25 de marzo de 2013

Ciudadano del imperio jamás existido



Parodiando en el título la frase lapidaria de Camus, quien tras visitar Buenos Aires se refirió a nuestra ciudad como "la capital de un imperio jamás existido" es conveniente preguntarnos qué existe y qué no a la luz parcial del reciente suceso de la elección de un Papa de esa urbanidad, cuando sabemos del enfrentamiento que persiste entre el gobierno y el ex arzobispo de Buenos Aires quizás ahora minimizado obligadamente por nuestra presidente y su propio grupo de diáconos. Pero para esto debemos también indagar la falta de expresividad pero no del gobierno, sino de nuestra ciudadanía.

A no engañarnos: Si en vez del cardenal Jorge Bergoglio, el elegido como Papa por mayoría del cónclave, hubiera sido el cardenal de Sao Pablo, los festejos continuarían en Brasil hasta alcanzar la semana completa. Y por supuesto que nos enrostrarían a los argentinos ese triunfo imaginario, lo celebrarían como lo hacen con cada gol hecho por la selección brasileña a la selección nacional, como cada copa ganada, como cada empresa comprada a nuestra patronal parsimoniosa. La respuesta del pueblo de Brasil a cada reconocimiento o mérito alcanzado es la fiesta nacional. El carnaval carioca, desbordando las calles, danzando, alegres, alcohólicos, inagotables, muy opuesto al lastimero tango popular de nuestras tierras, cuyo tema central casi siempre es el amor perdido, nunca es el amor ganado, motivo de burlas de aquél país para con el nuestro. A diferencia del pueblo carioca, nunca por el amor ganado o por el goce disfrutado y presente. O quizás por los goces que vendrán a nuestro encuentro. 

A la hora de las verdades profundas en la idiosincracia de cada pueblo, un brasileño cree de corazón que habita el mejor país del mundo, verdad relativa pero necesaria en la confección de valores que habitan ese sentimiento sinuoso de cada ser de la Tierra y que es el patriotismo. Pero el Papa no fue brasileño, sino argentino. Y como tal, la comunidad nacional no responde con fervor sino con una eterna polémica estéril. Aproxima bastante Nietzsche cuando se define al pesimista como a un idealista resentido, pero ¿cuál fue nuestro ideal para vivir en pesimismo?

¿Tenemos un mejor cardenal para proponer en reemplazo del argentino Bergoglio? La conclusión es no, simplemente porque no se trata de listar a uno mejor –jamás habíamos pensado en el sillón de Pedro–, sino de cuestionar a otro argentino reconocido. "Ojalá no hubiera sido un compatriota", podríamos resumir. Porque somos debatientes –que es parecido a decir, combatientes– y dubitativos, la realidad no pasa por nuestro eje porque la evadimos a diario. Es nuestra gimnasia cotidiana, por eso mismo no hay una mejor propuesta. Es como la actitud del "vivo criollo". 


Claro que el argentino no tiene la solución a la propuesta, y acaso ni está preparado para ella, no es tan inteligente como para elaborar una de inmediato, pero tampoco es estúpido –es mejor aclararlo, "estúpido" no es "tonto", sino que es quien queda absorto frente a un tema determinado y específico, es decir "estupefacto"– y, tan afectos a extraer conejos de la galera criolla que para asumir el reto, de pronto asoma "el vivo" argentino, cuya una de sus vertientes urbanas es "el vividor", el ilustre personaje del cuento del tío, el trampa, el garca, el prestidigitador, el malabarista, el mago que ejecuta movimientos magistrales para el aplauso o para salirse con la suya. El garca, por defecto, es quien se sacrifica por nosotros y el "ser nacional".

Y frente a un tema planteado, la respuesta del "vivo criollo" es la perorata, la diatriba proverbial, el brillo en la elocuencia, los destellos que parecen sagaces, ese minuto que intentará fijarse en nuestra conciencia con grandes palabras, pero que tan pronto acabe no dejará marca alguna, ni una palabra; es que no debe dejar huella, no nació con tal destino, sólo debe prevenirnos de jamás volver a preguntar acerca del tema. Como, por ejemplo, la que dio la Segunda Dama de nuestro gobierno cuando le preguntaron si estaba feliz con el flamante Papa Francisco, es decir, tenía una idea de lo que debía responder, pero no el cómo ni el por qué. Sobrevienen las declaraciones de Abal Medina, otro diácono de la infamia, cuando exaspera ahora diciendo que "nunca hubo enojo con Bergoglio, fue un invento de los medios".

Y para que no se advierta que no saben ni jota del asunto planteado, incluso el "vivo criollo" ilustrará su prédica con panfletos dudosos, fotos trucadas o borrosas y con epígrafes más dudosos todavía, y hasta con experiencias personales cuyo origen no es verificable. Porque en verdad no fue una contestación, sino la evasión a una respuesta concreta. Ni un "sí" ni un "no", sólo una argumentación de complejidades satelitales que hasta parecieron profundas mientras eran pronunciadas. 

De manera que lo equivalente a la réplica buscada no está aquí y ahora, entre nosotros, sino en un hecho acontecido hace mil años en los suburbios de un distrito chino, cuando un argentino pasó por allí y lo chiistaron para brindarle un secreto magistral. Y tan pronto el supuesto emisario entregó el mensaje a nuestro compatriota, se disolvió en el aire sin dejar rastros. En esa selva de palabras se encuentra la solución a la pregunta. Después lo veremos al "vivo criollo" darse vuelta y, oculto tras las bambalinas, contar los centavos ganados en tan fugaz y efímero triunfo. Sobreviene la sentencia nacional por excelencia: "Zafé".

El argentino vive dividido, entre avergonzado y orgulloso, inseguro pero ofuscado, molesto con el éxito ajeno en detrimento del propio, "ellos son responsables de que yo no sea mejor", porque ningún individuo debe sobresalir por encima del conjunto social. Y menos aún si proviene del modelo ético. Los motivos que podríamos listar componen un catálogo, pero baste decir que lo que debería engrandecernos, nos humilla hasta el asco, y lo que nos embarra nos identifica. Es difícil de entender. Admirada nuestra nación por países pobres y abandonados, pero repudiados por las grandes naciones de la tierra, el "ser argentino" que la habita no existe sino una reunión desordenada de actitudes contradictorias, falaces, fútiles, eternamente en debate, nunca erguidos, sin certezas más allá de aquellas que duran minutos, de las que no sirven a nadie. Pero convencidos de que es así, no hay otra manera de ser probadamente eficaz, reclamamos espacio y mucho respeto para terminar eliminados en la primera ronda.

Si debiéramos buscar al mejor habitante para representarnos en el orbe internacional, entraríamos en crisis. ¿Si fuera una vedete estaríamos contentos? "No, claro que no. Aquí tenemos cerebro e inventiva, además de carne sin adiposidad". ¿Y si fuera un inteligente? "No, tampoco, vea, yo una vez pasé a su lado y no me saludó". ¿Y si fuera un deportista? "No, menos, acá no tiene méritos, además Fulano es mejor y nadie lo menciona". ¿Y si fuera un estadista? "No, pero claro que no, le explico, cuando tenía 16 años fue secretario de un empresario del Proceso". ¿Y si fuera un párroco? "No, tampoco, no, la vecina del al lado me contó que su prima dijo haber sido tocada maliciosamente por el susodicho hace 50 años". ¿Y si fuera una prostituta? "¡No! ¡De ninguna manera, aquí no se coge!, ¡es una ciudad civilizada!". 

¿Y a quién propondríamos para el cargo de Representante Universal salido de Argentina?, es simple: "Al quiosquero de acá a la vuelta, porque es un buen tipo y siempre me saluda cuando le pregunto la hora". Así es, el mismo de quien ni siquiera recordamos su apellido y hasta lo conocemos por el sobrenombre "Tito" o quizás "Pepe". Él es el mejor fenotipo de nuestro prensar y sentir. Mientras tanto opera "el garca" en representatividad provisional.

La nación se cree pensante pero vive decapitada y el faro que nos ilumina, el radiador que nos abriga en el frío ruidoso del aislamiento, no es el arte ni el fútbol ni las ciencias ni los modelos políticos o humanos, sino el Proceso de Reorganización Nacional. Oh, sí, es la escarapela, el símbolo, el filtro por el cual tamizamos la realidad, todo debe evaluarse desde allí como fuente inagotable de sentencias. Pero no el Proceso vivido, sino el imaginado. Tal parece ser el acontecimiento más destacado ocurrido durante el siglo XX. No es difícil ahora identificarse con aquella lucha, como quien dice "yo no estuve allí, pero de haber estado, hubiera hecho tal y cual cosa, ya sabrían de mí esos rufianes, pues ténganse que no soy un argentino anónimo más, sino el mismísimo Juan Pueblo encarnado". 

Es decir, reemplazamos la ausencia del compromiso nunca tenido, a falta de grandes gestas, por una ética intransigente jamás probada y, precisamente, de no haber hecho nunca algo importante ni por la patria, ni por la comunidad, ni por nosotros, ni por nadie; una especie de compensación tardía que nos mantiene atentos y ofendidos. Lo valioso del Quijote es que él creía en sus sueños y locuras, y estaba dispuesto a morir por ellas, pero de haber sido argentino jamás habría salido a los caminos; se hubiera contentado con cascotear a los paisanos de lejos y ocultar la mano, simulando ser un Quijano muy ocupado.

Así, hemos engrandecido a verdaderos hijos de puta hasta la verguenza nacional, y nuestros mejores representantes son tenidos en la letrina del contraluz. Ovacionamos a Galtieri en la Plaza pero nunca a Borges, no importó que Favaloro muriera si Cavallo acertaba con el plan, olvidamos a Milstein, a Sábato o Evita para reconocer a Cristina, porque nos identiffica en nuestra sagrada mediocridad. ¿Quién quiere ser argentino? No hay respuesta, pero es probable que nadie ostente ese apellido. Ni siquiera un compatriota. Sabemos que hasta es usado como insulto en otras culturas. 

Como un Jor-el de la historieta, ahora Bergoglio es el Papa sobreviviente de una capital imperial jamás existida que, además, elige vivir alegremente en crisis, ofuscada por la ambigüedad que impide dejarle una huella al tiempo, pero conciente de no estar haciendo algo al respecto. Mientras tanto, nadie debe ser "el mejor argentino".



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