante escritor terminan confundidos en una cripta común en una urna con dos iniciales que deshonran aún más los escombros que contienen, y reflexionar acerca de un fenómeno frecuente muy latino que raya en la indiferencia y el abandono, y preguntarnos por qué Shakespeare fue honrado desde su muerte, cuando hasta la maldición de su lápida es poética, o por que Moliere, o Poe, tienen sus losetas alusivas y hasta vistosas, y no la tuvo don Cervantes, porque el único homenaje sensato que puede recibir de nuestra edad, es observar el destino de los nuevos autores e impedir que vivan en la indigencia extrema, como lo fue con él. Y, si se puede, si está a nuestro alcance, honrarlos en vida. Por extremo que parezca, un tazón de lentejas en el día a día a veces vale más que mil plegarias postmortem.

La afrenta de Cervantes de Saavedra no se exculpa con un sacramento, no hay redención para lo padecido en un orfanato existencial, y así como el homenaje ideal para recordar el Día de la mujer promovido por una masacre lastimosa es reconocerle a la femineidad los derechos naturales que desde el comienzo se les fueron negados, lo mismo deben proceder con este caso: Nunca más olvidar a los trabajadores primarios de la artes, no mirar hidráulicos de indiferencia al editor, cuando baja de un auto importado, mientras que el autor cuenta monedas para viajar. 

Si algo tengo seguro como autor cristiano es que el alma de don Miguel no reside en el purgatorio. Mejor, siendo buenos y piadosos cristianos, pidan una misa de reparación histórica para las brujas de Salem, EEUU, y que no eran brujas sino probablemente feas, o, mejor aún, para Judas Iscariote, el operador de Jesús de Nazareth. Sin él, y si dependiera de los otros discípulos, no habría liturgia cristiana. Ni siquiera habría cristianismo.


CR


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