26 de octubre de 2011

Diario del fin / Un capítulo corto de la novela



«Martes 25 de Octubre

Se ha dicho que "cada generación debe reescribir la historia", modesta variedad del objetivismo cuando personaliza a toda una generación como a un individuo único e indivisible, pero más allá del absurdum rerum, el mandato implícito que conlleva presupone el interés generacional en registrarla nuevamente. Sin embargo, ¿qué ocurre si hay desinterés en reescribir la historia? Las sociedades estables irremediablemente pierden la identidad, he allí la circunstancia, y con ella los sueños que otrora parecieron inamovibles. La afirmación contiene en sí misma la fugacidad de las promesas adolescentes.
Comenzado el Tercer Milenio puedo advertir que Occidente, como lado del mundo mayoritariamente cristiano, se ha vuelto nietzschiano de comportamiento, como si el maestro cáustico de la acidez antiapostólica lo hubiera teñido todo con un color amargo sólo reconocible por él mismo y sus seguidores, especie de lavandina que no aclara sino que enturbia, y que ahora echa brotes en el suelo desequilibrado de la contemporaneidad. Y de éste resulta al menos un muerto seguro: se trata del Cielo en la propia conciencia del hombre actual. En efecto, el Cielo es la víctima acaso más destacada en el permanente asesinato del pasado siglo XX y comienzos de este primer siglo del nuevo milenio. Pero no es el único crimen contradictorio del actual positivismo. Es común encontrar jóvenes que proponen en sus prédicas una revolución radical pero que se sientan a esperar cómodos los resultados de una cultura claramente burguesa; o que se declaran antifacistas pero que defienden sus ideas a las trompadas, y ni siquiera consideran una posible contradicción entre las palabras y sus actos.
En cuanto al llamado mundo holístico, la clase media sienta sus bases en el conformismo individual cuando se exculpa a sí misma sobre las causas de la batalla permanente en las clases bajas. Aislarse cada uno en su propio tubo irreal no es difícil para mirar desde allí a una existencia que tiene dos metros cúbicos con epicentro visual en nuestra nariz. Y desde allí, muy condicional, todo se ve tan maravilloso, como quien dice: «Si yo puedo viajar a la India para descansar del stress, entonces todos pueden hacer lo mismo. Pero por qué no lo hacen, no es de mi incumbencia.»
También observo un cierto decaimiento en la Filosofía; en ella la corriente que impera es la de un cauteloso y prolijo escepticismo cultural. Terminada la edad de los superlativos, la de los grandes descubrimientos, consumado el período cientificista e industrial, sintonizada la edad de la razón pero en cortocircuito con el sentido común, cerrados los períodos de rabiosos dogmas oscurantistas del medioevo y la posterior revolución industrial, la filosofía parece estancada, acompañando a sociedades que revelan haber perdido las preguntas esenciales que generacionalmente necesitaban respuestas precisamente generacionales. “Es más fácil ser profesor de música que músico”, dice Zulma, acertadamente de este tiempo.
Tan pronto una definición es enunciada sobreviene su derrumbe, refutada y más tarde negada, o reemplazada por otra nueva, y luego olvidada hasta la desorientación y su final futilidad. Sartre no hubiera dejado huella en este tiempo. En la actualidad ni siquiera sobrevive una definición del concepto de “arte” que perdure inquebrantable y libre de cuestionamientos. Hoy la filosofía dedica sus estudios a los apóstoles pretéritos de cada lado. Hiato o cisma, decadencia o utopía, quiebre o inercia, nadie se atreve a pronunciarlo abiertamente pero está en declive. Incluso manotazos desesperados del racionalismo duraron menos de un siglo, por ejemplo, como el advenimiento de Freud y la corta fiesta del psicoanálisis; hoy muy pocos lo toman en serio o lo recuerdan, porque es como recobrar los estudios de Darwin aplicados a la evolución del ser humano, cuando la Teoría de la evolución de las especies sólo demostró ser aplicable correcta y sin errores a las bestias de la Creación, pero no al Hombre; es inconsistente para el Hombre del último millón de años y absurda para el de los últimos cincuenta mil.
El agotamiento en las fórmulas del pensamiento filosófico, las mismas que alguna vez perturbaron la eterna siesta de la humanidad, llegan de la mano con la idea liviana de una relativa satisfacción de objetivos: La cima parece alcanzada pero no como un sueño realizado, sino como una realidad resultante que es mejor no modificar, no sea que empeore. Empíricos, racionalistas, existencialistas, marxistas, eclécticos, epicúreos, pero también holísticos, contemplativos y revolucionarios, todos ellos abrevan hoy en el mismo pozo agotado de fórmulas bajo la forma de un animoso aburguesamiento, resentido e irresponsable.
Pero tampoco la religión, segmentada en un millón de verdades parciales —cuando no ingenuas—, alcanza para contener al universo maltratado de fieles desencantados y más desolados que nunca antes frente a una inercia mayoritaria de escépticos y de ateos conformes de su refractalidad; también es impotente frente a los brotes crecientes de la “inteligencia emocional” en el mundo contemporáneo compuesta de pibes índigos y cristales de reciente aparición en la sociedad del hombre como una raza dentro de la raza. Y así, nacido del Homo Sapiens, el Homo Profundittattis emerge de un territorio bombardeado menos espiritual que litúrgico, con interrogantes todavía básicos cuando las respuestas debían estar prontas y listas. De manera intrínseca e implícita revela la impotencia para contener a una generación de fenómenos infantiles con un pasado milenario para quienes ni La Biblia ni las recetas del pasado tienen soluciones que ofrecer: Nacen antiguos. Ahora, la sabiduría no tiene como símbolo a un viejo vivido y luminoso, sino a un pibe que no sabe leer.
Incluso la misma veta de la posmodernidad que alguna vez impulsó al Renacimiento europeo hoy se muestra insuficiente frente al desasosiego del hombre actual. Las respuestas no parecen estar por delante, sino ocultas en algún episodio lúcido del pasado pero inaplicables u obsoletas en la modernidad. Por ende el futuro es habitado por una simpática especie de aparatos compactos, por sincrotones más poderosos, por una medicina cibernética en alpargatas, naves cada vez cada vez más veloces y complejas, y con aldeas cada vez más pobres, pero también por interrogantes insípidos y ahora exiguos de ecuaciones seguras que aplicar para resolverlas.
El mismo Manto Sagrado es el símbolo disparatado que caracteriza esta edad: la comunidad científica evalúa la antigüedad de la reliquia a través del conocido método del Carbono 14, negando al fin su antigüedad y luego, como comunidad, se atrincheran para defender la medición, excepto que la muestra extraída corresponde finalmente al parche de algodón aplicado en 1350 para remendar el faltante en el lino original producto de un incendio históricamente documentado. Una tecnología avergonzada por la falta de sentido común; el mismo factor que la engrandece, la degrada.
Entonces, el manto sagrado es verdadero o falso, el universo es finito o infinito, impera la duda razonable o la certeza injustificable, el Quijote está reloco o es el primer cuerdo universal, Nietszche mató a Dios pero luego murió de burla al publicar Zaratustra, después Freud reemplazó a Dios pero duró menos de un siglo, el ser humano es resultado de la evolución de las especies o de la generación espontánea, el marxismo favorece a la clase baja sin embargo es impopular en ella misma, Dios está más muerto que nunca o cada vez más cerca de la humanidad, nada parece conmover al hombre contemporáneo. Es observable el refugio del hombre común en el sexo, en las pasiones fugaces, en las novedades de la moda o de los nuevos aparatos, en el fútbol y en aquella dicha que dura un día, convenciéndose de que esa es la felicidad prometida y reservada por la Creación.
Hubo un época conciente, hace apenas cuarenta años, cuando un escritor o un artista o un guerrillero hablaba y un país entero se detenía estupefacto a escucharlo. Hoy la voz del Papa no es esperada ni en el mundo cristiano, pero de escucharla tampoco habría en ella preceptos profundos a seguir al abrigo de la conciencia cuando los dogmas no alcanzan para entibiar el corazón desilusionado de certezas inamovibles. La Teodicea bíblica desdoblada en Cielo e Infierno no asusta ni siquiera a los pibes; menos aún preocupa la resurrección cuando yace desacreditada por la propia población que debería pastorearla.
Perder el Paraíso no acercó a las estrellas del firmamento. Las búsquedas existenciales que desgarraron al ser del medioevo sumiéndolo en una crisis impulsora y a menudo creativa, y cuyos destellos perduraron hasta comienzos del siglo veinte, hoy parecen aturdidas, o peor, concluidas por un cosmos ruidoso de celulares, cidís, videos, recitales y el Gran Estallido General de la Mediocridad Individual, un monstruo espiritual urbanizado prefigurado por Ortega y Gasset en La Rebelión de las masas como un individuo conforme de su tozudez y cada día más desarmonizado. Y mientras tanto la humanidad pasa, como si la Entropía Universal nos alcanzara a través de una engañosa y placentera estabilidad rumbo al abismo.
¿Cómo Dios podría sobrevivir a nuestra cínica apatía?»



Copyright®2011 por Carlos Rigel

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