5 de agosto de 2011

El Verbo tangente / Republicado

La llamada "masa crítica intelectual" establece que 
una misma idea se manifiesta en dos personas diferentes 
e inconexas entre sí y en dos lugares distintos del mundo 
pero, he aquí lo asombroso, en el mismo tiempo.
Este fenómeno predicho por Jung es la prueba viviente 
de la existencia de un océano subconciente común 
a toda la humanidad conectada a una red de pensamiento 
global y como cualidad identifica a la raza humana como 
a un individuo único e indivisible.

Anunciada a veces hasta porfiar, preví hace mucho la defunción de la vieja Palabra bíblica en la figura de los cuatro evangelios conocidos. De nada sirve repetirlos de memoria. Lo cierto es que no alcanzó con martillarlos en la cabeza de la comunidad cristiana durante casi 1600 años de castración, oscurantismo y persecución porque equivocaron el canal, olvidaron un detalle gigantesco: La Palabra Grande, la de Jesús de Nazareth, no fue creada para entrar en el cerebro del hombre cristiano, sino en su corazón.

Pensaron que la compasión, la protección del inocente, su integridad y salud dependían de una aceptación individual cuyo contrato cada uno debía firmar en el ingreso al nuevo reino y que con eso bastaba.

Mi distanciamiento existencial e institucional se justifica con la complicidad requerida en el acceso a ese imperio de luz y de sufrimiento por el asesinato permanente de los valores cristianos de tener que aceptar una palabra que yace muerta desde el Calvario mismo: No me molesta la lógica católica, sino los métodos errados de su aplicación y la falta de un complemento filosófico que resista el paso de los siglos y sus vainvenes sociales.

Ahora sé que la muerte de Cristo comienza cuando lo bajan de la cruz a manos de sus propios discípulos porque no entendieron nada; allí también inicia la prolongada agonía del Sermón del Monte. Pero me resisto a creer que las estrellas del firmamento cristiano sean el pecado, el Infierno, el castigo y la muerte. Acercarme a la iglesia es convivir con un hombre sangrante colgado de una cruz y un corazón envuelto en espinas. Pero no soy un vampiro.

En desacuerdo con emblemas que no me resultaban sagrados, no me quedó más, a lo largo de mi vida, que la ética de la rebeldía en los confines del mundo crístico; la depurada preservación de mis propios valores cristianos, lejos de la contaminación institucional y mundana. Explorar las riquezas del reino con un largavista; admirarlas antes de calcinarlas en mi corazón. Así llegué a escribir:
«¿Dónde perdieron la Fe, la compasión, el clamor, los milagros y la Palabra? No hay respuesta. Pero ya adultos, con la mente abierta y el corazón hueco, la metáfora se ha revertido en nuestras manos. Nietzsche también ha muerto, el tiempo ha colapsado: Ahora es Dios quien busca nuestro perdón. El Hombre debe ascender al cielo a transitar sus ruinas y rescatarlo de entre los escombros, a revivirlo y darle la vista, y decirle: Levántate y anda. Yo soy la luz de tu Vida. Pero la Tierra aún no escucha los llantos del reino. Son los gritos de los ángeles en el clamor del Padre; yace ahogado en la frustrada eternidad humana. Ahora es Adán quien debe derramar su propia sangre en el Cielo para salvar a Dios.
Homo, ¿quo vadis?
A morir en el Cielo, señor... A salvar el Cielo.
Ahora el Hombre debe ascender al paraíso para morir en él y santificar a Dios con su holocausto. Es tan justo como necesario.»
Fragmento del ensayo La anomalía de Jerusalén, 2012

No sería una sorpresa encontrar a otro paria rebelde como yo exiliado en las orillas del cristianismo, pero sí lo es el encuentro inesperado de un pensamiento renovado y evolucionado dentro de las entrañas del catolicismo metodista; por ejemplo, en los Misioneros Misericordiosos del Amor. Cuando la Sra. Sandra Gauto, Misionera católica, me dedica un poema con el siguiente verso:

«Hay que ser humano
para parecerse a Dios»

Entonces descubro que nunca aré en el desierto, ni en el viento, ni en el océano. De eso se trata, mi querida hermana, de dar vuelta el concepto, como si fuera una prenda, para observar a la Creación desde un pensamiento nuevo. No alcanza con la polémica del escéptico, ni la ofuscación del lego y el fanático renegando de viejas torpezas, también hay que reescribir la Palabra Nueva, la Oración Viva, el Verbo Grande. De eso se trata.

Los dos versos de la poeta resultan en, al menos, cuatro lecturas posibles que van desde la advertencia hasta la dialéctica. Ni Hegel lo hubiera resumido mejor. Einstein fue creyente de Dios y el mundo estalla a diario bajo su luz y nadie reniega de esa luz. Nada que reprocharle.

Para ser poeta no es necesario escribir poesía, sino haber vivido a corazón abierto, siempre lúcido, siempre intuitivo, siempre solitario. 
«Cuando me muera, que el deudor sea Dios y no yo», escribe Bernhard Shaw. Ese es el pacto, que el hombre dignifique al cielo con su pensamiento y con su corazón hasta que la misma divinidad lo reverencie. Es nuestro regalo. 
El mundo es bello u horrible, pero vale la pena luchar por el Cielo.

Rigel

Copyright©2010 por Carlos Rigel