3 de septiembre de 2019

La cinética del origen


Se trata de la re elaboración de una crítica escrita 
en 2014 y que hoy acompaña a cuatro obras de 
nuestro artista plástico Roberto Feldman Form de 
camino a una galería en Uruguay.

"No sabemos dónde nacen los artistas, en cuál lugar del Universo, y aunque hurguemos en sus existencias, poco dirán que nos ayude a comprender la naturaleza que los define. Excluye esta reflexión a los pintores que abundan en la contemporaneidad. Hay pocos artistas, pero él es uno de ellos. 

Por suerte, la obra es vasta y cosmológicamente generosa, habitada por un amor genitivo que atraviesa enormes cantidades de tiempo, desde el Comienzo y hasta el fin de las edades, y así nos alivia la tarea intelectual de descubrirlo. Recorrer su obra completa es una invitación osada a mirar el cosmos a través de sus ojos. 

Y luego de ese impacto profundo y energético que nos provoca es que, suspendido en alguna nebulosa distante, observamos la totalidad. Mundos paralelos, agujeros negros y, a la vez, blancos, mosaicos de luz, sistemas solares completos, geómetras oculares, Roff descubre el aljibe en el patio trasero del Paraíso.

Y descubrimos que es matriz y cigota solar, la Flor de la Vida para los místicos, incepción que siendo el mapa del Comienzo, es también ovario del origen, mitocondria y gen; la idea del ciclo sideral en la construcción del ser y la revolución, y una tras otra, pero no vista como una anomalía unidireccional e inevitable del tiempo, sino como una necesidad vital del crecimiento universal.

Y detrás del caos de la eclosión primigenia y el ataque de plasma yacen los planos de la existencia, extendidos como océanos paralelos. Los verdes del núcleo mitocondrial expanden en azules, recordando las temperaturas inhumanas del origen, más tarde expresadas en rojos candentes y, ahora sí, comprensibles para la mente, y que auguran natividad y epicentro de las edades. Pero la suma de ciclos orbitales, la cocción de átomos o de sistemas solares, no explican el paradigma celular, aunque lo confirman más allá de toda duda.

Nos preguntaremos, entonces, si las expresiones del arte adeudan o al autor o al público, porque estamos aquí, apenas seres vivientes, quienes completaremos esa manifestación bidimensional enmarcada en el cosmos según nuestras profundidades o nuestras frivolidades. Y es la vida íntegra la que en una obra ve un espejo de la existencia. Y esa actitud especular nos dice lo siguiente: es lo que veo, más lo que siento, frente a lo que la obra me dice, y la comprensión posterior, siempre intelectual, nos invita a mirarla nuevamente para entonces especular sus lecturas cognitivas, todas ellas posibles, y que parpadean entre distintas preferencias simbólicas. Así descubrimos que la obra nos observa a nosotros.


Es la vida cuando mira a contraluz, capacidad sensorial del mundo onírico revelado en la vigilia. Y en ese titubear del pensamiento lúcido es que advertimos la tridimensionalidad del ser, de la obra y de su autor, la misma cualidad sobresaliente de quienes destacan por sobre el común del género. Aunque afirmen lo contrario, el hombre es bidimensional desde su origen, y el tercer valor debe ganarlo en su corta existencia: se trata del valor restante, la profundidad, y aunque no en todos los miembros del género nace, vive en él como un gen. 

Quizá la ambigüedad de esta obra, entre sistema solar, estallido primigenio o matriz femenina, no es intención del artista, sino el acierto: es el alma sabia la que se revela en su antigüedad. De subvertir el resultado es que nacen respuestas a otras preguntas. Los genes del hombre yacían en los planos de la existencia, habitaban el Sol apenas después del Inicio. Y como el código genético, no fue un accidente sino un deseo de la Creación. 

Pero esa traslación de estado es estática sólo para el hombre ordinario, y aunque recuerda la mansedumbre con que los astros se mueven por la bóveda celeste, incluso la multiplicación infinita de todas ellas es, para el creador, apenas una chispa en la Eternidad. Por ende, en la obra de Roff descubriremos la vasta y vaga acumulación del tiempo, recordando la frase de Borges sobre Bradbury. 

"El hombre existe para llenar el Universo de arte", dijo una vez el hipercreativo Guillermo Didiego, pequeña vanidad que desde su intachable subjetividad sólo el artista puede acertar y aceptar. Incluso para observar y comprender el tiempo humano y universal –y acaso para dejarle una huella profunda–, hay que proceder como un dios".

Rigel



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