14 de abril de 2015

Alarma de monstruo



Una llamada recibida hace 
pocas semanas.


–Hola, ¿Carlos?
–Hola, sí, quién habla
–¿Cómo quién habla? ¿No te acordás de mí, me hiciste un hijo y te mandaste a mudar y no me recordás?
Silencio.
Pero en ese pedacito mínimo de segundo, mi mente culpable vuela, sale como un rayo rumbo a las edades, transitan caras de mujer desde adultas hasta de pibas adolescentes, situaciones, años, vacaciones, romances, camas, noches, siestas, todos ellas, todos ellos, hasta alcanzar la otra orilla de mi vida, buscando la cara de la mujer que habla, armando el rompecabezas de sus facciones, unos ojos y los párpados, unos labios y la voz, unas mejillas y el perfume, y deteniéndome en cada una para fijarla en el tiempo y agregarle años, ida y vuelta, y luego de examinarla, extraer las respuestas de preguntas nunca hechas, una carita que encaje en el perfil de un momento memorable que debió ser intenso ahora olvidado para mi condena. Ese fragmento de chispa sin tiempo, cuando ni la computadora más veloz del mundo podría hurgar más rápido en una vida entera, buscando algo que no es una cara, eso sería engañarme, sino dos.
–¿Quién..?
–Me dejaste tirada acá y nunca volviste, tampoco llamaste para saber cómo está, ahora es un muchacho de 20 años...
¡Dios mío! Y de nuevo el viaje, el ciclo completo por el túnel del tiempo, cruzando los reinos de las décadas y los deleites, cara a cara, beso a beso... cuna a cuna. Me entrego el diploma de monstruo.
 –¿Quién... sos?
Silencio, de nuevo, pero más tenso que el anterior. Pero de pronto estallan las risas.
–¡Soy Miriam, tu prima de San Juan, tantos años, cómo andás, Ja-ja-ja...! ¿Te asustaste, no?
–Ah... hola, no... en realidad... no.



CR

Copyright®2015 por Carlos Rigel

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