30 de abril de 2015

¿Arterapia?




Como una enfermedad, un virus, creciente de la urbanidad,
se acerca una subcultura terapéutica que reclama espacio y butacas 
de lujo en los bastiones artísticos. Sin embargo, no proviene ni 
del estudio o la técnica, ni del compromiso, ni del ejercicio o el 
conocimiento y, lo que es peor aún, se muestra dichosa y 
conforme de lo que no sabe. Se trata de pacientes que ahorran
dinero en psicoterapeutas. 


Invadir los espacios del arte es moneda corriente en esta edad; no resulta caro, exige bajo o nulo compromiso y no reclama continuidad alguna. A esta ligereza debemos el estallido demográfico en las rutas expresivas artísticas de autores, de músicos, de pintores y hasta de opinadores de quienes ostentan un estilo, una obra y en muchos casos una vida dedicada a cultivar el producto elegido. Y una de las fisuras migratorias de tal invasión es, sin duda, la población necesitada de atención terapéutica inmediata.


Recordemos a la editora Beatriz de Moura, tras el llamado al primer concurso de novela del sello Tusquets Editores cuando dejó entrever que del material recibido al certamen más del 75% pertenecía a los “autores terapéuticos”. Se refería a los narradores de sus propias vidas donde “el no pasa nada” cobra protagonismo destacado y el cual, además, carece de técnica narrativa, de plan constructivo, de propuesta literaria y hasta de un objetivo. Es decir, no sirve al objeto narrativo de ilustrar o entretener al lector, sino a la necesidad de ser escuchado por alguien. Ser escuchado, ser leído, ser visto, ser advertido por fuerza de sí mismo y no por la obra en cuestión.


Por ende, asistimos a una época donde la obra expuesta es el pretexto primario para mostrarnos una vida sin matices atractivos ni interesantes que sobresalgan de una planitud cotidiana sin grandes alteraciones. Y ocurre en todas las disciplinas del arte. Pero se trata de individuos que reclaman las mismas oportunidades que quienes acumulan décadas de trabajo, cada uno en su vertiente y en su estilo. El motivo secundario, en verdad, es el real: una invitación a espiar su vida. Entonces, volvamos a citar el “no pasa nada” citado al comienzo. Claro que los equipos de lectores de cualquier concurso descalifica a este material apenas detectado tras el primer párrafo leído, porque no hay literatura, sino terapia abierta y expuesta. El texto se desmorona por sí mismo. También su autor.


No existe un "arte terapéutico", porque nadie diría que Van Gogh hacía terapia a pesar del tormento espiritual que padecía producto de la soledad, la incomprensión, el aislamiento y hasta la esquizofrenia y pocos más que él la necesitaban tanto. Sin embargo, aún el deterioro progresivo del artista, la obra "Mi habitación" dice más de él que su propio "Autoretrato"; en ella podemos leer los gritos desesperados de su alma. Pero no funciona a la inversa, es decir, por mostrar un comportamiento depresivo o esquizofrénico, incluso excéntrico, luego se es artista. Una catarsis sublimada deja de ser catarsis, así como al ordenar o clasificar lo bizarro deja de ser bizarro. 


El arte existe como un destino cotidiano, con la condena y la redención del alma a cuestas. Y, por otro lado, se encuentra el "paciente terapéutico" allegado a las academias, el acumulador de frustraciones, a quien le cuesta más barato anotarse en un atelier o taller de arte o escritura, donde lo contienen, lo estimulan y hasta se muestran interesados en los mamarrachos que hace, que pagar cuatro sesiones al mes de psicoterapeuta para superar la falta de estima y el desgarro de una vida estéril y por completo inútil. 


 Y así como Van Gogh y su pincelada corta nos sirven como icono de una herramienta de la infelicidad paralela o inclusiva o determinante de la creatividad volcada a la pintura, también debemos encontrar al ejemplar en letras para indagar qué pasa del otro lado de la confrontación en el momento artístico. Porque tampoco estamos hablando de un Kafka, cuando exterioriza en sus escritos, en su obra literaria, el odio a la crueldad de la figura paterna, por ende a toda figura institucional con poder en la representación jungiana, como lo reflejan los títulos famosos de su pluma El castillo, El proceso, y acaso el más cruel de todos a mi parecer, La metamorfosis


No hablamos aquí del odio tajante o el desprecio insostenible como promotores deformes de una obra ejemplar inigualable, sino de la impotencia de no tenerlos; de no tener nada. Y conste que, como algunos lo saben, en el conflicto interminable entre Franz Kafka y su padre, estoy de acuerdo con el padre y no con don Franz. Pero una cosa es tener odio, desprecio, soledad, incomprensión, tormento o sufrimiento, y otra cosa es no tener nada, estar hueco y no producir ecos de ninguna clase. Y, además, querer expresar eso mismo porque disponemos del tiempo y el público semanal como testigos de la vacuidad diaria.


La raza de los pacientes de la terapia "expresiva" allegados al arte no proviene ni del estudio o la técnica, ni del compromiso o del ejercicio ni del conocimiento y, lo que es aún peor, niega a los que sí entienden, se muestran dichosos de no tener talento y conformes de lo que no saben. Se trata de individuos que ahorran dinero en psicoterapeutas. Por eso, las expresiones "artísticas" del paciente adolecen de lectura intelectual, carecen de técnica y no poseen estilo definido, porque no provienen de una preocupación creativa y el estudio de otros artistas, o acaso de una propensión filosófica, sino de una purga psicosomática, la exteriorización de una deformación de la personalidad excretada en papel o en lienzo y por falta de un terminal grito de hartazgo. No es un refugio del espíritu, sino una cárcel de la impotencia y la pelotudez humana. Antes que el merecido o inmerecido castigo personal, eligen castigar a sus pares con su "arte".


El arte prescinde de la marihuana, pero también del Ritalín. Pero así, los pacientes economizadores de los gastos en terapia que expresan su frustración existencial con pinceladas ciegas o escribiendo sueños, ganan espacio en detrimento del artista naciente genuino hasta desplazarlo o ahuyentarlo por vergüenza ajena. Pero también reproduce el fenómeno actual de cuando lo mediocre ocupa espacios y asciende a posiciones de poder, y el artista o sabio o intelectual, se retira a la soledad. Curiosamente, esa misma soledad favorece al creativo, por eso la acepta sin reservas. Es otra característica diferencial: lo que al artista genuino le brinda crecimiento, al paciente terapéutico lo enferma. Por eso este último no crece.


Al arribo de la terapia "expresiva" debemos el acceso de la subcultura de la "autoayuda" y el mundo llamado "holístico" a las disciplinas experimentales del arte. Y por la falta de compromiso nos regalan las conductas "interpretativas" de los textos en los talleres de escritura "a mi me parece que el autor quiso decir...", y en los talleres de pintura "no repriman, dejen que se exprese libremente y como le salga", porque esos grupos de contención no observan técnicas ni estilos, sino que operan de parteros del capricho azaroso... con gente que no sabe expresar sus problemas de otra manera. Para ellos, corregir es reprimir, guiar es censurar y criticar es destruir. El mismo criterio de libertinaje grupal aplicado a un instrumento musical, digamos la guitarra o el piano, terminaría en la comisaría y la sala de emergencias, con heridos y detenidos. 


No debemos confundir el sufrimiento del alma con la inutilidad de la mente, ni el tormento del espíritu con la carencia de habilidades. Una cosa es tener el alma enferma, porque hasta para expresar tal padecimiento se necesita la mente prolija, lúcida y apasionada, como la de Poe, y otra muy distinta es tener el cerebro como sobrante orgánico, cuando hasta contar el vuelto de monedas en el almacén nos crea una crisis de identidad. Como dice Cortázar, "no cualquiera se vuelve loco, esas cosas hay que merecerlas".


A ellos también debemos el "análisis" grupal complaciente hacia el producto propio con las ocurrencias más desopilantes y absurdas como relleno ilustrado. Por eso no progresan a nada. Intenten, mejor, con la licenciatura de Matemáticas o la de Astrofísica, o el violín y el piano, a ver qué pasa. Porque si fuera así, si aceptáramos el cisma de un "arte terapéutico", las siguientes consignas "mi esposo/a y mis hijos me ignoran", o "vivo mirando TV y fregando platos" pasarían a ser los nuevos paradigmas del mundo artístico. La frustración de no ser artista, a falta de algo mejor, no es problemática del arte. 

CR


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