Testigos de Jehová, vendedores ambulantes, amigos y familiares
sin perder la compostura ni la gentileza castellana.
por Carlos Rigel
Y pensaba en esa particularidad de ciertos hogares adornados de feng-shui con maceteros y flores en la entrada, incluso llamadores de ángeles y campanillas, pero que dejan librada la recepción de las visitas a un maldito perro, uno de esos grandes y oscuros, los mismos que mientras uno toca el timbre nos ladra frenético y homicida detrás de la reja a punto de arrancarnos el brazo al primer mordisco, porque uno ve la baba cáustica que salpica en cada grave intento de asomar el hocico entre las varillas para alcanzarnos y que nos mira con un odio ruidoso que nos hace temblar el yelmo y la pluma, entonces, nos recuerda el mito griego del Cancerbero, el perro que custodia el reino de los muertos, el mismo que nos recibe moviendo la cola festivo pero que nos despedaza de un zarpazo si intentamos escapar, pero he aquí que de pronto asoma la dueña de casa desde el fondo de la vivienda y nos pregunta inquisitiva y mímica algo imposible de entender, y uno trata de alzar la voz pero el perro, hijo de una gran puta, nos impide ser comprendidos en nuestras buenas intenciones de entregar agradables noticias a dicho hogar, ahora desnaturalizadas por la bestia incontenible de furia y asco, porque somos sospechados de ladrones y de criminales por el ausente sexto sentido de la criatura primitiva y permitido por la dueña.
Y sin perder la elegancia y la sobriedad, acomodamos nuestra capa y la lechuguilla al cuello, y respondemos:
—Sepa usted, vuestra merced, que vengo a presentaros mis respetos —comenzamos diciendo a la mujer y el perro estalla peor aún, enfermo de rencor cuando escucha nuestra voz, y nos salpica de saliva rabiosa—... y también a deciros que vuestro esposo, don Giuseppe, me ha pedido tenga a bien —el perro es ya incontenible, la reja está a punto de ceder a sus intenciones—... tenga a bien poner a vuestra disposición los jornales por él percibidos hoy en nuestra villa, luego de las artesanías por él finalizadas esta candorosa mañana. Y quiere saber —y la bestia observa a la dueña y mueve la cola, pero tan pronto se vuelve a nosotros nos recuerda el juramento de muerte instantánea—... y quiere saber si se digna usted en recibir tal recado, pues fue oportunamente solícito de sus servicios, como herrero virreinal —y el perro se para en la reja a mirar nuestros ademanes ¡oh, reptil venenoso!, esperando nuestro descuido fatal, mientras uno trata de sobreponerse al terror y al odio, bueno, y mantener la compostura—… decía, por don Francisco de Córdoba, el ventero de la esquina, quien le ha solicitado hoy mismo la reparación de la persiana —y la bestia regula los truenos alzando el hocico y librando un rugido a cada palabra nuestra, porque olfatea el odio creciente—… pues sepa usted que esta misma mañana se le ha votado de cielo a suelo injustificada y estruendosamente, la persiana digo, pues por eso reclama a su esposo por sano y juicioso consejo. Y aquí, amable señora, le dejo los ochenta ducados oportunamente referidos.
Y la mujer, sin comprender una sola palabra, todas ellas desfiguradas por los ladridos roncos de la bestia pantanosa, se acerca ya más segura hasta la reja y desde allí nos observa las manos, porque ve los billetes. Y el animal mueve la cola simpático y ansioso porque esa mañana no ha comido y bien le vendría un pedazo de cristiano por vermut, porque el dinero no le importa para nada sino clavarnos sus colmillos en nuestros pulmones y masticar nuestras costillas, y uno piensa en qué distintas serían las cosas si tuviéramos una escopeta de caño doble y cuatro cartuchos del 12 porque entonces le arrancaríamos alegremente la cabeza desde el estómago y terminaría esparcido por el pasillo, como un artístico salpicret carmesí profundo, desde la reja y hasta la ventana con algunas pinceladas aquí y allá de tripas, orejas y encantados pelos coagulosos, como si el Cancerbero hubiera estado de visita esa mañana por allí.
—Ah, bueno, pase usted, gentil caballero —nos dice la señora, mientras acaricia la cabezota negra del monstruo y lo ataja del ataque final sobre nuestra humanidad, prendiéndolo del collar con la mano pequeña que acaso no impida nuestro holocausto, y dice— ¡Boby basta!... Pase, pase, no se haga problemas porque no muerde —agrega la mujer, mientras uno lo ve soltarse en un respingo, retroceder y tomar carrera.
Mayo de 2006
del volumen El libro de las Almas
del volumen El libro de las Almas
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Muy bueno Carlos! Y muy cierto, reflejo de un sentimiento conocido.
ResponderEliminarSaludos!
Bueno, Paula, te agradezco muchísimo tu constancia de escribir unas palabras. Abrazo.
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