13 de marzo de 2009

Lord Price


Supo inquietarme amablemente siendo chico cuando prefería asistir al Cine de Super Acción de los sábados por canal 11 —o Hollywood en castellano en el mismo canal—, que ir a jugar a la pelota o a cazar ranas en las lagunas que rodeaban al Hospital de Niños de San Justo. Tal vez logró hacer al terror menos aterrador porque nunca se lo vio perturbado por las ficciones macabras que lo convocaban, pero sí es seguro que quedó ligado para siempre en mi mente a los relatos de Poe a fuerza de encontrarlo cada sábado cuando aún no leía los Cuentos de horror del norteamericano, padre del relato moderno. De cara alargada, la frente alta y dividida, peinado victoriano de raya al costado y lamido hacia atrás, bigote fino dibujando unos labios ingenuos y casi siempre húmedos, los ojos claros y fuertes no llegaron nunca a asignarle a su cara el carácter que no tenía en la actuación, aunque creí adivinar alguna vez su predilección de recitar entre amigos a Shekespeare de memoria. Pero, si fue así, jamás lo llamaron a caracterizar a ninguno de los personajes del dramaturgo inglés. Quizá lo hubiera hecho bien aunque no resuelva en cuál de ellos hubiera acertado al personaje. Los años le grabaron un mapa cordillerano encima de las cejas y le sembraron una nube voluptuosa y platinada en la cima. Por momentos amanerado, no fue un galán en el sentido clásico pero tampoco llegó a ser un actor de carácter, sin embargo alcanzó esa rara cofradía de Diáfanos Caballeros del Misterio Opaco. Y aunque en una película compartió con Boris Karloff un enfrentamiento entre mago y hechicero, me puse de su lado ya que Karlof era, para mi infancia, una especie de mercenario del horror ligado más al Frankestein de cabeza cuadrada y botones en el cuello, mientras que Vincent Price seguía siendo el lord victoriano de modales refinados, siempre rodeado de muebles antiguos, alfombras y candelabros, de bata lujosa o rocdechambre y pañuelo al cuello, moda varonil de un siglo espectral ubicado entre los siglos 19 y 20. De hecho nunca abandonó esa centuria lateral. Su risa parecía más una tímida burla al espectador que una expresión de alegría señalada en el guión. Supongo que no le resultaba de caballeros reírse a carcajadas. Nunca lo vi besar a una actriz ya que ninguno de los guiones que me tocaron consideró semejante intensidad. Creo recordarlo en un capítulo atípico de La mujer biónica, allá por mediados de los ’70, y volví a verlo, luego de una prolongada ausencia, en lo que quise entender como un homenaje a su larga carrera de cordiales horrores, El joven Manos de Tijeras (1991) de Tim Burton, en la figura de El inventor, un viejo mecanócrata, sofisticado y culto, creador del personaje central de la película Edward Manos de Tijeras, caracterizado por un nuevito Johny Deep, quizá el mejor actor de esa generación. Y en ese ficticio derrumbe del viejo frente al muchacho semimecánico, cuando está por entregarle las manos que reemplazarán las tijeras, creí ver el ocaso último de su carrera. Supe, entonces, que no volvería a verlo más. Creo compartir con Burton ese respeto por quienes habitaron el mundo fantástico en la mente de un pibe de 10. Vincent Price, luego de sembrar en mí el gusto por los actores británicos, y siendo él norteamericano —que allí reside la curiosa subjetividad—, murió en 1993.

Desde entonces, el cine renunció a lo macabro para reemplazarlo por la carnicería sanguinolienta que a diario vemos por canales de cable, con explosiones, hachas y chispas. Demasiado ruido para tan pobre actuación.

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