Las 7 leyes de la Teoría del Caos de John Briggs y David Peat apestan, por eso es necesario enunciar la Teoría del Caos Restringida (limitada por el orden de todas las cosas) dando origen a las inquietantes leyes del Orden Anárquico.
Sir Fred Hoyle, astrónomo inglés quien supo alterar el aquelarre científico de los ’70 en el exitista siglo XX, propuso dos evidencias, dos momentos específicos de manifestación concreta del Gran Espíritu Creador en nuestro universo presente. Y hasta precisó en coordenadas temporales esos dos instantes de creación absoluta cuyos resultados eran claramente observables. Uno fue, por supuesto, el Comienzo retratado en el Gran Estallido General del átomo primigenio, principio remanente expresado tanto en la presencia de materia en el cosmos, como también en la velocidad de recesión hoy observada en las galaxias, llamada Expansión universal. El segundo momento fue, para asombro y desorientación de sus seguidores, la composición de la Novena sinfonía, opus 125, de Beethoven, también conocida como la Coral. Según Hoyle, el Gran Espíritu Creador corporizó sus destellos en el compositor vienés durante la confección de la obra desde su inicio en 1814 y hasta su finalización en 1824.
Es famoso el amor del científico británico por los Cuartetos del músico sordo a los que consideraba perfectos, pero tengo en cuenta que hasta la fecha de su muerte, en 2001, Hoyle no presentó ecuaciones para someterlas a revisión, ni soluciones físicas que echen luz a su afirmación; tampoco nadie se las reclamó. Aunque seguramente no esperó cuestionamientos, lo cierto es que ni un solo científico se atrevió a refutar su pensamiento expresado en el prólogo de un grueso compendio de astrofísica general.
Es de suponer que hay afirmaciones que no requieren demostración física y sólo pueden tener sentido en el corazón y en el espíritu humano, sin necesidad de quebrantar las leyes de las ciencias duras, ya que durante una autopsia un médico forense tampoco verifica la presencia de recuerdos o emociones, tampoco de sueños o esperanzas, y sin embargo nadie se atrevería a negar los sentimientos del ser, ni la potencia del mundo onírico. Y me resulta absurdo pretender que el universo espiritual tenga su expresión más acabada en la exploración de un físico con las herramientas del cinismo y del escepticismo, hurgueteando en lo inmaterial, por ejemplo, para medir los sueños con instrumentos y electrodos. Lo único que así se verifica es una anomalía durante las horas de sueño que ocupa un ciclo de 15 minutos durante cada hora de reposo, llamado sueño REM. Pero eso nada dice acerca del contenido de un sueño, es decir, qué se soñó, ni de sus símbolos; ni tampoco de las advertencias, por ejemplo, bajo la forma de premoniciones.
Pero cuando se produce el razonamiento inverso, es decir, cuando un físico invade con afirmaciones dogmáticas el territorio espiritual me abruma de distinta manera, porque presupongo que venció la herramienta del escepticismo natural de la ciencia compuesta por vectores, momentos y módulos para ingresar en un territorio potencialmente imaginario y posible. Y con absoluta impunidad cruza del mundo material como por una membrana espectral a una dimensión distinta de posibilidades con herramientas nacidas en la credulidad o la fe o la esperanza. Y lo objetivo felizmente pasa a ser un elemento factible de la subjetividad. Los utensilios no son tan diferentes porque también obedecen a una razón y una lógica, quizá de una distinta naturaleza pero con igual sentido común, compuesta de subjetividades, percepciones e intuiciones.
Lo inquietante es que Hoyle no haya superpuesto las herramientas de la credulidad por sobre las de la física, como hizo, por ejemplo, Sábato cuando renuncia a la física nuclear para dedicarse a la novela, lo temible es que las haya incluido en una misma ciencia. Una ciencia nueva compuesta de vectores y esperanzas, donde el Big Bang y la Coral respondan a un mismo impulso inicial. Donde una ecuación precisa tenga la misma definición que un sueño, o que una ilusión resulte en un módulo de intensidad capaz de destruir 146 electrones desorientados, disciplina científica donde el álgebra topológica degenere hasta volverse perniciosa, o que la hipotenusa se entregue a las drogas y la prostitución. Y todo unificado en un mismo horizonte universal de acontecimientos. Sin negaciones ontológicas, ni conflictos intrínsecos. Al fin, libre de apasionadas contradicciones.
No es igual a la Teoría del Caos cuando intenta relacionar el batir de las alas de una mariposa con un terremoto en la India, como propuso Michael Crichton en una historia llevada al cine hace unos años, inspirado acaso en Las siete leyes del Caos de John Briggs y David Peat, cuando promueven erróneamente la combinación de sucesos aleatorios –pero específicos– supuestamente ligados entre sí, estableciendo una regla ilusoria para aplicar, digo, a la ambigüedad de lo indeterminable, porque los sucesos no obedecen a reglas, justamente porque son caóticos, pero tampoco a relaciones ya que no están ligados por ejes de causalidad o influencia, porque es como decir que las galaxias brillan menos desde que existen los telescopios.
Que la manifestación poliforme existe y que es permanente no hay duda, pero que obedezca a leyes o principios es, cuando menos, estúpido desde la génesis misma del razonamiento. Si tiro libro tras libro mas o menos en la misma dirección de un ambiente es posible que se arme una montaña de libros y es posible que uno ruede y hasta quede parado, pero relacionar ese libro parado con el descenso fallido de una nave en Marte y no con una moneda que cae de mi pantalón, ni con el taxi que atropella a un ciclista en Italia, es discriminar la relación en favor de una hipótesis personal, individualizada inexplicablemente.
«Si quiero instaurar el caos social, entonces debo aplicar estas siete leyes y listo. Pero si después quiero restituir el orden, aplico estas otras. Y listo». Y al Universo sólo le resta comportarse como dicen y enuncian esas leyes.
Es comprensible que la posibilidad que encierra esta calcomanía le resulte mágica y hasta novedosa al hombre común, pero lo que proponen es tan absurdo que si utilizo una línea luminosa de unión entre dos sucesos aparentemente relacionados, uno en Marte cuando una piedra vuela al viento y otro en Lima cuando un ladrón le da una limosna a un pobre, debo continuar tirando líneas porque este último está en relación con otro suceso en Japón ocurrido ayer cuando una nena tropezó con un juguete, y con las explosiones solares de hace tres millones de años, y con la caída de la bolsa dentro de un mes, y con el cavernícola que le arrancó un ojo a un oso antes de morir hace un millón de años, de tal manera que al terminar la hipótesis tendría un universo saturado de líneas hasta quedar blanco y por completo luminoso, abarcando la totalidad de sucesos en todas las regiones y edades posibles, bueno, porque transcurren bajo un mismo techo universal. Y el paso que le falta es terminar con el enunciado del hombre vulgar y decir: «¡Todo está relacionado con todo!» de ojos desbordados y sonrisa alegre para terminar de caer en el mismo abismo ordinario de siempre.
Si no existiera una proclividad a un cierto límite de probabilidades, entendido como un orden, entonces el problema no sería la inmensa variedad de fractales de copos de nieve –es cierto, donde no hay dos iguales–, sino el aglutinamiento, en donde un copo de nieve de una décima de gramo descendería cariñosamente sobre mi cabeza mientras que, a mi lado, otro de dos toneladas aplastaría un auto. Eso es caos.
Porque como tal, el caos es resultado de la imprevisibilidad y la arbitrariedad, por eso es caótico. Entonces al caos que ellos proponen, le verifico un orden. Y conste que aún me falta una variable indeterminada en la ecuación, un componente x que no me permitirá jamás conocer el límite de dos sucesos establecidos, porque aunque fuerce la lógica no puedo saber si la nube de arena de hoy en Nigeria tiene relación con el golpe militar de ayer en la Galaxia de Andrómeda o si está ligado al meteoro de hace dos millones de años que sacó a la Luna de lugar. Aún cuando comience por dos eventos concretos elegidos y separados de la vastedad la propuesta sigue operando con fallas, porque lo cierto es que desde cualquier relación establecida el final es conocido y tiene por respuesta la totalidad de lo que existió, lo que existe y existirá hasta el fin en todas partes ya que no pueden ser aislados de otros sucesos.
Pero si todo, absolutamente todo, está relacionado entonces fracasa el criterio de la relación individual porque se vuelve caprichosa e indeterminable, y entonces hablo simplemente de un universo manifestándose a cada instante y en todas partes sin obedecer a reglas ni a leyes pero tampoco a relaciones de ningún tipo. Lo que sí observaré todavía serán las constantes y sus variantes que quizá merezcan un estudio en particular. Porque de sostener el razonamiento del caos total y subyacente, entonces no existe orden.
Lo opuesto al caos total es, por supuesto, el orden total y prefiguro entonces La Teoría del Orden. Es decir Las siete leyes del Orden, que a fin de cuentas tienen las mismas explicaciones y resultados tangibles que las del Caos. Sólo hay que cambiarle el título al libro y hasta venderlos juntos para quedar al fin como al principio: con dos universos disociados, el del Caos total y el del Orden absoluto. Ambos verificables. Como quien dice: «Si quiero instaurar el caos social, entonces debo aplicar estas siete leyes y listo. Pero si después quiero restituir el orden, aplico estas otras. Y listo». Y sólo le resta al universo comportarse como dicen y enuncian esas leyes.
No es así. Quizá la molesta contradicción viene de ordenar el supuesto caos en leyes, porque si eliminaran esa palabra del título reemplazándola por observaciones, quizá podría leerlo sin cuestionamientos iniciales acaso para desencantarme más tarde. Pero no es así y debo abstraerme a un orden autárquico y hermético, como quien enuncia las reglas a seguir para ser bizarro, o quien establece Los siete pasos para cometer un crimen pasional. Y lo comienza describiendo: «Primer paso: Llénese de odio cuando vea salir a su esposa de un hotel con el pendejo barrendero», y que luego detalle los pormenores de la situación y el estado emocional que debe verificar un hombre, paso a paso, previo al asesinato.
En la Teoría de Caos, Homero Simpson y Ludwig Van Beethoven se disputan la autoría legítima de la Novena sinfonía, Opus 125, la Coral.
Pero lo que sí puedo hacer mientras tanto es admirar cuanto quiera el resultado de ese caos y ese orden combinados con sus misteriosas bellezas y tinieblas pero sin intentar explicarlos, porque es como cuando la psicología contemporánea intenta explicar el origen de los mitos griegos, y justifican –o matan– lo bello con lo ridículo, y hasta les parece razonable porque se sienten convocados a explicar lo inexplicable. Entonces a través del mito enuncian reglas que aplican a la sociedad para acomodarlas luego, de regreso, al mito mismo y que todo encaje en un molde fijo, freudiano y, para sus sacerdotes, felizmente satisfactorio. Y quizá hasta gocen de la sonrisa tímida y concupiscente desde la esfera de Parménides de su dios Freud. Con él allí todo es perfecto y obedece a causas simples o complejas, pero tranquilizadoras.
Si el caos no responde claramente a las 7 leyes enunciadas por John Briggs y David Peat, entonces no es caos. Por descarte, ¿se trata de orden?
Claro que luego de pensarlo, siguiendo la misma línea cáustica de razonamientos, en el otro extremo de la Teoría del Psicoanálisis se encuentra la Teoría del Caos, correctamente ordenada y sustentada para la fascinación del lector común. Son consecutivas y hasta permutativas. El paso es largo pero va en la misma dirección. Era lo que restaba ordenar y explicar. De manera que el hombre común pueda justificar: «Mi asesinato de hoy tiene relación con el nacimiento de una flor en Júpiter», y todo resulte amablemente comprensible y hasta lógico.
Ajeno a medir las consecuencias de su afirmación, el científico británico unificó los universos disociados de Plank y de Jung. El de la materia con sus partículas y el intangible del Alma. No hay reproches, Hegel también descansa en paz junto a Kierkegaard: el muro se derrumbó desde adentro. Que los hombres sigan pensando lo que quieran cada uno en su compartimiento estático al abrigo de sus creencias y sus leyes, esos universos siguen siendo uno solo, íntegro, único e indivisible.
2010 © Copyright, Carlos Rigel
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