
Termina de morir una
muchacha embarazada producto de la inconsciencia colectiva de los objetos. Un
tren repleto camino a Once, las puertas que ante el calor son forzadas por
alguna palanca torpe a abrirse donde no deben, la inercia, el gentío
apretujado, un grupo de indiferentes brazos y ojos que miran, y simplemente una
muchacha con la expresión aterrada de quien piensa en ese instante en el cuidado de lo que crece en su vientre desde hace ocho meses, cae al abismo donde la espera un riel más duro que la realidad
de una república infame. No hay responsables porque el acusado dice «no haber sabido que una
persona puede morir al caer por las violentadas puertas abiertas del tren». Concluimos: La culpa es de
los objetos. En este país de mierda, la culpabilidad y la inocencia son broma
porque vienen a quedar ligadas por el «homicidio culposo», figura penal del popular no me
di cuenta. Matar no es delito. Por ende, asesinar de irresponsabilidad
tampoco lo es. La misma irresponsabilidad como, por ejemplo, la de los dos brazos jóvenes y masculinos que fuerzan las puertas del tren venciendo el mecanismo hidráulico, bueno, para viajar mas
fresco y ventilado, porque se subordina el peligro general de morir a la comodidad
individual.
Tal vez la muchacha iba
camino al trabajo, un taller de Flores donde una máquina de tres agujas esperará
paralizada los días siguientes, con una silla mullida para el estado avanzado
de gestación que, desde hoy, quedará vacía. Incluso el jarro de melamina con su
nombre grabado —regalo de hermanito menor de la familia— esperará dentro de la bolsita de cierre
hermético al lado del cofre de las agujas y los conos de hilo industrial; aún
no sabe el jarro que su destino siguiente es una estantería hogareña junto a
una foto sonriente y unos flamantes escarpines sin dueño; quizá aduzca como
pretexto que la servilleta que lo envuelve desde ayer por la tarde, cuando
sirvieron el té con leche de las cuatro, no le
dejó ver con claridad el brusco amanecer de hoy. O tal vez
la muchacha iba a realizarse unos análisis, quizá la ecografía del mes previo
al parto. Tampoco la imagen impresa anterior en blanco y negro y muy borrosa de
hace dos meses, cuando tenía seis de gestación y era apenas una mancha dominante
rodeada de manchitas menores en el papel y que requirieron del padre un
esfuerzo adicional de imaginación para comprender lo que veía, le anticipó el
desenlace. Quedan los entredichos y acusaciones ya que ni la máquina ni el
jarro ni los escarpines ni las agujas ni la ecografía anterior previeron la
tragedia, por ende, no emprendieron nada para impedirla. La alambrada cercana a
la estación Liniers que, sin rencor alguno, separa eternamente las vías del
Sarmiento de la veloz avenida Rivadavia dice que desde lejos la vio sujetarse
la panza mientras caía. El riel, en cambio, la vio venir a su encuentro final
y, al igual que los brazos y los ojos de a bordo, no se inmutó ni se movió de
lugar porque asegura que venía el rápido de Moreno, de lo contrario la hubiera esquivado. Sin embargo, su actitud lo inculpa cuando agrega que, de
haberla advertido esta misma mañana, tan avanzado el embarazo, le
hubiera hecho señas al molinete de la estación Morón para que demorara el
boleto en la lectora los segundos necesarios y evitar el trágico ascenso, pequeña
treta rutinaria que aseguran ambos rieles una vez dio resultados, aunque no
precisen la mencionada oportunidad, quizás sepultada por los horarios, los días
y los retrasos. Distinto es el tercer riel, el eléctrico, cuando calla porque,
cubierto como está de tablas, dice que nunca ve nada; por lo expuesto también
parece cubrirlo contra explicaciones comprometidas. Tampoco los durmientes
alteraron el sueño paralelo; siendo tantos ninguno despertó hoy inquieto por la
pesadilla de tan nefasto resultado, ocupados siempre —como suelen alegar para
deslindar responsabilidades—, en el sostén del sistema. «Que todo tiemble si un día despertamos con brusquedad». Pero de todos los testigos
responsables, las puertas se mantienen sospechosamente calladas; aún yacen
ausentes, empotradas en los tabiques laterales. Mientras la palanca de allá adelante
no baje de posición —ahora inútilmente—, no saldrán a presenciar el triste episodio. Esto recuerda un accidente
pasado, a sólo seis metros del de hoy, cuando se justifican, como otras veces,
con el incesante tráfico de pasajeros que van y vienen. Dicen obedecer lo que
la palanca les indica a la distancia, sin observar si corresponde o no al
momento, excepto que alguna mano las fuerce de manera deliberada en
circunstancias imprevisibles. Y la palanca dice estar demasiado lejos para advertir lo que pasa en cada vagón. Casi siempre descargan culpas en el boleto diario que aún espera en el monedero junto al
vuelto del alfajor que duerme en la cartera de jean y los tres billetes de dos
pesos plegados como trapos de piso viejos bajo una
hilera de monedas, aunque el boleto comparte con la
muchacha y el nonato, el mismo destino final que el alfajor triple y el vuelto;
la displicencia los acusa. Todos los objetos la vieron desmoronarse como un
árbol al precipicio. Las puertas, la palanca, el boleto, los brazos, los rieles
y los ojos. Ninguno se hace cargo del doble crimen de estar demasiado ocupados y muy
distraídos. O acaso tragados por ese terror fofo que paraliza y frustra hacer lo
correcto cuando hasta los perros, que
a veces se vuelven para despedazar a sus dueños, también a veces corren a
salvar a una criatura, crónica de un hecho reciente que habitó el noticiero hace
pocos días acerca de un animal hogareño que protegió a un bebé del incendio que
abrazaba a la casa de una familia pobre, como si tanta convivencia con el reino
humano les hubiera prestado a esos animales la conciencia tridimensional que
despierta la alarma frente al peligro de un inocente. En esa oportunidad el bebé
se salvó; la perra también. En cambio los rieles, los durmientes, las ruedas y los brazos parecen no
haber aprendido esa cualidad esencial para ingresar al mundo de la
llamada Humanidad. Porque aquí no hay
perros que salten con la muchacha para resguardar la caída. Ningún objeto le
tiende una mano. Quizás podrían
sustentarla en el vacío pero lo cierto es que estas dos almas están
desamparadas en medio de la multitud de un tren indiferente y frente ellos,
la muerte que mira a través de decenas de
ojos: ella y su panza, ella y el alfajor y un boleto… y el riel que no se mueve de lugar.
Rodeada de objetos
inanimados, en un convoy repleto de gente camino a Once, es la mañana de un
jueves promisorio. Las puertas están abiertas con el tren en marcha y ella
sola, con su panza en manos, parte al abismo. Las ruedas completan la escena.
Copyright®2001 por Carlos Rigel