1 de septiembre de 2014

Hiperprólogo




Como es mi costumbre con los títulos 
nuevos, publico el prólogo del volumen
La cicatriz universal, de próxima salida 
a la venta.

Hiperprólogo

«De tanto escrito olvidado, sepultado y fosilizado en distintas computadoras caídas en su deber, poco falta que reste publicar de mi pluma pretérita. Diría que casi no tengo deudas importantes con las décadas pasadas, aunque al concluir este pensamiento, recuerde unos cuentos extraviados y nunca recuperados, quizá en alguna carpeta perdida durante mis mudanzas por cambios de domicilio.

Coincide el momento, es cierto, cuando se suman los pedidos de los lectores de textos más profundos y prolongados, la necesidad de sustentar una lectura a lo largo de los días como una compañía silenciosa, un libro como una constante diaria, un destino reincidente habitando el cotidiano vivir, como comer o dormir, excepto que luego de leído y acaso, con mucha suerte, releído, pase a hibernar como parte de una biblioteca de lomos escritos y erguidos de pie, como pequeñas torres fósiles de signos; o tal vez duerma aplastado bajo los cuerpos inertes de otros títulos en una mesa de luz; o quizá peor destino, nunca lo sabremos. Como decía un amigo frecuente de mis escritos, cada libro, cada ejemplar, tiene su propia vida, su propio rumbo.

Pero volviendo al tema de origen, algunos de mis lectores reclaman un mayor compromiso con la edición de títulos de larga lectura; entre ellos destaco al músico, narrador y poeta Kazán, a Mariano Iaciancio, a Dora Goitía, quizás haya otros. Y ante ellos, me justifico: sé que el formato de los diarios de autor conforma una especie de golosina para el lector, un caramelo aditivo que por lo general adorna la obra mayor y más poderosa que frecuenta a los autores famosos, pero en mí ha operado a la inversa, digo que ha sido la apertura luego de los cuentos recopilados en el volumen REM de relatos, única muestra vigente y publicada, hasta el momento, de mi narrativa ficcional. Y, sin embargo, al volver a editarlos, poco me identificaban ya esos textos olvidados, sentí que era otro quien los había escrito pero porque esa etapa quedó en el pasado y priorizo en esta edad la novela y el ensayo como desafíos permanentes.

Hace poco decía que no pienso hoy en función del cuento, género no suprimido pero menos frecuente en mis escritos, y no pienso en él como pensaba y me obsesionaba hace décadas en el pasado, en mis comienzos.

Pero esta breve reflexión me permite conjeturar que sólo me queda una ruta por delante y es la de la novela, pero he aquí que no la novela tradicional ya que desde 1986 trabajo a diario con un pensamiento descubierto y analizado con una de mis amigas escritoras, la Sra. H. Flesca, cuando concluíamos que el tiempo del género de la novela había llegado a su fin, y que sobrevenía la edad de la metanovela. Claro que esto fue dicho antes del arribo de los grupos editores españoles a nuestras tierras, lo que configura una retraso de cincuenta años para la literatura experimental y progresiva heredada de los ’70. Pero lo cierto es que he tenido que elaborar una teoría acerca de la dimensión de un género tan poco indagado como la metanovela, si hasta creo que fue una creación dialéctica de la sinergia dual de ese momento, un neologismo nacido pasional, más como una especulación de la futurología que como una señal continua del presente. Y sin embargo, la siento verdadera en mi conciencia; vale la pena buscarla, como ya dije, aunque los fracasos se acumulen previo al incinerador de los sacrificios literarios. Cada autor debe disponer de su propio y selectivo incinerador, Gehenna pírrica de holocaustos privados, aunque mucho antes de cumplir el pedido final de Kafka, preferiría prenderle fuego a él antes que a su obra, o acaso cortarle la mano a Sábato antes que hiciera fuego cuatro de sus novelas anteriores a Sobre héroes y tumbas, las que ahora, definitivamente, pueblan de ánimas paginadas las estanterías fantasmas de bibliotecas universales, como las de Alejandría.

Pero a ese género misterioso de la metanovela pertenece el texto Diario del fin (2010) muy pronto a editarse; y también, creo yo, las andanzas de don Quijote en las Indias comenzado en 2005 y sin fecha de conclusión —porque la sigo escribiendo—, y de la cual, desde que publiqué un capítulo de anticipo en 2013, tengo reclamos de presentar al menos la primera parte de la saga; e incluso el siguiente proyecto al que sumo imágenes y pastillas narrativas sueltas, y que trata de una adaptación del Fausto de Goethe al clima urbano de una Buenos Aires ilusoria y mordaz, y cuyo protagonista es un escritor. 

Sólo falta aclarar que imponernos metas ambiciosas, más grandes que nuestra exigua inteligencia, exige la conducta diaria de crecer hacia ellas, comer, mirar, amanecer vestido como otro, vivir otra vida, y ese proceso es lento. Como recuerdo en un capítulo de este volumen, nunca sabremos cuándo se cierra el interruptor que dispara el comienzo de un texto, pero no como un escrito ceremonial a cumplir, sino como el grito de un pedazo de nuestra vida que busca manifestarse en el mundo de las realizaciones. Así operan los demonios de la pluma.

En resumen, quizá sobreviva algún ensayo que justifique la re-elaboración del texto y su publicación posterior, y hasta confieso que uno de ellos se trata de un análisis de metástasis entre lo antropológico y lo antroposófico, cuyo título fue eliminado a última hora del presente volumen, y se trata de Señales del Alma, escrito en 2005, porque reclama el compromiso adicional de re-escribirlo, además de una conclusión que merezca una edición solitaria. Claramente advierto una categoría de escrito pasional y tan irresponsable del tipo La anomalía de Jerusalén, también de 2005, aunque editado recién en 2012.

Quizás haya sido necesario exorcisarme de tanto brevario pero, como digo, ha concluido el tiempo de los confites y los caramelos narrativos, los textos cortos están llegando a su fin aunque sé que nunca se extinguirán por completo. Recuerdo entonces un concepto oportuno de Cortázar: Cuando se agotan los temas, entonces se empieza a escribir.

Bien, quizás ahora comience a escribir.»

Barón Carlos Rigel


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