19 de abril de 2013

Los ciclos del Fuego



¿Quién apagó el nuestro?

Oculta en una carpeta de un disco rígido viejo, encontré la película hoy olvidada Quest for fire (1981) del director canadiense Jean-Jacques Annaud, estrenada aquí por esos años como La guerra del fuego, film que lanzó a la fama al actor secundario de la historia, Ron Perlman (caracterizando a Amoukar), pero que sin embargo sepultó hasta la desaparición al primer actor y ganador del Oscar por esa actuación, Everett McGill (protagonizando a Naoh), y que podría resumir como la odisea mesolítica de tres hombres de una comunidad Neanderthal de hace 80 mil años, encargados de salir en busca del fuego para traerlo de regreso a la aldea, la misma que langüidece en el frío y la desprotección de no tenerlo, en una época en que sólo podía extraerse de la naturaleza, ya que el hombre no podía producirlo artificialmente. Citemos que en esa edad, la posesión del fuego implicaba el poder.

Y lo cierto es que examinando los créditos en detalle, veo el nombre del escritor británico Anthony Burgess como asesor en materia de diálogos especiales, es decir, el lenguaje que emplean los cavernícolas para comunicarse, un conjunto de fonemas y monosílabos toscos, y hasta brutales, pero bastante eficaz tanto para la comunidad mesolítica como para el espectador. Y me detengo, entonces, en el espectral Anthony Burgess, autor de La naranja mecánica, novela inmortalizada por Stanley Kubric, el director británico aunque nacido en norteamérica (he allí un misterio), historia que trata de la aventura psicodélica y futura de Alex, un muchacho de 14 años, un sádico simpático, perteneciente a una banda de asaltantes y violadores, quienes también emplean un lenguaje callejero para comunicarse, y algo difícil de comprender al principio de la lectura y del film. Para tenerlo en cuenta, aún hoy nuestros jóvenes emplean un lenguaje, un sistema nominal vigente, que rebautiza las cosas comunes con nombres cortos y eficaces para ellos, no para nosotros. 


Recuerdo que en la novela de Burgess "gullivera" es cabeza, "drugos" es amigos, "cancrillo" es cigarrillo y "chai" es té; si hasta tengo presente que el autor se negó en principio al pedido del editor de confeccionar un apéndice aclaratorio de equivalencias que finalmente consta al final de la novela, aunque creo recordar que fue eliminado en ediciones posteriores, y hasta comprendo su protesta: Era una historia de ficción, no un libro de estudio. No eran necesarias las aclaraciones, la reiteración de conceptos y situaciones resuelve en el discurrir tanto del texto como del guión en el lenguaje de esos muchachos, al fin, la relación entre los nombres y los objetos.

Bueno, pero volviendo al origen, es decir, la película encontrada y vuelta a ver, me refiero a Quest for fire, imagino que de allí proviene la relación o así quiero creerlo–, de convocar a don Anthony a participar del film para construir un lenguaje creíble de la baja edad, cuando el neanderthal enfrentaba a comunidades brutales de semi-simios en busca del fenómeno de quemar y de calentar, pero que también lo lleva a descubrir la creación del fuego artificial, que no es diferente del fuego natural, cuando conoce al hombre de cromagnón, ya que éste último sí lo sabe crear a través de la frotación insistente de maderas resecas, imagen que ha despertado la polémica de si así se crea el fuego o no, de cualquier manera repetí unas doscientas veces la escena de la creación del fuego, compartí la fascinación con Naoh de verlo nacer. Pero más allá del debate, está el lenguaje de los Neanderthal o, mejor dicho, de su creador, don Anthony Burgess, quién quedó eternizado como ¿lingüista? ¿etnólogo? ¿antropólogo? Al fin, era un novelista destacado, un obsesivo de la narrativa, no cabe duda. Recuerdo haber leído algunos artículos imperdibles de su autoría editados en el periódico europeo The observer, citados o a veces traducidos y publicados parcialmente aquí por el diario La nación, cuando aún lo compraba los domingos; era como recibir en Monte Arecibo la confirmación de señales extramundanas. 


Pero este descuartizadero de imágenes y pensamientos que adornan eclécticos mis escritos vienen a resolver el dilema de cómo se crean las cosas, en dónde nacen las ideas, quiénes conforman los tractores que horadan el suelo del horizonte imaginario. Nada crece por sí mismo del ocio inútil y vacío. Nada crece de la nada. Esperar una gran idea conlleva el paso fútil de la eternidad. El hecho es que mi generación creció de ese panteón de autores influyentes, especie de dioses mitológicos y urbanos, pero también echó raíces en el cielo con Herzog, Kubric, Clarke, Ballard, Gillien, Lelouch, Peckimpah, Bradbury, Pasolini, pero también con Borges y Bioy, Fellini, Favio, Visconti, eran el pan nuestro de cada día, raza extinguida en algún momento entre los '80 y comienzos de milenio. Y no es por presumir, sino por amplitud.

No todo el cine pasaba por Hollywood ni los hábitos de lectura por Planeta o Alfaguara, y me atrevo a decir que en la naturaleza y en el culto a esa fauna de dioses reside nuestro desprecio generacional en temas menores como Las crónicas de Narnia o El señor de los anillos o incluso Matrix. La secuela exitosa de Harry Potter o los textos de Paulo Coelho no hubieran rendido examen en los '80, y menos aún en los '70. Ahora bien, cuándo se extravió ese Olimpo perfectamente humano, no lo sé, pero se fueron apagando como luces de madrugada en el parque universal; eran dioses cuyos reinados subversivos, habiendo dejado huellas genitivas profundas, hoy parecen olvidados. 


El sol nace de ocultar en sus cenizas el secreto de las llamas, pero el fuego común, en cambio, nace para consumirse en lo fugaz, y la continuidad reside en alimentarlo de nuevo antes que se extinga en su totalidad. En los ciclos sociales se lo llama 'herencia generacional' y supone siempre la acción de mantenerlo encendido, crujiente y vigoroso. Bien, tal parece que alguien echó agua en nuestra fogata mientras dormíamos la siesta. Tendremos que frotar tronquitos para ver qué pasa.



Copyright®2013 por Carlos Rigel

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