14 de octubre de 2015

La ilustre cachetada

"La ruta de los ángeles rebeldes" ilustración de
W. Blake para El paraíso perdido de John Milton.
Para recordar a la señora Milton, en los días de la feria
del libro de San Justo, cuando me dejó abrumado 
con su pregunta, siendo yo menos un autor que 
un librero común de vidriera.

Y mientras preparo las bolsas plásticas con logotipo autoadhesivo y moño para un día de ventas promisorio que recién comienza, de pronto, una señora mayor, de unos 67 a 70, de cabello falto de peluquería y de tintura, sujeto con una bincha común, unos lentes cuadrados con marco de carey poco elegantes, aparece como cualquier otra visita de la feria de libros y se detiene ante las tapas coloridas. Revisa de pie uno a uno los libros en las mesadas de mi stand. Miro la campera ocre muy corriente con la moda de los '90, un pantalón de yin insípido, neutro, y unos mocasines bastante comunes, y no imagino una venta. 

Yo sigo aplicando moños en las bolsas para dejarlas listas, como haría cualquier vendedor optimista simulando estar demasiado ocupado como para dispensarle mi atención. Elijo los colores de los rulos, pretendiendo combinarlos con el color de la bolsa mientras la veo inquieta y solícita pero no me hago ilusiones de nada. Imagino que, de animarse a hablar, me pedirá a Bucay, o quizá Galeano, dificilmente algo más complejo que Coelho. Precisamente lo que no tengo.

Cansada de mirar las tapas y leer los títulos, de pronto me habla.
–¿Tiene "El paraíso perdido"?
Aunque estupefacto, me repito en título como una manera de protegerme contra semejante e inesperada agresión. Mi biblioteca mental vuela entre ayer y los siglos hasta detenerse en una imagen de Doré. Quizá yo... se me ocurre que... no sé... o por ahí sí. 
Digo:
–¿De Milton?
–Si... de John Milton.
Ya sépienso, me la manda el enemigo. Siempre hay un enemigo agazapado en algún lugar. Casi con vergüenza, le respondo:
–No.

Veamos, me está pidiendo un libro de un autor del 1650 como si fueran broches para la ropa en un bazar. Trato de reponerme con elegancia y sobriedad al hachazo universal como si esa mañana, habiendo visto precisamente ese libro entre las cajas de material nuevo de reposición, me lo hubiera olvidado antes de salir. 
–Es que me gusta leer –agrega la señora, como si fuera el tiro de gracia.
–Ah... Qué bien –no se me ocurre qué mingas decirle.

Como quien dice: "Azúcar no tengo.. ¿quiere miel?", le muestro en reemplazo a su pedido la edición bilingüe que hice hace poco de uno de los discípulos de Milton, el inglés William Bake, El matrimonio del Cielo y el Infierno, con la obra atractiva de Didiego en la tapa. Le cuento los pormenores que lo llevaron al joven William a refutar a su propio maestro con el poema-ensayo-prosa. Le hablo también de Blake como si fuera su amigo de toda la vida, y de su otro maestro hemisférico, don Emanuel Swedonborg, de cómo ambos influenciaron su pensamiento y le dieron impulso a una refutación que corrió las eras de lugar del neoclasicismo al romanticismo, afectando incluso las maneras de leer poesía. Le gusta, al final lo compra, pero me dice: 
–Están hasta el 20, ¿no?, lo llevo, pero trate de conseguirme El paraíso de Milton... ¿eh?

Le sonrío los más ameno que puedo aunque el gesto me sale como de animal prehistórico, y le doy el adiós Se va con la bolsita recticular con moño dorado y olvido preguntarle el nombre, pero quedará en mi memoria como 'La Sra. Milton'. 

Pienso en Diario de un librero, el éxito de Luis Mey... tendría yo que escribir Las cachetadas ilustres de un escritor en apuros. Siento que don Jorge Luis Borges orina en mis zapatos, viejo cínico, y Gustavo Doré se burla de mí mientras me dibuja noqueado por una señora común de barrio: Cortala, prefería a Fontanarrosa.
CR



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