Dice un adagio popular que “Las
montañas no se cruzan, los hombres sí”, ingenua verdad pero tan humana
como geológica y tan inminente que anoche, a mi regreso por calles céntricas,
luego de compartir un café en Morón con el dramaturgo Aldo González, me cruzo
en una esquina semaforizada con el poeta y dramaturgo Víctor Cuello. Lo
veo en bicicleta con gorrita de visera, una campera de jean blanca,
pantalón de jean y sus mitológicos lentes, maniobrando,
pedaleando desobediente de la luz roja, que yo tampoco me detengo a
esperar.
Viene en la misma dirección, pero él en bici y yo a pie de camino a una parada de micros. “¡Rigel, qué hacés, pero cómo te va!” y desmonta la bici. Desborda en sorpresa y alegría. El abrazo es largo y fuerte en medio del cruce de Almirante Brown y 9 de Julio, pero con la bici a un costado, que si cambia a la luz verde nos levantan en el aire.
Luego subimos a la vereda y a paso de elefante transitamos media cuadra hasta donde voy y los pedazos de la menguada eternidad que van desde el amigo común Carlos Boragno, cruzan por Aldo González —a quien termino de despedir hace minutos—, acontecimientos recientes risueños de la feria local que prueban que sigue ausente la literatura en la Feria del Libro de San Justo aunque, claro, hay muchos libros para comprar, y por esos caminos del eclecticismo inevitable, avanzan por el cercano fallecimiento del poeta Omar Cao, él y los huecos existenciales que deja, y así llegamos a los restos perdidos del dramaturgo y escritor desaparecido hace años, Marco Denevi porque viene justo para teñir el olvido.
Mierda que es cruel el final, porque de Marco no se supo nada más, ni de su obra, ni de sus memorias, ni de su amor por las cosas que hizo. Todo salió en bolsas de basura rumbo al cordón de la vereda. Supe que era gay, pero no del desprecio que eso implicó para su familia. Desocuparon el departamento sin piedad. Las cartas de Mia Farrow y de otras celebridades, los originales de sus manuscritos, sus libros, sus amores, sus flaquezas y hasta la biblioteca personal, todo se fue en bolsas plásticas de consorcio –esas que odio tanto– de camino al basural; libros reducidos en pedazos para ser vendidos por centavos como papel viejo. Carajo, todo.
Me aturde pensar que el indigno destinatario de nuestras luces e ilusiones sea el reservorio del CEAMSE donde, con cierta esperanza, será humus dentro de 50 años, tierra que quizá nutra una plantación de soja, ni siquiera de girasoles como para estrellar de sol el solitarismo. Pero el micro dobla y viene. Se detiene en la parada. La gente asciende. Tiro un cigarrillo fumado a medias y nos abrazamos en la despedida, subo último y me siento, me escapo a otra galaxia. Pero no puedo evitar la melancolía que me llena la botella, el sentimiento de una pérdida que todavía no sufro pero que vendrá inexorable, el anticipo del dolor por la nada.
¿Para quién hacemos lo que hacemos? Para nadie. El amor por las cosas que hago, un día o cercano o lejano, también saldrá en bolsas de basura. Es la la ley de la impermanencia, el océano humano que no se detiene por nadie y me dice que nada quedará de mí en apenas cien años. Nada. Quizá un libro sobreviva veinte años más que yo en la biblioteca de alguien, pero un día, cuando el papel se vuelva desagradable y se quiebre, también saldrá en bolsas.
“Por todo reino conquistado recibirás un sorbo de exigua felicidad”, escribí hace poco en un ensayo de literatura y alcoholismo. Eso que hay en la copa, a mi lado, es toda mi recompensa. Y este encuentro sucesivo con dos amigos es todo lo que hay y sólo podré recordarlo yo mientras tenga la conciencia sana. Me siento como el réplica Roy Batty en la película Blade Runner, segundos antes de que el tiempo de su existencia se agote. “Es tiempo de morir”.
La vida nos desenchufa y a otra cosa. Pagamos por la vida, pero no hay vuelto. Nos desvanecemos, como en la película Matrix. Eso es todo. Alguien quita el enchufe y la luz se apaga. Toda la eternidad es este momento. No soy Sófocles, no hice tanto como para perdurar, y no soy presumido pero, en Morón, dos montañas imposibles se encontraron: la risa y la melancolía.
Viene en la misma dirección, pero él en bici y yo a pie de camino a una parada de micros. “¡Rigel, qué hacés, pero cómo te va!” y desmonta la bici. Desborda en sorpresa y alegría. El abrazo es largo y fuerte en medio del cruce de Almirante Brown y 9 de Julio, pero con la bici a un costado, que si cambia a la luz verde nos levantan en el aire.
Luego subimos a la vereda y a paso de elefante transitamos media cuadra hasta donde voy y los pedazos de la menguada eternidad que van desde el amigo común Carlos Boragno, cruzan por Aldo González —a quien termino de despedir hace minutos—, acontecimientos recientes risueños de la feria local que prueban que sigue ausente la literatura en la Feria del Libro de San Justo aunque, claro, hay muchos libros para comprar, y por esos caminos del eclecticismo inevitable, avanzan por el cercano fallecimiento del poeta Omar Cao, él y los huecos existenciales que deja, y así llegamos a los restos perdidos del dramaturgo y escritor desaparecido hace años, Marco Denevi porque viene justo para teñir el olvido.
Mierda que es cruel el final, porque de Marco no se supo nada más, ni de su obra, ni de sus memorias, ni de su amor por las cosas que hizo. Todo salió en bolsas de basura rumbo al cordón de la vereda. Supe que era gay, pero no del desprecio que eso implicó para su familia. Desocuparon el departamento sin piedad. Las cartas de Mia Farrow y de otras celebridades, los originales de sus manuscritos, sus libros, sus amores, sus flaquezas y hasta la biblioteca personal, todo se fue en bolsas plásticas de consorcio –esas que odio tanto– de camino al basural; libros reducidos en pedazos para ser vendidos por centavos como papel viejo. Carajo, todo.
Me aturde pensar que el indigno destinatario de nuestras luces e ilusiones sea el reservorio del CEAMSE donde, con cierta esperanza, será humus dentro de 50 años, tierra que quizá nutra una plantación de soja, ni siquiera de girasoles como para estrellar de sol el solitarismo. Pero el micro dobla y viene. Se detiene en la parada. La gente asciende. Tiro un cigarrillo fumado a medias y nos abrazamos en la despedida, subo último y me siento, me escapo a otra galaxia. Pero no puedo evitar la melancolía que me llena la botella, el sentimiento de una pérdida que todavía no sufro pero que vendrá inexorable, el anticipo del dolor por la nada.
¿Para quién hacemos lo que hacemos? Para nadie. El amor por las cosas que hago, un día o cercano o lejano, también saldrá en bolsas de basura. Es la la ley de la impermanencia, el océano humano que no se detiene por nadie y me dice que nada quedará de mí en apenas cien años. Nada. Quizá un libro sobreviva veinte años más que yo en la biblioteca de alguien, pero un día, cuando el papel se vuelva desagradable y se quiebre, también saldrá en bolsas.
“Por todo reino conquistado recibirás un sorbo de exigua felicidad”, escribí hace poco en un ensayo de literatura y alcoholismo. Eso que hay en la copa, a mi lado, es toda mi recompensa. Y este encuentro sucesivo con dos amigos es todo lo que hay y sólo podré recordarlo yo mientras tenga la conciencia sana. Me siento como el réplica Roy Batty en la película Blade Runner, segundos antes de que el tiempo de su existencia se agote. “Es tiempo de morir”.
La vida nos desenchufa y a otra cosa. Pagamos por la vida, pero no hay vuelto. Nos desvanecemos, como en la película Matrix. Eso es todo. Alguien quita el enchufe y la luz se apaga. Toda la eternidad es este momento. No soy Sófocles, no hice tanto como para perdurar, y no soy presumido pero, en Morón, dos montañas imposibles se encontraron: la risa y la melancolía.
Rigel