24 de abril de 2011

Interminable asesinato de Cristo



Título del post a medias parodiado de Armando Beilin y 
su libro –todavía a la venta, como seguramente merece– 
me refiero a La segunda muerte de Jesucristo, y del polémico 
ensayo El asesinato de Cristo de Wilhem Reich, pero que 
me sirven para ejemplificar lo que pienso del mundo cristiano 
cuando veo una cruz con un Jesús condenado a colgar de 
ella para siempre, siendo yo cristiano.

Recuerdo en 2007 mi solitaria visita en Mar de Ajó a la parroquia Nuestra Señora de Luján, de la calle Jorge Newery al 350, porque tiene un emblema que me agradó y que difiere de otras parroquias o iglesias visitadas: El símbolo crístico que identifica a la institución. No se trata del reconocido hombre muerto colgado de la cruz, sangrante y espinoso, como es habitual en los templos cristianos, sino en otra circunstancia de su vida, me refiero a la del pescador vivo, certero, triunfal y hegemónico que convoca a todos los hombres y mujeres. Cristo de pie con los brazos amplios en una barca cuya proa parece saltar de la pared para alcanzarnos con su mensaje.

Y me recuerda a su vez esas toscas pero eficaces publicidades de talleres de reparación de autos en que cortan un tercio de un auto viejo –casi siempre un pedazo del baúl con rueda trasera incluida– para pegarlo a la pared encima de la persiana del local y a nadie se le ocurre pensar que un auto vino volando y se incrustó en la pared, que aunque alguien lo pensara estaría disculpado, porque un auto es un componente bidimensional ya que fue concebido para las calles y no para volar; de ahí lo fallido del concepto de quitarlo del suelo pero que es curiosidad que atrae al desdichado conductor particular para reparar su auto en ese taller y no en el de al lado, como quien dice: “No quiere chocar, entonces vuele.”

En cambio este hombre asoma, brota de la pared y uno cree ver que atrás queda la Mar Grande, atrás queda la muerte que sigue, el Sanhedrín, los impuestos y esas variedades de la época y de esta también. Y se me viene a la mente Moisés cuando abrió las aguas e imagino –o quiero imaginar– que el líder judío debió tener igual posición y actitud en sus brazos para ordenarle a las aguas que se abran, excepto que en este Jesús, un brazo está en alto como una antorcha al cielo, mientras que el otro yace abierto al orbe humano, como si cielo y tierra se unieran en el mismo momento, en cambio en Moisés debió ser de ambos brazos abiertos. Bien, pero me agrada la idea del creativo, porque esa perspectiva invita a sentirse un pez más del cardumen. No hay red, no hay anzuelo, no hay carnada: Sólo el llamado a emerger.

Y digo que hasta ese día no me sentí jamás reconfortado de entrar en una parroquia o iglesia por fastuosa o costosa que esta pueda ser pero ese día sí, porque quizá di con el lenguaje común de la convocatoria, la identificación necesaria que debe existir entre la institución y el hombre común, pero que no acepto que sea la del martirio ni del asesinato ni de la tortura. Y aunque busqué en esa parroquia otras señales con las que identificarme, no las hallé; eran las mismas estatuillas tan huecas de emoción como llenas de yeso.

Entonces –y a esto quería llegar– cada vez que veo una cruz cristiana, ya sea en una iglesia o el pecho de una persona no dejo de pensar que convocan a Jesús de Nazareth nuevamente al flagelo, lo invitan a vivir de nuevo generosamente el tormento, el tránsito al Calvario. Lo obligan a morir una y otra vez. Como el permanente recuerdo de un fallecido al que citamos de nuevo a reunirse con nuestros recuerdos del sufrimiento, de la terapia intensiva y la quimioterapia y el cáncer y el dolor y la agonía y ese colage de últimas circunstancias que acompañaron a una partida y que, al fin, dan nacimiento a un fantasma hecho de dolor y que vaga entre los reinos con lamentaciones y sufrimiento porque sólo fue convocado para volver a sufrirlo y no para liberarlo de él, como en un acto de magia supremo que hace nacer a un pájaro pero encerrado en una jaula para dejarlo morir de hambre, sed y soledad. Y tras su muerte, volver a traerlo a la vida pero dentro de la misma jaula, condenado a un holocausto que no merece.

Entonces me pregunto cómo diablos hizo el cristianismo para no escuchar, para no ver, para no sentir. De todo lo hecho luego de tres años de tránsito obrando milagros, apenas quedó el Calvario y la figura de una cruz, símbolo y castigo ejemplar romano a su vez heredado de Cartago. ¿Cómo se hace para tener ojos y no saber todavía para qué sirven?

Ahora bien, frente el sufrimiento interminable aceptado por un pueblo sumiso y esclavo, estamos nada menos que nosotros, los ajenos al castigo, los sin entrada en las butacas del Calvario, los creyentes del milagro, los que ya superamos el soborno del cielo y la amenaza del infierno, los que creemos que el secreto no está en su muerte sino en su obra, por ende en su vida; los Torpes Soldados del Sagrado Corazón, quienes sabemos que el Padre Mario fumaba 4 paquetes de cigarrillos diarios y era una luz en el mundo; nosotros quienes no dudamos y quienes no necesitamos pruebas o demostraciones, a quienes los descubrimientos astronómicos o cuánticos no nos cambian, los mismos a quienes las pruebas de Carbono14 no nos dicen nada, y quienes además creemos que es más complejo de lo que parece, porque leímos a Nietzsche y a Freud y a Kant y a Reich, y hasta los comprendimos, pero no cambiamos por ello, y quienes ni siquiera llevamos una cruz con cadenita bajo nuestra camisa porque no la necesitamos. No hay recompensa para nosotros ya que jamás la pedimos.

El mundo cartesiano de la duda y el escepticismo no tiene nada para ofrecernos, pero a quienes se declaran creyentes y se encolumnan detrás de una cruz, sepan que no heredarán la Tierra sino el Vaticano, porque fue hecho para ustedes, y heredarán también el odio al judío y no recibirán la Vida Eterna porque sería un desperdicio del reino, pero además sepan que a diario lo matan.


Copyright®2011 por Carlos Rigel

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