14 de noviembre de 2017

Naufragantes







De nuevo las fallas interpretativas erosionan el análisis.

Veía por sexagésima vez las escenas finales de la película El naufrago (Cast Away, 2001), de Zemeckis, la mueca final, apenas un esbozo de sonrisa, de Chuck Nolan (Tom Hanks) cuando resuelve el dilema cargado de símbolos de la historia, de trabas y obstáculos acumulados que obligan a rever las escenas primeras, porque el círculo es perfecto con las alas del destino así como aparecen en la mitad del film, brújula y señal que despiertan la mente inquisitiva. 

Y recuerdo a una psicóloga amiga que, en esos años del estreno, coincidimos en haberla visto por el mismo mes, pero a ella, compungida, le quedó la imagen de la tragedia y la pena por la pérdida del amor y la familia, los años transcurridos, todas ellas escenas que apenas ocupan de segundos a minutos del film –e incluso ningún espacio del film–, pero que no establecen una dirección específica que afecten el destino de la historia. Son circunstanciales.

Y así, entendí que habíamos visto dos películas diferentes, porque le pregunté si había relacionado la mujer del comienzo con la del final, dos escenas menores pero determinantes en la composición de la película –es que hacia allí va el protagonista, como una flecha–… pero resulta que ni la había registrado. Es decir, ella tomó los segundos que quiso del film y desconectados de la lectura general, y el resto lo descarto con una deducción poco o nada académica de relleno, como si ese resto fuera superfluo y lo central fueran esos instantes de fiesta, despedida y besos. Pero quizá la diferencia tiene que ver con que ella vio la película una única vez y creyó entenderla, suprimiendo las partes que no entendió, y yo la vi diez veces para descubrir toda su potencia simbólica. La película es perfecta y poco tiene que ver con el amor perdido sino, mejor, con el amor merecido.

Recuerdo que le describí la circularidad perfecta del film, le hablé de la carta 16 del Tarot, la afirmación de la dirección, lo inevitable del aprendizaje, el recupero de lo esencial, las señales, los símbolos… pero nada. Sólo contribuyó a un debate ajeno al film donde fui catalogado de autoritario. "¡Vos no tendrías cabida en un cine-debate!", me sentenció al final, algo enojada, pero no sé todavía si enojada por lo que yo vi, o por lo que ella no vió del mismo film.

Recordé, entonces, que el escritor panameño Jaramillo-Levi, de visita en Buenos Aires, me decía que "Todo autor –o creativo, digamos– merece una crítica inteligente". Pero no estamos viviendo en la edad de la inteligencia, sino de la suposición. Ahora, claro que el acceso de la interpretación libre deviene de corrientes psicoanalíticas que tienden a proteger la opinión individual bajo la siguiente premisa "dejen que se exprese en libertad, no lo repriman", donde una mesa, por ejemplo, no es una mesa, sino que es una naranja o un dinosaurio. Ahora bien, una de las lecturas es correcta y está fundada por el plan de una obra, cumple una función, pero la otra no, es caprichosa y arbitraria, y está acorralada en sí misma. La intervención de la psicología en literatura ha herido más el análisis literario que lo que piensa que lo favoreció.

En otra oportunidad de mi vida, nuestro literato don Abelardo Castillo, nos decía a un grupo de jóvenes que si un cuento o una novela tiene un final abierto tiene dos posibles lecturas, se llama "ambigüedad", pero que no puede tener tres finales o más –o un final diferente por cada lector–, porque sería una "confusión". En otras palabras y de manera escolástica, podemos inferir que el texto no está abierto al debate público de cuál puede ser su posible final. Claro, eso presupone que recibimos la carga completa de símbolos y advertencias hechas por el autor porque si, además, nos falta información obviada o no recibida, no será ni siquiera una confusión, sino un caos.


Pero, volviendo arriba, aunque de esa manera, una mesa siendo una naranja o un dinosaurio, no conduce a nada, sino a la imposición de una imagen caprichosa tolerada por las bondades de la libertad de expresión y de pensamiento libre que nada tienen que ver con la composición del cine o la literatura y menos con la crítica literaria. Pero eso parece no importar, es lo de menos. De manera que la metáfora oculta, la estructura espejada o la circularidad o cualquier otro plano incluido por el creativo, devenido todas ellas del análisis, resultan truncas, inservibles, y el director del film o el autor de la historia termina incluido en el capricho del lector o del espectador y donde parece que el editor o productor aplicó un criterio libertino con ciertos pasajes para nuestra alegre distracción. 


Entonces, ni vale la pena el análisis, juguemos a interpretar y con eso bastará para sentirnos satisfechos con nuestro ego aunque el aporte sea nulo. Como con la psicóloga amiga, bastará con algunas escenas catastróficas de la película y el resto pasará al olvido, inexplicado e inexplicable.

Bien. No es así. No sé de qué depende “ver”, pero por cierto que hay ciegos que miran.


Copyright®2017 por Carlos Rigel