Los síntomas son apaciblemente alarmantes:
América avanza hacia la decadencia.
A veces pienso en que los continentes, como las culturas, se agotan. Órganos de un tejido social viviente, sin advertirlo, cada cultura en cada país alcanza su apogeo. Al tiempo humano importa poco si se trata de aztecas, mayas o incas o la actual urbanidad contemporánea, no hay diferencia. Pero se agotan. Sufren síntomas individuales difíciles de relacionar entre sí. Nadie pensaría en función del interferón o el cáncer cultural continental. Sin saberlo, cada región brilla en su manera, parpadea en el vacío, y se apaga. Luego sólo está, respira, vegeta, bordea las transmutaciones rústicas, las zonas de fractura, de quiebre, los clivajes sociales, cada cultura deja de ser la traumática protagonista de las masas humanas para erigirse al fin en custodias de la formalidad.
Decía don Ernesto Sábato "no hay peores conservatistas que los revolucionarios triunfantes". Ampliar el criterio localista hasta tomar un continente o región de la Tierra permite ver mejor el dignóstico alarmante. El aburguesamiento lleva a que el antiguo panteón de deidades crueles ahora sea habitado por autos caros y el hambre, los dólares y la miseria y la desigualdad. En cierto sentido las culturas pierden la iniciativa, y con ella, el ímpetu, se vuelven insensibles al tiempo, extravían la perspectiva, olvidan la brújula y se contentan con estar. Ruinas, clasificación o museo, no hay diferencia.
Decía don Ernesto Sábato "no hay peores conservatistas que los revolucionarios triunfantes". Ampliar el criterio localista hasta tomar un continente o región de la Tierra permite ver mejor el dignóstico alarmante. El aburguesamiento lleva a que el antiguo panteón de deidades crueles ahora sea habitado por autos caros y el hambre, los dólares y la miseria y la desigualdad. En cierto sentido las culturas pierden la iniciativa, y con ella, el ímpetu, se vuelven insensibles al tiempo, extravían la perspectiva, olvidan la brújula y se contentan con estar. Ruinas, clasificación o museo, no hay diferencia.
Debieron existir una vastedad de patrias a través de las edades. Donde hoy brilla el Vaticano antes brilló el centro nervioso de un imperio conquistador y transformador de la Europa antigua. Ningún miembro de ese ejército imperial en el año 800 hubiera arriesgado la evolución ulterior de Roma hacia el año 2000 y que conocemos hoy. Ningún sacerdote hegemónico de Tikal hubiera imaginado la pirámide del olvido en un viaje turístico recordado ocasionalmente por una foto del álbum familiar. O Cervantes –o acaso Quevedo o Lope de Vega– nunca hubiera concebido a una España como un reino abandonado y reducido en calorías, y menos como a una guardiana estática del idioma, como un punto fijo a respetar del romance, yogurt descremado de un tiempo donde la nueva enciclopedia la escribe la actualidad política, las conquistas o fracasos sociales, según lo dictan los gobiernos, o ampliado o minimizado por los medios de comunicación; ni siquiera de la realidad profunda, sino la actualidad superficial.
Lo intrascendente se conforma en continuar, y respirar se vuelve el objetivo, el destino cotidiano, sin advertir el sitio agónico de la decadencia que crece como la humedad en una pared. Las sociedades también entran en coma vegetativo. Ningún arqueólogo observará las huellas de la humedad que hirió de muerte a un muro medieval donde floreció un palacio y donde hoy habitan los escombros, las montañas y los pedazos de las glorias sepultadas bajo los sedimentos de las estaciones y los siglos. Menos aún los decretos y edictos que fueron firmados en sus salas, o feudales o monárquicas, ni las tensiones y felicidades que allí se vivieron, las vicisitudes que parecían llenar la existencia con una trascendencia fugaz que al fin no dejó huella. Todo pasa.
Y donde hoy hay ruinas antes hubo civilizaciones complejas, es cierto, pero pocos piensan en los procesos que mediaron entre uno y otro estado, de cuando languidecían día a día mansamente, como quien vive en una tierra con límites políticos y geográficos definidos sin haber visto nunca la frontera, el borde de su propia patria en la que vive, sufre, sueña, trabaja o es feliz, hasta que un día ve a los ejércitos que avanzan y luego esa misma frontera cambia. Un campesino rara vez siente los cambios políticos de las grandes metrópolis urbanas, frenéticas e institucionales, que lo incluyen como miembro. Y a no ser que padezca la imposición de una injusticia con peligro, el relato cotidiano será la tierra, la lluvia, las estaciones, el granizo, la sequía. Un amor anhelado será más importante que toda la densidad de los sismos políticos y sociales de una nación completa. Nadie ve el cambio de los siglos aun cuando los vive a diario.
Pero, acaso, la observación eventual de las edades y los hiatos registrados por la historia me sirve para sustentar un razonamiento precario y en extremo melancólico. Quizá lo audaz sea pensar en función de algo más amplio e intangible que los territorios biológicos, pero que también define a las llanuras y las selvas del ser, cuando también se agotan, declinan frente a los cambios en las edades del tiempo social. Desprendido del idioma y los signos, e impulsado por ellos mismos, es la manifestación de la Creatividad. Y de ella, una de sus características observables es la creatividad literaria como movimiento continental.
Claro que siempre pueden aparecer fenómenos aislados en cualquier punto del globo, dichos pulsos no piden permiso, no son voluntarios, sino caprichos de la corriente social cuando son parte de la naturaleza humana. Pero pensar en un "movimiento" es referirnos a un tiempo acotado y específico resultado de una masa crítica que reacciona en cadena en varias partes de una región temporal o geográfica, como el fenómeno de las pirámides en las civilizaciones de América y África aún separadas por un océano. Combinatoria, permutación, transmutación, el idioma fue el vehículo, la herramienta, los pulsos rítmicos de un ascenso extraordinario, y sabemos de su extinción cuando abandonamos el movimiento y lo observamos a la distancia, alejándose irrepetible en el tiempo.
Toda cultura de la especie humana pasada creyó estar avanzando rápido hacia el cielo y convencidos de estar ganando, sin saber que caminaban recto y a tiempo con el abismo. No hay caminos nuevos sino viejos abandonados. La propia sustancia de la evolución social conlleva la mitocondria de la decadencia, aunque no siempre es consistente con la de la extinción del hábitat: Roma nunca fue abandonada. Es decir, se puede seguir habitando las ruinas de una gran ciudad, pero sin recuperar nunca más los destellos que impulsaron su grandeza.
Pero ahora nos toca a nosotros. La América literaria parece haberse agotado. No hay paradigmas pendientes que resolver, todos fueron solubles en algún momento pasado, no hay reinos sino sociedades sin brújula. Cancerberos del tiempo, América Latina también se convertirá en la guardiana de su propia historia, y donde hubo dioses quedarán guías turísticos, y donde hubo monumentos de la proeza humana más tarde cruzará un campesino con un burrito. Quedará el latir monótono y rítmico social, y cada tanto una taquicardia majestuosa pero aislada, insuficiente, bajo la forma de individuos sobresalientes, solitarios e inexplicables sin movimiento que los contenga. Y claro que no alcanzarán para identificarla. No habrá olas que surfear sino náufragos en balsas individuales.
Pero si el hiato sucede al apogeo cuyo uno de los signos reveladores es el agotamiento de la creatividad literaria –en este caso la latina–, y si la cima pasó, como señal ahora de una cómoda decadencia, es bueno preguntarnos ¿y sólo tres premios Nobel de literatura alcanzarán para dimensionar tan vasta galaxia de autores continentales? Y no hablo del Nobel en sí, sino del reconocimiento universal. Cuando alguien ve a un Nobel no piensa en Alfred Nobel ni en la dinamita, sino que ve a una eminencia hipotéticamente más allá de cualquier polémica. Pero ahí mismo reside mi conflicto: Cuando el frasco de especias del realismo mágico latino, cuyo epicentro coincidió con el llamado "boom" de los '70, parecía repleto de variedades, la tapa que vino a cerrar el envase es Vargas Llosa, el menos creativo de todos, el menos luminoso.
Lo anecdótico es que Argentina dio mucho más a las bibliotecas universales y sin embargo no obtuvo ni un solo Nobel de literatura que hable de nuestra valía. Sin embargo, no debemos subestimar la zona de crisis política y social que atravesaron las Américas entre las décadas de los 50 hasta los 80, muy lejos del conformismo actual inaugurado por los gobiernos fantásticos del socialismo feudal que nos visita, convulsiones que fueron ideales para la proliferación de voces y plumas nacidas de las fracturas con persecución, aislamiento, censura, represión, expulsión y autoexilio de artistas que, efecto contrario, terminaron por sellar sus tránsitos a la fama internacional.
Pero el vientre americano está agotado. La América latina subversiva ha llegado a su fin. El aburguesamiento cultural revela que el Olimpo literario y creativo ha cedido butacas a los príncipes de la autoayuda, a la aristocracia de la terapia, por ende, ser un paciente con desórdenes psicosomáticos que escribe o que pinta es lo mismo que ser escritor o pintor, y así, donde antes reinó Fuentes o Carpentier o García Márquez o Borges, hoy sobrevive una cultura terapéutica festiva sin ninguna otra pretensión que entretener sin pensar, de exponerse en la vidriera de las nuevas lápidas blanqueadas del individualismo, el protagonismo diario de padecer la inconsistencia de no saber, de desconocer, de no imaginar nada nuevo, ahora declamado al micrófono con grandilocuencia, como un triunfo. No pensando también se escribe poesía. No pensando, no sintiendo, no observando ni sufriendo. Basta con escribirle a la belleza ideal, revistiéndola de más belleza, para participar activamente en la desaparición de la poesía; basta con que mucha gente escriba mucho para que desaparezca la literatura. Es como tener diez mil presidentes para gobernar un país: desaparece la democracia republicana. Es el efecto "sala de auditorio" de cuando trescientas personas chusmas y elegantes de conventillo, conversando a los gritos, tapan al disertante invitado.
El continente que soñó transformar a la humanidad con la potencia de la palabra nueva ahora está al borde del mutismo. Los síntomas de la civilizada decadencia que afecta primero a los países vanguardistas encontrará refugio temporal en naciones antes ausentes, en las patrias pequeñas donde quizá resistirá medio siglo más. Pero la enfermedad finalmente los alcanzará. La hija del Sol dio cachorros, ninguna duda, pero su vientre no ovula más. Como biología continental es constituyente del altruismo de la historia que, como la paja, arde rápido e ilumina fuerte pero también se extingue rápido. La esterilidad actual, el hiato del organismo latino, no es propia y ni siquiera vino con la semilla europea, porque es parte de los ciclos biológicos de las edades sociales. Nadie vuelve a nacer. Atribuirlo a la conquista es ignorar que antes de que los imperios europeos se alzaran en la biósfera humana hubo civilizaciones en América que también brillaron y se extinguieron, como la primigenia ciudad de Caral, en Perú, la madre de las ciudades, de hace 6 mil años.
Vargas Llosa, aunque no lo sepa, es un síntoma del descenso hacia el primer peldaño de la formalidad, la clausura de la etapa en otro amanecer americano milenario y previo a un esplendor que hoy es pasado. Ahora nos quedan jugadores de fútbol para ilustrarnos en la que será la prolongada agonía regional que jamás haya vivido el llamado mundo nuevo. De eso se trata. La urbanidad ha caducado, la actualidad hoy reprime lo trascendental. No importa pensar, sino participar de las redes sociales. No se trata de cuando, teniendo las respuestas listas, nos cambiaban las preguntas, sino de haber olvidado que había preguntas que aún necesitaban respuestas mientras nos retirábamos satisfechos del examen. Y si hasta hace pocos días reflexionaba acerca del conformismo frente a la rebeldía, sólo ahora advierto el poderoso tejido enfermo que lo alimenta con un virus deleitoso. Es la anestesia de la decadencia. Una inadvertida y tierna decadencia. Cuando acordemos la preservación, la clasificación precisa y la guía práctica de visita a nuestro patrimonio cultural, es porque dejamos de protagonizarlo, dejó de existir: es un cadáver momificado en la vitrina de un museo lujoso.
CR
Copyright®2015 por Carlos Rigel