15 de mayo de 2020

El triunfo de los que pierden

Hyvon Ngetich, maratonista keniana, rechaza la silla de ruedas y 
llega a la meta gateando.






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Exitistas, como pretendemos ser, celebramos del podio a los que llegan primeros a la meta final, los festejos con la medalla al ganador, el cinturón de las proezas, cuando agregarle un aplauso más no cuenta ni suma. Como en la carrera demencial de espermatozoides, uno le gana a cien mil que no llegan porque perdieron por tres cuadras el tranvía rumbo a un milagro llamado “existencia”. ¿Hubieran sido hermanos, símiles, diferentes? ¿Otros? 

Cualquiera imagina al vencedor de una batalla pugilística, por ejemplo, volviendo a casa con fiesta, laureles y oro, pero, ¿quién piensa en el perdedor de esa misma lucha donde espera una familia apesadumbrada por la pérdida con algo más que fideos esa noche? ¿O quién ve llegar al último de una carrera agobiante, cuyo esfuerzo fue el máximo que su agotada humanidad podía brindar? No tendrá la medalla de oro ni de plata o bronce ni la mención, pero quizá fue el intento final de su vida deportiva en límite con lo inviable de la edad. Y entonces parte anónimo al olvido, desvanecido e inconforme de no haber dado un poco más del máximo que podía rendir, y como un jamás existido en las marcas, un nunca listado, acepta su derrota contra la línea o quizá contra la parte útil de su vida y de sus sueños.

Pero pensemos en ese último rezagado que arriba a la meta sin renunciar aún cuando sabe que perdió. La algarabía de adelante se lo indica. ¿Por quién sigue corriendo? ¿Por su familia o sus amigos? ¿Por una bandera? ¿Por nosotros, o por él? ¿Por qué no entregarse abatido al descanso del suelo y ahorrarse el último suspiro? A cada quién el umbral de su cielo raso.

No hay segundos ni terceros en nuestra cultura enferma de evasivo exitismo. Tal vez por ese mismo triunfalismo cultural tan fuertemente arraigado y que el éxito a diario se nos escapa de las palmas es que el fracaso reprimido estalla una y otra vez en nuestras vidas con un magnetismo ingobernable y febril que tironea inclemente hacia el último puesto. Sostenido en el cuenco de nuestras manos juntas es como el agua: hay sólo para uno por vez. 

Es que hay una metafísica criolla de la derrota. El tango es quizá la prueba evidente de ella, también el folclore y en muchos casos la literatura. Y allí, en el límite del contraluz con las sombras es que vivimos con gritos de fervor de creernos un país superior con derecho al éxito por prepotencia de nacionalidad, pero sin aplausos, porque nunca consumamos la llegada para atropellar la cinta del final. Hasta el Fierro del poema, símbolo gauchesco argentino, acepta el abatimiento y parte hacia el ocaso tan amargo como un cimarrón temprano. Es el cohete que se derrumba antes de alcanzar las nubes al iniciar la segunda etapa de propulsión y se viene abajo ahogado en llamas de hidrógeno, metáfora tristemente nacional de la que me ocupé alguna vez en otra reflexión.

En los EE.UU., Bartolomeo Vanzetti es condenado a muerte junto a Nicola Sacco por un crimen aberrante que no cometieron –más tarde se supo de la inocencia–, y en sus palabras finales rumbo al cadalso, nos regala una expiación libertadora cuando nos dice: “Esta agonía es nuestro triunfo”, donde subvierte el castigo letal que luego los redime a ambos, y declama una contrademanda abierta que condena a la humanidad por indolente impiedad frente a la verdad. Tal vez por sus muertes a pura injusticia es que sus nombres perduran.

Pero aquí los derrotados no tienen nombre, no suman en ninguna lista de intentos. No hay vítores, aunque a diario los vemos transitando los escombros de una caída cotidiana cuando caminan por las calles. No son necesarios los Idus de marzo porque condenados a un fracaso sin pausa continuamos gritando sin medalla fuera de carrera. Y sin ser la última nación de la Tierra seguimos siendo un país imperial de alegres perdedores.
Rigel

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