11 de marzo de 2013

Genus irritabile vatum


Romanticismo no es embeleso, 
porque no es una casualidad que el siglo romántico 
haya sido la cuna del racionalismo y de su hijo pródigo,
el existencialismo.


No se trata de innovar desde lo novedoso por el camino de la novedad para terminar, al fin, en el lugar común y relamido de no decir nada nuevo. El idioma es siempre el mismo, pero la primacía de la estructura por sobre los elementos se vuelve evidente cuando observamos a los autores y poetas noveles tras la busca de "la belleza" por el camino de "lo bello". Algo así como al merengue, agregarle crema chantillí, dulce de leche, miel y azúcar para potenciar la dulzura, y luego esperar a que alguien diga "pero, ¡qué rico!". La falla de la estructura dice que los elementos son insuficientes para salvarla.

A esta asquérrima constante de la contemporánea dialéctica ignorada se debe la mayor parte de la nueva poesía escrita para el olvido, como por ejemplo, la mayoría de los poemas del "pronóstico meteorológico", dedicados a las estrellas, el tiempo, el sol, el arco iris, el atardecer, la luna y el viento, como imágenes metafóricas del amor. 

Nadie dice de seguir a Baudelaire pero vale recordar que ni Shakespeare, ni Dante o Sófocles se propusieron lo bello como objetivo. La palabra "amor" no será la misma después de Proust (como dice una película reciente "se ve mejor a Dios desde el Infierno"), porque la belleza resplandece más cuando es expuesta frente al abismo. 

Esta disonancia asimétrica de origen, extrema el amor merecido de Beatrice, salva a Madame Bovary e inmortaliza a Dulcinea.





Copyright®2013 por Carlos Rigel