30 de marzo de 2015

Momentos




Recordando la noche fresca del 10 de Mayo de 2013, durante la breve presentación en sociedad que tuviera el ensayo La anomalía de Jerusalén (AstroRey, 2012) en la galería Espacio10 Arte, a cargo de la pintora Bea Diez, de Palermo, ciudad de Buenos Aires. En la foto, estoy junto a la simpática Embajadora y amiga María Salinas Paz, una de las últimas veces que fue vista en Buenos Aires y previo a radicarse en el exterior. Hace tiempo dejé de esperar su regreso.

Voy a recordar también que dicho volumen no tuvo presentación alguna en la provincia de Buenos Aires, sólo apareció a la venta de urgencia y por suerte agotó una modesta primera edición a lo largo de unos pocos meses de salida al mercado local aún sin ISBN por ese tiempo. Para el motivo editorial, debí comenzar ese lento desangrar, gota a gota, de otro volumen poderoso, El libro de las Almas, terminado entre 2006 y 2007, ya que el ensayo editado era uno de los títulos que contenía y una de las dos partes principales, junto al ensayo Señales del Alma, cuando ambos escritos comulgaban en un registro similar.

Incluso tuve sugerencias de sus lectores de preparar una segunda parte del mismo ensayo con mis conclusiones –algo difundidas ya– acerca de la muerte, cuando menos dudosa, de Judas Iscariote, razonamientos elaborados para la novela jamás editada La pasión de Judas, concluida entre 2002 y 2003. Construir esa historia de ficción como tesis de lo ocurrido en los orígenes del cristianismo me inspiró como un buscador de las otras verdades, las suprimidas por los dogmas, las verdades incómodas que casi nadie quiere preguntarse, los detalles que, aún las edades sociales, no cierran. Eso mismo me llevó a indagar el pensamiento de teólogos admirables que vagamente cito en sus páginas.


En una oportunidad, mientras compartía un café en La Perla, de Once, CABA, con un periodista, recopilador y editor de Diálogos con Jorge Luis Borges (creo que lo único importante que hizo en su vida), al escucharme hablar apasionado de mis escritos, me preguntó si estaba yo enamorado de mis libros. La pregunta me sorprendió porque no concibo otra manera de escribir que no sea con cierta dosis de pasión cercana al amor. La anomalía de... es la evidencia que me revela en el defecto. 

Como revisionismo histórico ha sido halagado por lectores tan disímiles, tan opuestos, que apenas pude resumirme en el arquetipo del observador estupefacto, en este caso, de un fenómeno que excede al escrito. La gente devora sus páginas en dos horas continuas de lectura y cuyo comentario final recurrente es que, una vez comenzada, llegan recto al final con la dirección y la intensidad de una flecha. Apenas diré que en cada leyente ha dejado un huella perturbadora, como una epidemia pasional de la conciencia, y que nada tiene que ver con el acto de la escritura, sino con la fuerza del pensamiento que la promueve, como un espíritu que lo ronda, que sitia y que finalmente posee al lector con una tromba genitiva transgresora. Esa intensidad lo ha llevado a regiones del globo insospechadas, como La Habana, quizá Montevideo –nunca pude verificarlo– y próximamente a Guayaquil, Ecuador. Agotada, en breve saldrá a la venta la segunda edición con formato nuevo y, en la oportunidad, un prólogo anexo ampliado.

CR

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