28 de agosto de 2012

Las metáforas sangran


Menos presuntuosa que una guerra cuando flexiona la historia 
de la humanidad, una herida menor, o imaginaria o real, 
de pronto cambia una realidad y la vuelve trascendente.


Cuando José Saramago, durante el Congreso Internacional de Lengua Española (Rosario, 2005), ejemplificaba su recordada lectura de El túnel (1948) de Ernesto Sábato con la metáfora inolvidable de "una puñalada", la imagen asociada que yo recuerde no es la primera cita violenta que acompaña a la semántica literaria. La obra había entrado tan profunda en su carne que parecía sangrar desde entonces.

El homenaje de un premio Nobel a nuestro recientemente extinto autor de Sobre héroes y tumbas (1961) parecía propio y hasta brutal ante un público que escuchaba perplejo y esperaba el cierre de la alegoría delictual, tratando de imaginar la profundidad de semejante agresión y sus vertientes narrativas. Sábato miraba fijo y lagrimeaba en esa oportunidad mientras seguía los pormenores del discurso en portuespañol. Restaban minutos de lectura para cerrar el círculo. 

Pero la imagen citada, en su línea, no es la inicial en el rubro literario: Hay otras puñaladas ejemplares y dignas del Nobel también. Recuerdan las letras del siglo XX una noche cualquiera para la eternidad cuando Samuel Becket cruzaba un parque envuelto por el follaje y las sombras modeladas y proyectadas sin perspectiva en la oscuridad, cuando una de ellas se prolongó más de la cuenta y llegó con filo injustificado y certero; y se hundió en su tórax. El dramaturgo y narrador, autor de Esperando a Godot (1952), debió sentir el metal empujando la ropa, atravesándola y entrando en su carne, y cayó malherido; debió ser hospitalizado y hasta pasar un tiempo internado hasta recuperarse del ataque inesperado.
Lo cierto es que el vagabundo agresor de esa noche fue capturado y encerrado. Samuel Becket, luego de la convalecencia, pidió visitarlo y la pregunta no se hizo esperar: Por qué había hecho aquello. Pero no había una respuesta concreta. Y en medio de vaguedades e inconsistencias, el agresor debió responder: "No lo sé... Por nada".

En conclusión, no había un motivo para el ataque feroz dispensado aquella mala noche. "Por nada", seguramente repitió Becket, ahogando las últimas sílabas en la profundidad de la herida abierta en sus pensamientos. Incluso muchos años después del episodio, Samuel Becket continuó explorando en sus obras ese componente de nada que arraiga en la naturaleza humana y que la vuelve una incógnita. No todo tiene explicación, ni algo de lo existente es por completo previsible. El factor humano conserva una cuota, un pedazo, incalculable de no sé qué, de no sé por qué, de nada, de nada que hiere y cala profundo. Y desangrarse. Y desangrarnos. En esa parcela cotidiana se mueve la vida, girando como una frenética perinola de la suerte, cuánto tiempo tengo, adónde voy, para qué sigo, no recuerdo por qué debo seguir ni qué hacía ayer, cómo llegué a este punto en el camino. Y aun cuando vemos el precipicio por delante, continuamos rectos, o al ocaso o al triunfo o a la nada. 

La obsesión, el nihilismo y una puñalada histórica. Hay heridas para las que no alcanzan las suturas del mundo. Pregúntenle a Aquiles. Y Samuel Becket, con los rasgos kafkianos de un puñal avinagrado, fue Premio Nobel por explorar con su obra, precisamente, el contenido de la Nada, pero esa tarde Sábato lloró al escuchar que Saramago, en Rosario, cerraba la metáfora abierta de su recuerdo de la lectura de El túnel, cuando dijo: "Y me sacaron el puñal... pero me quedó la herida". El portugués jamás olvidó ese cuento de ciento sesenta páginas para el suicidio, comúnmente listado como novela. No lo es. Los cuentos también se hunden en la carne. Incluso las metáforas sangran. 

Menos presuntuoso que una guerra cuando flexiona en la historia de la humanidad, una herida menor, o imaginaria o real, de pronto cambia una realidad y la vuelve trascendente. Y de nuevo "el sujeto" merodeando, acechando, como el vagabundo inconciente de esa noche: eje, tamo y destino. Becket aún debe reír en su sarcástico derrotismo, viejo burlón, pero no me lo imagino a Saramago lidiando con los extremos de dos patriarcas del sagrado pesimismo, Sábato y Becket, unidos los tres por un harakiri poco ceremonial pero de alto voltaje literario. Y kafka que, de lejos, vocifera burlas y barbaridades. Es demasiado para cualquiera.


Copyright@2012 por Carlos Rigel

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