26 de noviembre de 2014

Vivir sin eje






Con motivo del reclamo de María Rachid y
promovido por la Dip. Diana Conti (FPV), acerca de 
una pensión de 8.000 pesos para travestis y 
transexuales, voy a recordar un texto, "El círculo sin eje", 
escrito en 2004 y publicado en el volumen tardío
"Una metáfora tóxica" (2013) y que alude
a otro sector social prioritario –sino previo–
por el abandono aberrante de vivir librado 
a su suerte.



"Aceptarse como escritor en Latinoamérica no es dejar de ser un pobre diablo, porque ser escritor en Latinoamérica es no tener ni para el café. Recordemos al novelista peruano Manuel Scorza mientras le reclamaba los derechos de autor a una editorial de su país y se presenta con un papel en la mano en un congreso o político o cultural, tal vez en 1982 o 1983, durante el discurso inaugural. Y a micrófono abierto el presidente dice:

—Es un honor para nosotros tener aquí al gran novelista Manuel Scorza. ¿Qué mensaje nos trae, señor Scorza?

Y él le responde:
—Señor presidente yo no traigo un mensaje, traigo una factura.

La situación es representativa de una realidad que se extiende desde el Río Grande hasta la Antártida. Del Pacífico al Atlántico. Y a menudo nos encontraremos con ilustrados y burócratas no bien nacidos para quienes esto resulta explicable y hasta razonable.

Dicen que en los '60 ir de visita o a comer a la casa de Sábato, era llevar todo. La cena y hasta el café. Después le rinden honores y lo condecoran y lo enaltecen como implícito embajador itinerante de nuestra cultura frente al mundo, pero no le dan ni para el mate de las cuatro.

Recordaba también Elsie Alvarado de Ricord, Directora de la Academia Panameña de la Lengua, durante la conferencia Conciencia y expresión poética de la clase obrera panameña (Panamá, 2003) que uno de sus poetas, Demetrio Herrera Sevillano, no sólo había vivido en condiciones lamentables, sino que había muerto en la pobreza extrema. Ahora, bien, 
Panamá es un país pequeño y, según les escucho decir, pobre, tan pobre que no tiene clase media, pero Argentina, por ejemplo, ¿qué justificación tiene para abandonar a sus intelectuales? ¿Por qué?, si ellos gustan de lo que hacen. La conclusión inmediata sería algo así como que un diputado, un fiscal o un senador trabaja y cobra... pero a disgusto. Un intelectual, un escritor, ante todo piensa, y pensar no cuesta nada. Es gratis.

Digamos entonces, para resumir el pensamiento de esta época, que un intelectual tiene la obligación de estar lúcido, creativo y presto a cualquier pedido. Tiene la obligación también de contar siempre con un traje en condiciones, con peluquero y manicura, con sombrero si hace calor, y con pañuelo y sobretodo si hace frío. Tiene la obligación de conocer el contenido del último volumen publicado por un perfecto imbécil, la obligación de poseer toda clase de diccionarios, obras completas universales, enciclopedias y textos lujosos muy por encima de cuanto su bolsillo puede gastar. Tiene el deber de contar con todos los libros de autores importantes de su país, pero también de contar al menos con un volumen de cada escritor del mundo en los últimos cuatro o cinco mil años de la humanidad. Tiene la obligación de leer las mil doscientas páginas en cuerpo cinco de la Biblia protestante y la católica, ambas, y todos los libros de religión del mundo. Tiene la obligación de saber qué traman las Academias de Letras del continente y la Real Academia; la obligación de estar informado acerca del último congreso o exposición de Letras o Filosofía. Tiene el deber de ser más profundo que Dios y ganar menos que un peón. Tiene la obligación de explicar lo inexplicable, de tener una reflexiva posición tomada acerca de los conflictos de un mundo ridículo. Tiene el deber de ser crítico, de ser digno, de estar siempre presentable y atento a las nuevas estéticas de la narrativa, de la música, las artes plásticas y los descubrimientos científicos. Tiene la obligación de aportar al pensamiento regional, nacional y continental como proyecto de construcción universal. Tiene el deber de bucear en francés, de maldecir en inglés, de toser en latín y estornudar en griego. Tiene la obligación y el deber de ser modelo de idioma en uso y evolución, normativo y al mismo tiempo experimental. Tiene el deber también de ser un novedoso y sólido excéntrico, un elegante sofisticado en alpargatas recién lustradas, un ideólogo práctico, revolucionario y conservador, un concéntrico liberal de izquierda, un cristiano musulmán del budismo zen, un ateo anarquista filántropo, antisemita y prosionista, el curador de los artistas del futuro, el extravagante protector y alentador de los fracasados del presente, el inspirador de los revolucionarios de escritorio, el pacificador dispuesto a matar por la libre expresión ajena, el amante inconmovible y el sereno arrogante. Y además, tiene el deber y la obligación de no equivocarse en sus opiniones, no sea que descalifiquen su obra y lo condenen hasta en la muerte. 

Porque ser un escritor en Latinoamérica es tener la obligación de estar sano sin cobertura de salud y tener el decoro de bajar de un taxi cuando no cuenta ni con el sueldo de un maestro suplente, ni siquiera el de un cadete del Estado. Es condenar a la sociedad a que nos pague el café, la cena y hasta el hotel con espejos en el cieloraso. Es andar con los zapatos agujereados como Neruda y el saco descosido como Sábato, o secando yerba al horno para improvisar unos mates como Denevi, o como Roa Basto cuando espera un milagro que le pague la operación. Más tarde los llaman ¡Doctor! ¡Aquí, doctor! ¡Una foto con el diputado Piringundín!, cuando a la sazón, el diputado Piringundín, hace pocos meses terminó el primario nocturno y tiene problemas para escribir su nombre completo. Si apenas tiene tiempo de practicar con tanto cheque que firmar para pintaparedes hijos de puta igual que él. 

Un ingeniero le cuesta al país trescientos cincuenta mil pesos en seis años de estudio, un arquitecto trescientos mil en cinco años, un médico doscientos noventa mil, un maestro ciento cincuenta mil. Un concejal corrupto le cuesta a la nación unos trescientos mil al año. Un imbécil pintaparedes jubilado por el estado le cuesta a toda la nación entre catorce y veinticuatro mil al año. Un senador sucio un millón y medio al año. Un subcomisario podrido le cuesta doscientos ochenta mil al año y cien muertos. Una estafa le cuesta al estado tres o cuatro millones al año. Una embajada de imbéciles y corruptos le cuesta a la nación un millón al año. Una pandilla de gángsters en un ministerio le puede costar a la nación entre mil y hasta cincuenta mil millones en tres o cuatro años, dependiendo claro, de la anuencia del presidente de turno.


Embajador de Francia tras visitar la casa de Cervantes: “¿Y a un hombre “tal” tiene España viviendo en estas condiciones?".

Un escritor condecorado en Alemania o en México o en Francia o en España, tras treinta años de refinamiento narrativo e intelectual, le cuesta a la nación cinco centavos por toda la vida. Y el discurso con aplausos. Y el brindis entre el Secretario, el Ministro de Cultura y el Canciller, los eternos turistas de la pesadilla latinoamericana. Ni el documento de identidad, porque la identidad cultural de un escritor está en su acta de nacimiento y en el documento nacional de identidad. Para el estado es un número de corbata o de cuello abierto, un estorbo calculado y funcional, una acción privada en los números pero con percusión y banda pública. Un solitario indigente reconocido y prestigioso. 

Un pésimo ingeniero le cuesta al estado igual que uno bueno. O un médico frustrado le cuesta igual que un exitoso cirujano cardiovascular. Un autor puede ser brillante en su estilo, igual es un perro enfermo. Ningún país de América latina, ninguna gobernación, ningún municipio, siente la obligación de protegerlo. No tienen mecanismos para resolver el caso. 

Escribir un gran libro en Latinoamérica no es dejar de estar maldito o de ser un perro vagabundo; casi una desgracia. Una condena. Apenas un mechón de pelos entre los escombros de un edificio venido abajo en la madrugada. Y si le sumamos esa extraña filantropía de bolsillo de los multimedios y las editoriales —actualmente en manos de empresarios españoles— la vida de un escritor se vuelve un grotesco vergonzoso en medio de una fiesta, porque los derechos de autor en Latinoamérica son una burla canalla y parece ser de escritor bien nacido callarse sobre este asunto. 

Y cuando la vida orilla el abismo, sin jubilación ni pensión alguna, tiene el deber de no perder los dientes, de no quebrarse, de no terminar como un imbécil, y de envejecer decorosamente y prolijo para la fotografía al lado de políticos y figurines pasajeros de la vida, esos que nunca le dejan propina a la existencia, apenas una foto en el álbum familiar de los eternos pelotudos de moda. Como si el contacto fotográfico de compartir un ángulo, un marco, un pedazo bidimensional de la fantasía, les transfiriera nuestros valores, nuestras ausencias, nuestros dolores y nuestras grandezas. Como si en algún lugar de la realidad alguien se hubiera comunicado al fin con nadie. 

Lo abandonan hasta los setenta u ochenta años y luego lo invitan a cuanto congreso inventan «porque la cultura… la cultura es la bandera de este gobierno». Y lo aplauden, más por el hecho de seguir vivo estoicamente que por el reconocimiento personal, celebrando así el cumplimiento de los cincuenta años ininterrumpidos de abandono nacional, provincial y municipal, de manera que sus malestares y dolencias ahora son públicos. Son parte de la embolia nacional. Y claro, en medio de tanto trabajo de organizar pintadas callejeras, y de acordar con el obispado la regulación de casinos y prostíbulos, y de negociar con la policía regional el tráfico de estupefacientes y de nuevos desarmaderos clandestinos, de cambiarles el nombre a las calles, y de empeorar la educación un poquito más todos los días, y de tanto cheque que firmar para pintaparedes hijos de puta, el fin llega para el escritor. 

Y si durante toda su existencia lo han abandonado adecuadamente, tras su muerte, en un gran festival de caradurez insólita, acaso celebren el natalicio de haber convertido su vida entera en un orfanato. Tal vez instituyan un premio con su nombre para conservarlo en la memoria colectiva. Es decir, lo abandonan de por vida para recordarlo mejor en la muerte. 

Luego el periodismo le hará un megareportaje exclusivo al mozo que le servía el café en un quitapenas de Liniers o de Flores, quien nos enternecerá hasta el hipo relatándonos si lo tomaba con edulcorante o con azúcar, si permanecía absorto mientras hacía dibujos con la cucharita o si esperaba inquieto la llegada de alguien; si leía el diario, si contaba monedas o si cambiaba un billete grande; si estornudaba con frecuencia o si tosía mientras reía. Como quien envía un mensaje a otra galaxia compuesto por un sobrecito de sacarina vacío, un platito sucio, una servilleta arrugada con dos garabatos azul birome y los veinte centavos de propina como prueba de que alguna vez alguien existió. 

El reportaje a la servilleta y el pocillo como Ciudadano Ilustre. El cenicero de la Verdad, más verdadera que todo, vomitando tinto en el inodoro de la Alianza Eterna. La cucharita de la Vastedad camino a la Nubes de Magallanes seguido por el mingitorio de la Conquista. El pebete espacial despanzado en Goyeneche de un lado y tomate sin mayonesa del otro. Los analgésicos de Nietszche volando en el tiempo para estrellarse en el ojo de Sófocles, y éste que derrama una lágrima express en el retrato manso de Troilo, el ángel gordo de la arquitectura rupestre de Swedenborg, mientras Erick Clapton quiebra la ceniza en el pocillo ciudadano, lo vuelca y lee en la borra negrusca el futuro de Dios. ¿A quién quieren engañar? 

El tema los supera, porque por más que presidencias, gobernaciones, municipios, cámaras de senadores y diputados, consejos deliberantes, ministerios y secretarías intenten embaucarnos, en verdad no pueden: Intuyen que la cultura es algo importante aunque todavía no logren resolver para qué sirve, ni cómo se aplica. Lo advertimos cuando el político promedio lo único que tiene para decir de la cultura, precisamente, es que es algo muy importante, aunque no aclaren como cuánto es muy, ni para qué. Como si finalmente le hubiéramos encendido el micrófono al pobre Forest Gump.

Poetas y narradores con 10 libros publicados
viven en asentamientos de emergencia, artistas
plásticos sin jubilación luego de 40 años
dedicados a su trabajo, intelectuales sin pensión,
artistas sin ingresos hoy librados a su suerte.

Claro que esta prédica no la puede sostener un escritor de primera línea, su humildad y cautela lo obligan a mantener el silencio y esperar —¿esperar qué?—, y el declamo y reclamo viene a quedar en manos de un autor de tercera línea pero sólo porque siendo un autor de tercera línea no siento obligación institucional alguna y eso me permite a menudo orillar lo subversivo. En Buenos Dan Brown autor del Código Da Vinci estaría de pie en el murallón de la costanera norte con los ojos cerrados frente al infinito con una 38mm. prestada a modo de bombilla seca en sus labios y una humilde y única munición de 22mm. vencida en la recámara. Rimbaud en Buenos Aires hubiera terminado preso por asaltar bancos. Poe no hubiera sido premiado, no sería el padre de nada. Stendhal un pordiosero. Los originales de Tolstoi hubieran atascado el inodoro. La Eneida de Ovidio hubiera prendido el carbón del siguiente asado. La obra de Kafka se hubiera quemado así nomás, tal cual sus indicaciones finales. Qué más da. 

Porque ser escritor aquí es igual a ser un astronauta que navega la galaxia en un televisor descompuesto, y no implica dejar de maldecir el destino de no haber sido escribano o contador o profesor de lengua o empleado de correos. Es estar condenado a evaluar y flirtear con los papelitos que la gente nos acerca como si esperaran de nosotros el Nobel de Literatura por el mamarracho con faltas ortográficas que nos escribieron especialmente para nuestro dionisio deleite. Es estar condenado a no arrobarnos el derecho de llamarnos escritores a nosotros mismos por vergüenza ajena y esperar a que nuestra cultura nos otorgue ese título suntuoso y presuntuoso, lleno y hueco. 

Es estar condenado a que la gente nos salude con admiración, como si ser escritor fuera análogo a ser millonario. Es aceptar que uno, finalmente, es un Don Nadie antes de la condecoración; y luego un Don Nadie Intocable, Inconsulto e Innecesario después de la condecoración. Es condenar a la gente a que nos envidien creyéndonos bacanes, rechonchos de buen gusto, de buen vino y platos exóticos. Nada de milanesas o queso con dulce de batata. Nada de pizza y flan con dulce de leche o crema blanca. Nada de vino tinto. Nada de puchero o simple sopa. Todo debe ser belle melange, belle epoque, de manera que cuando secuestren a un escritor latinoamericano y pidan un rescate de cien mil pesos o de veinte mil o de diez mil o de cinco mil o de quinientos pesos, la risa amarga corte lacónicamente la comunicación hasta una nueva evaluación del rescate con descuentos.

Pero ¿a quién se le ocurriría secuestrar a un escritor latinoamericano? Sólo a un extraterrestre, a un señor verde o naranja, con radares en las orejas y un cañón láser en la nariz, un señor con ventosas en las yemas y un tentáculo en cada ojo. Sólo a este caballero extrasolar, quizá vegano o siriano u orionino, se le podría ocurrir la idea descabellada de salvarse secuestrando a un ejemplar de la literatura latinoamericana. 

Como una broma del destino, mucho menos que un Cervantes presuroso de terminar el segundo tomo y unas pocas obras más para dejarle algún sustento a su familia en el desesperado intento de morir como uno más, como un hombre cualquiera, un escritor latino es un judío errante, un armenio en el desierto turco, una montaña sin huesos, un patriota sin patria, un noble sin reino, un televisor sin corriente, un ángel perdido entre fantasmas, un fantasma en el país de los duendes, una provincia sin nombre, un extraterrestre sin nave, un ánima en el paraíso y una ballena que languidece en la arena. La manifestación de un milagro, al fin, pero en un templo deshabitado".


Diciembre de 2004
del volumen "Una metáfora tóxica", 2013



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