16 de enero de 2014

El rezo de la Luna roja

Iglesia de la Inmaculada Concepción, San Juan





A 79 años de cuando la Luna se
 llenó de sangre y una ciudad 
desapareció


Las décadas parecen haber cubierto la tragedia a fuerza de estaciones y de soles, una tras otra, como una sentencia olvidada salida del Antiguo Testamento, alguna vez cobrada indexada. La Luna pretérita parece haber registrado el horror: dicen que estando llena, era roja, por ende, tenía sangre en su semblante selenita. Anunciaba un desastre.

Setenta años transcurrieron desde la homilía del Padre Esteban, párroco de la Iglesia de la Inmaculada Concepción, en el departamento de Concepción, en nuestra provincia de San Juan, reflexión pública que clausuraba las Novenas anuales de cada 8 de Diciembre destinadas a la Virgen María.

Doña Emilia Delia y sus hermanos más jóvenes, Rosa, y el menor de los tres, Pedro Luís, estaban entre los presentes aquella jornada de coronación cuando escucharon al Padre Esteban, una y otra vez, pedir que rezaran porque la Luna estaba roja, el derramamiento de sangre se acercaba. Fue como decir que la luna estaba pintada de muerte. Doña Emilia jamás olvidará esas palabras, porque junto con sangre yacen ahora grabadas a fuego en sus recuerdos.

Las fiestas navideñas debieron transcurrir como fiestas navideñas y hasta el pedido inquietante del párroco pareció quedar olvidado. Con un extenso historial de servicios desde las épocas coloniales, el templo fue motivo en las crónicas sarmientinas cuando el ex Presidente cuyano describe su confección hecha casi por entero de adobes, arquería de ladrillo y argamasa, y que conservaba en sus muros las reliquias pasadas de santos curas. Continuando la tradición católica, debió haber misas y servicios pastorales con regularidad hasta mediados de Enero del año siguiente, en 1944, y casi cuarenta días luego de la homilía profética.

Incluso los relatos de doña Emilia dicen que, para la Luna siguiente, la iglesia estaba llena de gente, porque para cuando se cumplió la hora del desastre se brindaban los sacramentos del casamiento, como regularmente ocurría los Sábados después de la tarde. Y a las 20:45 de la noche, con el calor agobiante de una provincia cordillerana hecha de basaltos y silicatos cocinados en lo profundo de la placa atlántica –y luego empujados por la placa Pacífico y derramados desde las cuchillas de los Andes–, tembló. La tierra bajo la ciudad se partió.

La historia posterior hablará acerca del epicentro en Albardón, a 20 km de la ciudad, también de la intensidad de 8 grados en una escala máxima de 9, incluso el recuento tétrico que oscila entre 5 mil y 20 mil muertos en una ciudad de 80 mil habitantes, pero poco o nada agregan para cuantificar la densidad de lo ocurrido. La tragedia es humana, no natural. Adquiere otra gravedad al registrar que el párroco, don Esteban, quedó atrapado junto a los fieles presentes bajo los escombros de la iglesia venida abajo, y desde allí se lo escuchó pedir ayuda malherido. Pero debió ser uno más de tantos pedidos emergentes de las profundidades.

A menudo he pensado que en la mente del presbítero no sólo debió constar como antecedente la lectura de la Luna previa sino, quizás, una pesadilla o un sueño anterior que, precisamente, lo llevó a confirmar el horror con sus símbolos trágicos del holocausto que seguía. La fase roja selenita llegó para sellar el mensaje con la certeza de lo inexorable.

Cuenta doña Emilia que, en sus 14 años, ella estaba recibiendo en ese preciso instante un dinero de manos de su madre, la Sra. Rosalía Molina, para ir de compras a la verdulería, cuando la casa se quebró. Las gruesas columnas recientes hechas de hormigón se abrieron para siempre. Las paredes cayeron como aplastadas por un peso monstruoso que, en verdad, no estaba encima, sino debajo de ellas. Doña Rosalía, antes que entregar el dinero, lo soltó, la sujetó de la muñeca y tiró a la muchacha con fuerza hacia la vereda, de manera que el envión la salvó del desmoronamiento de las paredes que cayeron casi en su totalidad hacia el interior del hogar. Diferente fue para los dos hermanos menores, Rosa y Pedro Luis, que en ese momento jugaban sobre una montaña de tierra extraída del futuro pozo ciego cavado en los fondos del terreno por el padre de familia, don Luis Triscornia, quien al verlos perder el equilibrio y rodar en descenso peligroso, alcanzó a tirarse sobre la loma y sujetarlos antes de que cayeran al vacío diez metros hasta el final del pozo.

Casi de inmediato la ciudad quedó en tinieblas porque un empleado de guardia en la empresa de electricidad urbana cortó el servicio por completo, previendo los resultados de los cables y las redes expuestos entre los destrozos y los heridos, también de los sobrevivientes a la catástrofe que por instinto suelen correr a guarecerse en las veredas contra las cuales, en aquella oportunidad, se desmoronaron los paredones frontales de los hogares junto con los postes de electricidad.



Y si la ciudad hecha de paredes de barro, techos de cañas y manos de cal, de pasillos y callejuelas angostas, había quedado en ruinas tras ese terremoto, el siguiente, apenas minutos después y acaso más poderoso, devastó los intentos de socorro, asesinó a quienes trataban de extraer a los suyos de entre las ruinas, aplastó por igual lo muerto y lo herido, selló toda ilusión, toda esperanza. Para las 20:52, la hora histórica oficial de sismo, la capital era un espectro asediado por un monstruo invisible de basalto, fractura y granito

En apenas minutos la ciudad cuyana pasó de la mansedumbre estival al terror en la total oscuridad gobernada por un demonio tectónico morador de las profundidades de la cordillera. Ahora, ánimas suplicantes poblaban el aire negro con ruegos, pedidos de ayuda, gritos desesperados y, como si no fuera suficiente, aullidos. La noche recién comenzaba. La nocturnidad reduce la perspectiva tanto como los aullidos amplían tenebrosamente el territorio, extendiendo la dimensión del desastre. El lamento de los perros es, aún hoy, una pesadilla inolvidable en las memorias de doña Emilia, sumado a los temblores que continuaron imperdonables durante el ascenso de la madrugada mineral para llevar el horror al extremo.

Menos del veinte por ciento de las casas quedaron en pié; aún aquellas construidas con hormigón no resistieron la sucesión de movimientos telúricos casi diarios que golpearon a las construcciones desafiantes, porque durante las jornadas siguientes continuaron irregulares, imprevisibles, recordándoles la hegemonía, el imperio, del desastre. Pero al amanecer del día Domingo, horas después de los sismos iniciales, el Sol, con especial perversión ese día, reveló los alcances de la devastación: No había ciudad sino una costra alta de escombros, no había calles sino besanas irregulares entre los pedazos y las lomas de la mampostería quebrada y sembrada por los llantos, los gritos, los aullidos y los pedidos de ayuda.

El Hospital Rawson sobrevivió en pie a la tragedia, su construcción resistió los sismos, pero por la época era un edificio pequeño y de poca dotación profesional frente a semejante catástrofe, por lo que los heridos que podían llegar hasta él eran atendidos por los médicos y las enfermeras en la plaza frente a la entrada. Como en las últimas guerras conocidas, se aplicó el recurso quirúrgico extremo de cortar por lo sano: frente a un brazo o pierna herida se procedió extirpando el trauma por completo. De allí la cantidad de mutilados. Muchos fueron trasladados a la provincia hermana de Mendoza.


Recuerda doña Emilia que habían sobrevivido al desastre con lo puesto. Alimentos, ropa, camas, muebles, yacían sepultados bajo una montaña sin identidad ni forma. No quedaban despensas, no había oficinas ni electricidad, el dinero, aún teniéndolo, no tenía valor, no había salas de atención primaria en aquellos días, ni existían los equipos de salvamento, como en nuestra actualidad, por lo que transitaban la zona del desastre en busca de alimentos, caminando entre fragmentos, pedazos de casas, brazos, piernas y cuerpos emergentes de personas muertas. Las pocas y mínimas pertenencias arrancadas a las ruinas, quizás una prenda y algún alimento, eran transportadas en bolsas, en bicicletas y carritos, quien sabe con cuál rumbo.

Para cuando las tareas de asistencia y salvamento recayeron en el ejército argentino, el calor y el olor a muerte había fijado su imperio peor que en una guerra civil. Y a orillas del canal de deshielo que cruza el departamento de Chimbas, a minutos de la capital, se instaló una carpa enorme de emergencia para los desamparados. Más precisamente en el terraplén que desciende desde el canal de riego –por entonces apenas una huella honda y ancha cavada por la corriente– y hacia las vías del ferrocarril, se armó la tienda de campaña del ejército desde donde diariamente se proveyó de asistencia médica, cuchetas y el alimento básico, principalmente compuesto por charqui, carne secada a la sal. También se destinaron compañías completas a la remoción de escombros en busca de sobrevivientes; las tareas eran a pala, pico y barreta, trabajo arduo interrumpido y golpeado por nuevos sismos, lo que debió volver insuficiente cualquier esfuerzo de salvataje con vida.

Cuenta doña Emilia que su padre, el gringo don Luís Triscornia, aprovechó el cañaveral frondoso que bordea el curso cíclico de las aguas del canal y en la emergencia armó unas mesas y estantes hechos con cañas verdes para apilar las pocas prendas y los alimentos que recuperaba diariamente de la que fuera su casa, a treinta cuadras de la carpa militar de salvamento donde entonces se refugiaban.

Pero como si le faltara un ingrediente al horror, acaso una plaga para nombrarla bíblica, tras los calores sofocantes llegaron las tormentas inclementes del verano sanjuanino, de manera que el desborde del canal, superado por la lluvia incesante, arrastró lo poco recuperado junto con las cuchetas en la tienda de emergencia. San Juan, acaso para licuar la fe última con una lava nunca divisada, parecía castigada por el Cielo y por la Tierra.

El gringo Luis Triscornia, ese viejo radical severo y trabajador, especie de guerrero de pico y pala, como un destino cotidiano, regresó a la casa para herir la montaña de ruinas, de barro y de cemento, y reunir los pedazos resultantes del hogar perdido. Pero no fue hasta entrado el invierno que terminó de armar una casilla de una única habitación en los fondos del terreno, hecha de adobes de barro y chapas de cartón con alquitrán, para regresar a su familia con él y comenzar de nuevo.

Cuando fui chico y visité la casa, vi los restos de esa piedra primaria improvisada contra la medianera del lote, un cuadrado salvador de cinco por seis que a pesar de los años mantenía unos orgullosos setenta centímetros de elevación, relleno en su interior de tierra, paja y arena desmoronada con las décadas y las lluvias, prueba de que alguna vez allí algo habitado se alzó del suelo.

Tras la catástrofe urbana es de imaginar que no había trabajo excepto en los viñedos en las afueras de la ciudad, por ende, doña Emilia y su hermana consiguieron empleo en los secaderos de pasas de uva por 20 centavos la jornada completa al rayo del sol; para el caso salían entre las tres y las cinco de la madrugada y caminaban cincuenta cuadras entre los escombros hasta salir de la capital desaparecida, y un tramo más todavía hasta la finca de destino. Doña Rosalía Molina, la madre de ambas, en cambio, salió con una canasta a vender verduras entre los barrios erigidos primeros sobre el derrumbe; así fue que recibió una mesa grande y fuerte de madera de algarrobo en parte de pago y sobre la cual desayuné o almorcé muchas veces cuando, durante las vacaciones de verano, viajaba desde Buenos Aires de visita a la casa.


Rosalía Molina - Foto de 1951

Quizá la inflexión necesaria de esta crónica es la campaña de doña Eva Duarte "Evita" para recaudar fondos de asistencia a los damnificados por el terremoto, motivo por el cual recibieron una casa nueva que yo conocí de chico, construida en el frente del terreno y que volvió peronista inquebrantable al gringo Luis, causa que lo llevó muchas veces a la cárcel. Años después, tras la Revolución Libertadora y bajo la prohibición del peronismo, proscrito como se entiende, el tano insolente de agradecimiento volvía de Obras Sanitarias de la Nación, donde trabajaba como peón, y muy entrado en copas se detenía en la Comisaría de Concepción a gritarles a los policías de calle "¡Viva Perón, carajo!", y la invitación a gozar las comodidades del calabozo era inmediata; ni siquiera se requería de papeleo.

Ninguna crónica puede completar lo vivido ni mucho menos establecer la dimensión de una tragedia prolongada por la agonía, porque a los recuerdos de los sobrevivientes deberíamos agregarle el relato de quienes no sobrevivieron, cada uno con su propio calvario. La recopilación periodística del terremoto tardó en conjugarse aún mucho tiempo después que concluyó la remoción de escombros, verdaderas excavaciones en manos de los trabajadores del ejército argentino. Así se plasmó la imagen aterradora, entre otras, de tres cadáveres descubiertos de pie detrás de las ruinas: Una abuela, contra la esquina interior de una habitación, protegiendo tras cada uno de sus brazos, a dos pequeños, también de pie. Llevaban meses de muertos y nunca se sabrá si murieron electrocutados, de asfixia o de espanto.

San Juan, la provincia cuyana, cambió para siempre, incluso su urbanidad a través del Código de Construcción Civil; las calles ahora son anchas, previendo nuevos sismos y el instintivo escape de sus moradores al derrumbe desde el interior al exterior; incluso es una ciudad relativamente moderna, de estructuras antisísmicas. Más de dos generaciones después no le quedan huellas a la ciudad de lo padecido por su gente en ese verano esperpéntico. San Juan tardó años en recuperarse.

El gringo Luis Triscornia - Foto de 1974

Setenta años pasaron de aquel 15 de Enero de 1944 y casi no quedan testigos moradores de la tragedia que aún habiten allí para completar la crónica. Para encontrar sobrevivientes a un holocausto no hace falta mirar lejos: caminan entre nosotros, acaso superados o desgraciados, cada uno con su propia teodisea a cuestas, llamados a testificar o simplemente a lamentar. Incluso recuerda doña Emilia que don Esteban, el párroco de la homilía trágica, sepultado bajo las ruinas de la Iglesia de la Inmaculada Concepción, durante tres días posteriores al terremoto pidió ayuda hasta que su voz menguó y finalmente cesó. Allí mismo se erige hoy el colegio San José mientras que la nueva iglesia se construyó a pocas cuadras, en la calle Tucumán, y en ella hay una foto retrato que lo recuerda, aunque poco dice de su alarmante profecía y menos de su agónico final.


Pero doña Emilia Delia –a fin de cuentas, mi madre–, aún viviendo en Buenos Aires y como única sobreviviente de ese clan luchador, mirará siempre la Luna Llena, tratando de leer la semántica premonitoria, semblante maléfico o benéfico, de su maquillaje selenita y en apariencia siempre estático.



Rigel

Copyright®2014 por Carlos Rigel