23 de diciembre de 2010

El beso de la salvación


Durante siglos de imperio cristiano, "el beso de Judas" ha causado rara vez extrañeza cuando la constante ha sido casi siempre el repudio y el odio asquérrimo. Tanto la iglesia como la psicología erran sus procedimientos de análisis porque parten de la existencia de una traición. Debemos recordarles que dicha figura debe ser la conclusión final y no el génesis del razonamiento. Ni siquiera se han atrevido a considerar el concepto de la "entrega" que presupone un previo acuerdo de partes. Pero más allá de las cuestiones ontológicas se encuentra el acto intrínseco en sí mismo.

Brindo a mis poquísimos lectores un fragmento revisionista del caso escrito en 2005, a prontuario abierto, como se lo merecen.



"... Pero en la retrospección de los hechos, examinando el árbol desde las ramas hasta la raíz, aún nos resta una pregunta engañosamente simple: ¿Cómo el cordero solitario del pueblo judío llega a manos de Pilato, el gobernador romano?... A través del Beso de la Salvación: El beso de Judas, asunto que deviene en un rosario de actitudes y circunstancias que trataremos con brevedad a continuación.

De los investigadores, profesores de cátedras y teólogos respetados, tanto de universidades estadounidenses como europeas contemporáneas, incluyendo al marquetinero Rev. Dr. Tom Wrigth, ninguno de ellos ha logrado dilucidar el origen de "el beso de la entrega" en el huerto Gethsemaní, la Prensa de Olivas en hebreo antiguo. El interrogante llega al extremo en John Dominic Crosant, reconocido investigador y teólogo de la DePaul School de los Estados Unidos, cuando manifiesta que «no hay motivos que justifiquen tal beso». Por otra parte, se han delineado todo tipo de especulaciones y hasta explicaciones disparatadas acerca de las razones psicológicas de Judas —todas erradas— porque están inspiradas en la traición pormisma.

La pregunta más común proviene del siguiente razonamiento: Si la detención fue operada por judíos ¿para qué marcarlo con un beso cuando cualquier escriba o anciano poblador de Jerusalem sabía quién era el Cristo? Durante los cinco días previos miles de habitantes lo habían visto en las plazas y en el templo de la ciudad. Cualquiera podía reconocerlo, como fue reconocido Pedro en la madrugada trágica antes del amanecer. Entonces ¿cuál fue el motivo que llevó a Judas a guiar a una compañía de soldados, guardias, secretarios y hasta un tribuno romano y, delante de todos ellos, señalar a Jesús de entre los discípulos?

Nadie ha podido comprender la necesidad de tal beso. Durante décadas actuó sobre la incógnita la aceptación dócil de su morboso sadismo, o bien la duda descartiana sin solución, pero nunca la certeza. Se hace difícil abstraerse del arquetipo de la morbosidad porque las explicaciones son siempre posteriores a la aceptación del modelo de Judas como traidor, por eso conducen al error en la figura de un acto innecesario, además de resultar invalidado desde cualquier otro criterio. Casi podríamos decir que el beso no fue necesario, porque un verdadero traidor no habría aparecido en el huerto en el momento de la captura. Hubiera observado de lejos por instinto de preservación, como el oficial nazi que deja la maleta con explosivos en el bunker de Hitler y sale. En el modelo de Judas deberíamos aceptar que dicho oficial se queda en el interior para ver cómo explota.

En un simple reconocimiento policial de sospechosos, en cualquier tribunal o comisaría de nuestros días, el testigo tendría más resguardos para identificar al culpable de los que Judas pareció tomar esa noche al entregar a su maestro.
La traición es un acto desleal de reparación o de protección, y es a cara descubierta, como el asesinato de Julio Cesar, y en el extremo opuesto, a cara cubierta, anónimo, como el atentado contra Hitler, pero también puede ser un acto de preservación ante el fin inminente, como parece indicar el modelo de Judas. Pero si era de protección de su vida ¿para qué aparecer en el huerto? ¿para qué besarlo? Por lo ilógico de la situación descrita por los apóstoles —quienes no eran precisamente intelectuales refinados, ni hombres cultos en sus observaciones— hasta a veces se ha descartado que hubiera existido, porque no hay motivos que lo justifiquen. Parece una iconografía de la traición para alumnos de escuela primaria.
Y sin embargo existió.
No abriguemos dudas de que fue necesario en la mente de Judas y acaso, por deducción, en la de Cristo. La noche quedó marcada para la eternidad con ese beso.

Analicemos el caso.
Judas negocia con los fariseos la presencia de Jesús en el interrogatorio. Hasta allí el plan de Cristo marcha sobre carril seguro. Pero algo altera los acontecimientos: Judas toma conocimiento recién esa última noche de la intervención de tropas romanas en la detención de Jesús. Más precisamente en los últimos instantes antes de partir rumbo al huerto. Caifás traiciona a Judas. Su gestión, la de Judas, debió tornarse desesperada a partir de ese momento.

Él lo sabía: Roma apresaría a todos. Para eso habían sido llamados. No se salvaría ni uno sólo de los once restantes. Quizás Jesús de Nazareth pudiera sortear el interrogatorio de los pontífices, pero cómo podrían sortearlo los discípulos, cómo podría defenderse Pedro y Mateo, y Bartolomé y Andrés y los otros. Los minutos atropellaban su conciencia. Judas pensó rápido en las alternativas —todas inevitables— y vio, como único camino, el capitalizar la tragedia y orientarla de manera definitiva sobre una sola figura. En esos instantes debió negociar con judíos y romanos una única captura: La de su maestro. En las mentes del gobernador y del tribuno romano y de los soldados y de los guardias del templo —incluso del propio Caifás— capturarían a todos, maestro, discípulos y seguidores, hasta el último; solo que Judas vendría con ellos para asegurarse de que no fuera así.

Y no libre de dudas guió a las turbas hasta el huerto. Y a la vista de todos ellos les señaló, entre los presentes esa noche, al único que debían apresar. Minutos y metros antes de llegar al huerto, Judas —con o sin las treinta monedas— pudo irse en la noche temprana con la conciencia turbia, como hubiera hecho cualquier traidor, para no volver jamás a Jerusalem. Pero no lo hizo, porque eligió quedarse y guiarlos y enfrentar cara a cara a su maestro, a su guía, a su hermano. Y besarlo. Y asegurarse que sólo apresaban al único que él había señalado.

El beso no era la burla grotesca del perverso, ni tampoco tenía por finalidad señalar la entrega a los judíos, porque no hacía falta. Era la marca necesaria y acordada con las tropas romanas —a quiénes no les importaba cuál fuera el Cristo, porque les daba igual apresar a todos— para que lo detuvieran sólo a él. Minutos antes de llegar al huerto, Judas debió improvisar el beso que señalaba a su maestro y que implícitamente salvaba de la detención a los discípulos restantes, sus hermanos. Como quien debe optar entre perder una mano o un pié, y ante lo inevitable, elige.
Ahora sí, antes de continuar el razonamiento, imaginemos por un instante el estado emocional de este hombre, el Iscariote, mientras camina rumbo a Gethsemaní a besar a su maestro.


La alternativa subyacente, es decir, la ausencia del beso, hubiera implicado la ausencia de Judas también... y la detención de los doce y de todos los seguidores que dormían esa noche en el huerto junto a ellos —tal vez unas veinte o treinta personas— y todos ellos hubieran corrido el mismo fin. Y ante esa alternativa, diría que ni siquiera era necesario que Judas los guiara; bastaba nada más con decirles adónde encontrarlos. Ahora sabemos que cualquiera de sus hermanos habría huido frente a la misma circunstancia. En cambio él eligió quedarse hasta el fin del camino.


El dogma cierra la tribulación, lo que revela un andamio exiguo y endeble frente a la realidad. La sola pregunta de si Judas cumplió los planes del Cielo o del Infierno desorienta al mejor católico sumiéndolo por primera vez en la reflexión del caso, porque sobreviene –subyacente– la conclusión de que el Diablo habría frustrado entonces los planes de Dios.


Y frente a la señal de la entrega, guardias y soldados se abalanzaron sobre Jesús, quien no ofreció resistencia alguna, porque sabía que sólo él debía ser detenido. Pero los discípulos despertaron y se vieron rodeados de armas y palos y antorchas. La situación estalló en caos. Coinciden las crónicas de los apóstoles en que Pedro

sacó un arma contra ellos e hirió a un secretario del sumo sacerdote. Tal vez esa noche no fue el único que los enfrentó. Y así, tanto la romana como la guardia, fueron contra todos por el mismo efecto que hoy vemos en la policía cuando pone orden en una tribuna de fútbol.


Recordemos que Marcos cuenta que apresaban a un muchachito quién improvisó una acción desesperada y escapó desnudo, dejando una sábana vacía en manos de los guardias. Por su parte, Juan cuenta en el capítulo 18: 8, que el mismo Jesús se impone sobre la violencia, diciendo: «Os he dicho que soy yo: pues si a mí me buscáis, dejad ir a estos». En efecto, estaban yendo contra todos, incluyendo, por supuesto, a los discípulos. Entonces ¿qué sentido tuvo el beso a Jesús si estaban apresando a todos?

Judas tenía un plan muy frágil resultado de negociaciones apresuradas. Pero los romanos y los guardias judíos llevaban otro plan en sus mentes. Y lo verificamos horas después en la madrugada trágica, cuando Pedro en tres circunstancias niega ser discípulo del Cristo, lo cual nos indica, por defecto, que aún flotaba en las autoridades la intensión inicial de apresarlos a todos esa misma noche. Pedro tuvo la oportunidad de negarlo porque Judas marcó para los romanos sólo a Jesús en el huerto.

En la alternativa, los apóstoles no hubieran existido porque al día siguiente las cruces sobre el Gólgota hubieran sido veinte o treinta, como era común contra cualquier grupo de rebeldes. Recordemos también que luego de la muerte de Jesús continúa la cacería de discípulos y seguidores a manos de mercenarios como Saulo de Tarso, Pablo, como refieren los Hechos bíblicos, crónica posterior a la crucifixión, lo que nos debe sugerir que desde esa noche la persecución fue contra todos.
En efecto, si los apóstoles narraron en los evangelios los momentos de la detención fue porque Judas entró con la turba esa noche a cerciorarse de lo pactado. Y porque Cristo intervino en el instante de mayor tensión. A fin de cuentas, ambos, Judas y Jesús, fueron quienes tuvieron la divina misión de salvar a sus hermanos.
Al día siguiente ambos estarían muertos.

Y cuando Benedicto XVI se refiere a Judas como «un ser inmundo», deberíamos recordarle que él es Papa gracias al beso de ese despreciable. Pero hay algo desolador en este paisaje final. Los dos murieron incomprendidos. Uno fue erigido al rango de dios, postergando el valor humano de su obra; el otro al de demonio en un beso nefasto mal interpretado por sus propios hermanos, además de padecer una muerte cuando menos dudosa. Por algo Cristo, antes de la entrega y abrumado por el futuro de Judas, tuvo palabras compasivas hacia él y no de condena.
Jesús de Nazareth fue detenido entre las nueve y las diez de la noche, y antes de veinticuatro horas estaría muerto. A diferencia del Bautista, observamos aquí la urgente necesidad de terminar el asunto limpio y rápido..."




Fragmento del ensayo La anomalía de Jerusalén
El Libro de las Almas, 2005 (sin editar)


Copyright®2010 por Carlos Rigel

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